Svetlana Zhuk, la madre de Andrei Zhuk, ejecutado en Bielorrusia en 2010, le contó a Amnistía Internacional que se enteró de que su hijo había sido ejecutado cuando fue a llevarle comida a la prisión. No hubo un último encuentro, no hubo un último abrazo, no hubo la oportunidad de decir adiós. Tampoco la tuvo su nieto, que entonces tenía 8 años, y que sigue parándose en silencio ante la foto de su padre. “Lo que él piense, no lo sé”. No lo sabe ni Svetlana, ni nadie. Apenas se ha trabajado sobre los efectos que tiene el corredor de la muerte en la vida, en el desarrollo y en las emociones de los hijos e hijas de los condenados.
Cuando tienes un hijo o una hija de corta edad, uno de los momentos más difíciles a los que tienes que enfrentarte es al de contestar a la pregunta ¿qué pasa cuando te mueres?, dándole un abrazo para que su miedo se diluya. Pero ¿cómo se le cuenta a un niño o a una niña que su padre o que su madre van a ser o han sido ejecutados por el Estado? Ejecutados por un crimen que cometieron o no, tras ser juzgados en un juicio justo o sin las debidas garantías por un delito o por defender una ideología. ¿Cómo se les abraza, mientras esperan a veces durante años que la ejecución tenga lugar? ¿Cómo se les consuela de no haber visto a su padre o a su madre una última vez, porque las leyes les consideran demasiado pequeños para decir adiós?
En 2012 y 2013, en Gambia y Nigeria se llevaron a cabo ejecuciones sin avisar a los familiares con antelación. Bielorrusia, Mongolia, Vietnam o Uzbekistán ni avisan, ni entregan los cuerpos a las familias. Svetlana y su nieto no tienen tumba que visitar. En Japón, los propios condenados son informados sólo unas horas antes de la ejecución. Sus familiares, una vez que ha terminado. Dice el Comité Contra la Tortura de Naciones Unidas, que ocultar el momento de la ejecución viola el derecho del condenado y su familia a prepararse para esa muerte, y dice que es incompatible con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Dicen las autoridades japonesas que es para evitarles ansiedad antes de tiempo. Lo que pase después no les interesa. En las mayoría de los casos, los Estados tienen los ojos cerrados a lo que puedan necesitar los que se quedan.
Y lo que pasa, especialmente a los pequeños es que se enfrentan a la pérdida de su familiar, a la vergüenza por el crimen que éste cometió, al rechazo social. En China, un trabajador social contaba que “los hijos de convictos se consideran a sí mismos criminales. Estos niños traen mala suerte. Nadie quiere ocuparse de ellos y acaban en la calle”. Hacen frente también a la rabia por una condena en un juicio injusto, a la indignación por ser condenado por opinar distinto, a sentimientos encontrados hacia un Estado que debería estar ahí para protegerte. “Una vez me dijo que cuando iba al colegio se sentía como si todo el mundo fuera culpable, como si caminase entre asesinos, porque la gente de Texas había matado a su padre”, lo cuenta una madre, explicando cómo su hija de 10 años trataba de comprender que el Estado de Texas fuera el causante de la muerte de su padre.
El artículo 9 (4) de la Convención sobre los Derechos del Niño recoge que cuando el Estado interviene en la separación de un hijo o una hija y su padre o de su madre, éste debe proveer de información al menor y a su familia, especialmente en casos de pena de muerte. No hacerlo, es cometer una grave violación de los derechos humanos de estos menores. Hay quien lo define como “abuso de menores institucionalizado”.
Al menos 682 personas fueron ejecutadas en 21 países en 2012. La mayoría en China, Irán, Irak, Arabia Saudí, Estados Unidos y Yemen. Amnistía Internacional se opone a la pena de muerte en todos los casos sin excepción. Para nuestra organización, abolir este castigo cruel, inhumano y degradante aliviaría también el sufrimiento de las familias de los condenados a muerte, y el de los más pequeños. Mientras esto ocurre, los Estados deben asegurar que ninguna ejecución se lleva a cabo hasta que los hijos e hijas y otros familiares hayan sido informados y se les haya garantizado la posibilidad de un último beso. El último de todos.
Svetlana Zhuk, la madre de Andrei Zhuk, ejecutado en Bielorrusia en 2010, le contó a Amnistía Internacional que se enteró de que su hijo había sido ejecutado cuando fue a llevarle comida a la prisión. No hubo un último encuentro, no hubo un último abrazo, no hubo la oportunidad de decir adiós. Tampoco la tuvo su nieto, que entonces tenía 8 años, y que sigue parándose en silencio ante la foto de su padre. “Lo que él piense, no lo sé”. No lo sabe ni Svetlana, ni nadie. Apenas se ha trabajado sobre los efectos que tiene el corredor de la muerte en la vida, en el desarrollo y en las emociones de los hijos e hijas de los condenados.