Al trabajar sobre los derechos de las personas refugiadas, he tenido el privilegio de conocer a solicitantes de asilo en muchos países del mundo. Una y otra vez me han impactado la generosidad y la hospitalidad que, invariablemente, muestran unas personas que han tenido que renunciar a todo lo que conocen en busca de una vida más segura.
En muchas ocasiones me han ofrecido comida y bebida cuando a duras penas podían permitirse compartirla. En Turquía, una familia preparó pan plano relleno de perejil y espolvoreado de sal para mí y mi colega. En Melbourne me uní a un multitudinario banquete para celebrar que un hombre se había reunido por fin con su familia. Personas que vivían en tiendas en Turquía siempre se aseguraban de darme un vaso de zumo o de agua. Y los sirios y sirias —cuya insensibilización a la cafeína es fuente inagotable de fascinación para mí— me han hecho innumerables tazas de fragante café de cardamomo.
Este compromiso de ofrecer hospitalidad a quienes llegan va más allá de la comida. Un grupo de hombres sirios que vivía bajo unas mantas junto a la carretera en el sur de Turquía insistió en hacer un sitio para que me sentara sobre el fino y polvoriento colchón, su único mobiliario. En Indonesia, rohingyas de Myanmar nos recibieron en sus refugios y estuvieron horas contándonos sus historias de trauma y esperanza. Cuando fui a Fráncfort a conocer a un solicitante de asilo cuyo viaje desde Siria había seguido, fui recibida con la palabra “danke” —gracias en alemán— hecha con flores y chocolates.
Qué exasperante resulta, después, oír a políticos de países ricos alardear de su “generosidad” por acoger a unos cuantos miles de personas o, peor aún, oírles alimentar el miedo para tratar de impedir que entren.
Por suerte, no soy la única a quien indignan esta hipocresía y esta crueldad y que quiere hacer algo para que mi país sea más hospitalario. Muchas personas —incluso en países que parecen irremediablemente hostiles hacia quienes buscan seguridad— creen que sus gobiernos están haciendo demasiado poco para acoger a quienes buscan refugio.
Pero ahora existe un modo de que la gente escandalizada por esta injusticia desempeñe un papel activo en repararla. Mediante el “patrocinio comunitario”, ciudadanos y ciudadanas corrientes pueden ayudar de forma directa a que las personas refugiadas lleguen a un nuevo país y se establezcan en él. Aunque los programas de patrocinio varían en cada país, por lo general la gente que patrocina tiene que recaudar fondos, suscribir un acuerdo con su gobierno y conseguir un alojamiento antes de que lleguen las personas refugiadas. Quienes patrocinan son también responsables de cosas como matricular a los niños y niñas en la escuela y ayudar a las personas recién llegadas a acceder a la atención médica.
A finales de la década de 1970, Canadá creó el primer sistema de patrocinio comunitario del mundo en respuesta a la crisis de desplazamiento que siguió a la guerra estadounidense en Vietnam. Desde entonces, se han implementado programas en varios países más, como Argentina, Australia, España, Estados Unidos, Irlanda, Nueva Zelanda y Reino Unido.
Conocí hace poco en Londres a una joven familia de Siria que había llegado gracias al patrocinio comunitario. Rahaf y Monther, su hija Aseel y su hijo Mohammad llegaron a Reino Unido a finales del año pasado. Mis colegas y yo nos reunimos con ellos y con dos de sus patrocinadores, John y Lily, entusiastas defensores del patrocinio comunitario, que explicaron lo significativo y gratificante que había sido para ellos la experiencia.
“Está claro que recibes del programa mucho más que lo que das”, nos dijo John. Aseel y Mohammad parecían crecer bien, cantaban canciones en inglés y nos enseñaron alegres sus juguetes. Monther y Rahaf resplandecían al elogiar el programa: dijeron que cuando llegaron, “hicieron que nos sintiéramos bienvenidos, como si fuéramos parte de la familia; no nos trataron como a personas refugiadas, sino como personas”.
La conversación me recordó a unas personas a las que había conocido hacía unos años en Toronto: grupos de patrocinadores y familias recién llegadas, entre las que estaba Maram, una niña brillante que, al poco de llegar al país, ya hablaba inglés con soltura. Cuando di las gracias a su madre por la comida que nos había servido, Maram dijo de repente con descaro: “¿Por qué la única palabra en árabe que conocen las personas canadienses es ‘shukran’?”. En aquel momento me reí, pero al reflexionar sobre ello, está claro por qué: las personas que patrocinan están todo el tiempo recibiendo la hospitalidad de las recién llegadas y “gracias” es la palabra en árabe más importante que aprenden.
He descubierto muchas cosas sobre la verdadera hospitalidad gracias a las personas refugiadas en el mundo. Es alentador que haya tanta gente aprendiendo esas mismas lecciones de quienes acaban de llegar a su comunidad.