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La difícil batalla contra la desigualdad
No hace falta ir demasiado lejos para encontrar ejemplos de lo complicado que resulta abordar la desigualdad. Así lo atestiguan las diversas propuestas que, en materia fiscal, ha lanzado el presidente del Gobierno en semanas recientes. Por una parte, se comprueba que resulta imposible modificar la fiscalidad de instrumentos propios de grandes corporaciones o patrimonios, como las sicav o socimi. La libre circulación permite al capital operar desde otros países de la misma Unión Europea en los que la fiscalidad les resulte favorable. Por otra, el mínimo asomo de ajuste en otro tipo de impuestos provoca una reacción de enorme acritud por buena parte de lo que podríamos denominar poder económico, de manera similar a cómo se ha recibido la propuesta de aumento del salario mínimo.
Una primera aproximación al porqué de esa enorme dificultad nos lleva al campo de las ideas y, en concreto, al mundo que se define tras la caída del Muro de Berlín, hará ya 30 años. Acabar, afortunadamente, con el desastre soviético conllevó una hegemonía cultural que expresa, de manera paradigmática, Margaret Thatcher con su aforismo “la sociedad no existe, existen hombres y mujeres”. A partir de ahí, dos décadas de capitalismo globalizado y descontrolado generan una burbuja de bienestar que explosiona dramáticamente en 2007. En esos momentos de desconcierto absoluto, voces bienintencionadas, entre ellas la del entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, creían que era necesaria una refundación del capitalismo. Y 10 años después, poco más que indispensables ajustes en la regulación financiera, especialmente de la Zona Euro.
Y ahí radica la dificultad, las ideas que llevaron a la crisis siguen tan o más arraigadas que entonces. Conceptos como talento, meritocracia, economía colaborativa, creación de valor, disrupción… son proclamados, desde los púlpitos de las business schools, cual buena nueva que anuncia el advenimiento de un mundo apasionante. Un cuerpo doctrinal tan superficial e interesado como consolidado entre las élites globales. Por ejemplo, el recurso obsesivo al talento. Uno puede llegar a creer que hasta la aparición de las start-ups tecnológicas, el talento no se dio jamás en la humanidad. Si analizamos el uso, y abuso, del término, observaremos cómo resulta muy útil para legitimar la desigualdad. Siempre que pregunto cómo puede ser que en una corporación los salarios más elevados superen en 100 o más veces los más bajos, la respuesta es idéntica: se premia el talento. O cuando una empresa tecnológica soportada en repartidores a domicilio, con sueldos de miseria, alcanza un valor de mercado de cientos de millones, la explicación es la misma: no todos tienen talento. La fuerza de las palabras, especialmente cuando se utilizan de forma torticera, es enorme.
Son ideas que han arraigado de la mano de una globalización y revolución tecnológica que, combinadas, han favorecido la conformación de corporaciones enormes. Hoy el tamaño de las compañías es muy superior al de hace unas décadas, y esa mutación también se ha dado en las formas de capital. Hemos transitado de accionistas conocidos a fondos de inversión tan gigantescos como anónimos y orientados al corto plazo. Son unas características que favorecen esos salarios millonarios que tanto escandalizan. La crítica se orienta a esos sueldos, pero debería centrarse en las rentas del capital. Desde hace años se viene observando un detrimento de las rentas del trabajo frente a las del capital que, además, cuentan con un régimen fiscal muy favorable.
Acerca de la revolución tecnológica, el argumento de que fractura el mercado de trabajo de manera inevitable es más que discutible. A diferencia de lo que se aseveraba hace un par de décadas, la tecnología ha evolucionado de manera que, para la mayoría de los empleados, es más un elemento a favor de la estabilidad laboral que de la expulsión y fragmentación. Donde sí nos lleva la tecnología es a fenómenos preocupantes como los que pretende regular la denominada tasa Google, que ante la imposibilidad de fiscalizar los enormes beneficios de las tecnológicas, dada su facilidad para ubicarse donde más les convenga, pretende gravar la actividad que desarrollan.
Una tasa que está intentando implementar la mayoría de países europeos, con la habitual y lamentable excepción de Irlanda y Luxemburgo, y que señala el único camino para reconducir excesos del modelo, la regulación supranacional. Mientras no llegue ese momento, el papel de los Estados seguirá muy limitado en materia fiscal, si bien aún cuentan con margen para combatir la desigualdad y favorecer una verdadera igualdad de oportunidades.
Externalización abusiva
La subida del salario mínimo es un buen ejemplo de ese margen, como también debería serlo la batalla contra la exagerada temporalidad en el empleo y, aún más, la externalización abusiva que tiene en el caso de las empleadas de hotel, conocidas como kellys, su ejemplo paradigmático. Que una persona, con una remuneración de supervivencia, no pueda tan siquiera ser empleada directamente por aquella empresa en la que presta su servicio resulta deplorable. Por no hablar de esa economía denominada colaborativa que, sustentada en una explotación de la mano de obra, debe ser mejor regulada. Tras compañías que capitalizan muchos millones de euros, se encuentra un ejército de trabajadores, repartidores o conductores en condiciones laborales que creíamos ya superadas. Compañías que, por cierto, no reciben más que reconocimientos por parte de escuelas de negocio y asociaciones empresariales.
Dos consideraciones finales: la primera, para aquellos economistas que niegan el aumento de la desigualdad. No entiendo cómo académicos formados en las mejores universidades de corte anglosajón dedican sus capacidades a calcular si la desigualdad crece o disminuye, hasta conseguir que alguna formulación lleve a la conclusión de que no se incrementa. Aceptemos que no aumenta. Lo relevante, incluso en ese supuesto, es que la sociedad, hoy, no tolera niveles de desigualdad que podía aceptar en otros momentos. De la misma manera que a nadie se les ocurre afirmar que la mujer no ha de tener los mismos derechos laborables que el hombre, argumentando que hoy está mejor que hace unas décadas, cuando ni prácticamente accedía al mundo del trabajo.
Finalmente, cuando se dice que sin sueldos millonarios no se atrae talento al mundo empresarial, y que siempre ha sido así, es de justicia recordar los años en que buena parte de las mayores compañías españolas eran de estricto ámbito nacional, de titularidad pública, reguladas y poco eficientes. Quienes lideraron la transformación de dichas compañías en genuinas y competitivas multinacionales fueron una serie de personas cuyo salario anual era, hace poco más de 20 años, de unos 60.000 euros. Fue el caso, entre otros, de los ya fallecidos Cándido Velázquez-Gaztelu y Feliciano Fuster, al frente de Telefónica y Endesa, respectivamente, y también de, entre otros, Jordi Mercader, presidente del INI en aquellos tiempos, hoy gran empresario. Claro que, seguramente, su sueldo era así de reducido porque carecían de talento.
[Este artículo ha sido publicado en el número 65 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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