ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/
El billete de la Lotería
¿Sabéis ese chiste en el que un hombre le pide diariamente a un santo que le toque la lotería, y este, ya desesperado, le dice al hombre que por lo menos compre un billete? La intervención divina requiere de una primera acción humana para poder darse. Igual que los resultados de las elecciones.
Las últimas, municipales y autonómicas, dejaban una conclusión que nos repitieron hasta la saciedad: la izquierda no consigue que el electorado se identifique con ella porque no se vota por ideología sino por identidad. Y todo el mundo sabe quién tiene el monopolio de la identidad española. Es una falacia, pero a la derecha le lleva funcionando la ostentación de esa medalla desde hace mucho.
Mientras tanto, a la izquierda se le exige una moral prístina, una gestión óptima, unos conocimientos transversales absolutos y cero errores. Tiene sentido, claro, pero es injusto e inasumible. En cambio, a la derecha, a la que por cuna y larga ostentación del poder se le podría exigir el doble, se le admite todo: los sobres en B, la prevaricación, el blanqueo, etc. ¿Por qué? Pues porque ya está arriba, no tiene que convencer ni demostrar nada porque piensa (e históricamente le hemos venido dando la razón) que ese es el orden natural de las cosas. Se le presuponen y permiten la mentira y la corrupción porque son sus prerrogativas. Con ella poco se puede razonar, pero con la izquierda es otro cantar.
El milagro es conseguir acercamiento, acortar la distancia entre reconocimiento e identificación, más allá de todos los discursos elocuentes, los datos y las necesarias medidas económicas y sociales
La persona más versada en comunismo que conozco me contaba que su abuelo, humilde trabajador del campo sureño, votaba siempre al PP. Cuando se le preguntaba la razón de que votase en contra de su propio interés, respondía que “hay que votar a los que mandan, porque han mandado siempre”. Ahí estaba, el orden natural, la identidad por encima de la ideología. Como hace unos días, en las noticias, donde una pescadera de Isla Cristina, poco sospechosa de tener que pagar el impuesto a las grandes fortunas, decía a su clientela que votasen para echar a Pedro.
Ante esto, la gran pregunta es qué hacer; cómo convencer a una sociedad tan hastiada, con un papel de subordinación tan larga y hondamente asumido, tan inexorablemente descreída.
Bien, pues tal vez haya que darle un milagro. Un suceso extraordinario y maravilloso que provoque admiración y sorpresa, como la definitiva unión de la izquierda. Ojo, de toda la izquierda. La que hace política de partido, la que patea calles, la que lamenta el retroceso en derechos y la que echa papeletas progresistas en las urnas.
El milagro a ejecutar no es la realización de una utopía socialcomunista, inasequible e incluso inimaginable para la mayoría. El milagro es conseguir acercamiento, acortar la distancia entre reconocimiento e identificación, más allá de todos los discursos elocuentes, los datos y las necesarias medidas económicas y sociales. Por supuesto que hay que conseguirlas y reivindicarlas pero, sin milagro, no hay foco que las haga brillar como algo plausible. Porque con la izquierda no hay compasión ni dobles oportunidades, no hay manga ancha ni cabe error humano. Debe ser la encarnación misma de la verdad y causar el fervor de una aparición mariana. Mostrarse humilde y cercana y confluir en una senda clara y compartida. Aunque por el camino le crezcan los apócrifos que siembran dudas, justos y necesarios, por otra parte. Todo forma parte de la fe en la posibilidad de un proyecto mejor. Incluso las aparentes incoherencias. La nuestra (de quienes no estamos en política) es pedir y castigar sin darle lugar a la confianza, al tiempo que nos quejamos de lo mal que está todo.
Veo una ola de cabreo absolutamente justificada, porque sí, hay motivos y debemos gritarlos. Pero veo también que esa ola se convierte en un chapapote de odio desbocado que acabará por anegarlo todo, por tragarnos a todos
Decía que le damos la razón a la derecha en su superioridad, la sostenemos y reafirmamos continuamente con nuestras acciones o su omisión. No pretendo que todo el mundo sea consciente en todo momento de que hacemos esto. Nadie puede justificar completamente las acciones de toda una vida. Perdónalos, padre, porque no saben lo que hacen, que diría Cristo. Ellos no saben lo que hacen, pero lo hacen, que diría luego Marx. Pero eso no nos exime de nuestra responsabilidad, individual y colectiva, por muchos balones que echemos fuera.
Lo veo continuamente estos días, a poco que ojeo las noticias. Y lo más doloroso es que son personas como yo: personas con mucho que perder en cuestiones vitales. Veo a muchísimas mujeres que, por mor de hacer un señalamiento justo por nuestros derechos (a menudo tachados falsamente como algo no urgente), no van a formar parte del escudo que los blinde. Veo a muchísimos jóvenes ya no tan jóvenes, hartos de que se rían de ellos, afirmar que el voto es absolutamente banal, porque la lucha está en la calle. Veo a muchísimas familias al borde del desahucio y del paro que se envuelven en la bandera de España, clamando contra el sanchismo porque sienten orgullo de ser españoles, signifique eso lo que signifique.
Veo una ola de cabreo absolutamente justificada, porque sí, hay motivos y debemos gritarlos. Pero veo también que esa ola se convierte en un chapapote de odio desbocado que acabará por anegarlo todo, por tragarnos a todos. Y me apabulla tantísimo egoísmo.
Egoísmo de no votar porque nada representa mis necesidades o mi identidad al completo, aunque la alternativa sea la imposición de una sola, grande y “libre”. Egoísmo de votar opciones que, aunque puedan ser legítimas, no evitarán que la balanza se decante hacia la pérdida de derechos. Egoísmo de votar nulo por reírnos en la cara de un sistema electoral que queremos ver venirse abajo, para que la gente reaccione de una vez y pelee de verdad por esos derechos. Porque o ya estamos en la mierda y nos da verdaderamente igual, o pensamos que esa caída nos afectará poco en nuestras situaciones particulares, sin pensar en qué le supone eso a quienes no están en condiciones de quemarlo todo.
No se trata de elaborar una disertación sobre lo que mueve la acción humana ni de señalar a todo el mundo como imbécil. No lo somos. Se trata de no darles la razón a quienes nos toman por tales, de no darles el poder de decidir que paguemos más y cobremos menos, de no dejar que revienten símbolos de amor y convivencia, de no permitir que las mentiras sean una moneda de cambio válida, de no consentir que nos quiten y devalúen derechos, que vivamos peor. Se trata de blindar lo conseguido mientras vamos a por más. De no dejar a nadie en la cuneta. No en un país que las tiene atestadas. No otra vez.
No se trata de elaborar una disertación sobre lo que mueve la acción humana ni de señalar a todo el mundo como imbécil. No lo somos. Se trata de no darles la razón a quienes nos toman por tales
Una papeleta en una urna no es algo mágico ni todopoderoso. Pero es determinante. Hay gente que ha perdido la vida por ello. Muchas mujeres, mucho analfabeto, mucha desposeída, mucho muerto de hambre, mucha gente despreciada por no tener más posesión que una talega de pan vacía. Todo para poder echar una papeleta en una urna. No votar, para mí, es escupir en su memoria.
Aquí cada cual que haga su correspondiente examen de conciencia y determine qué considera mejor: caminar por el ya conocido y oscuro valle sin posibilidad de redención, o alzar los ojos buscando la dorada escalera al cielo. Está muy complicado alcanzarla, porque es cierto que ningún partido puede garantizarla al cien por cien. El propio sistema en el que vivimos no lo hace. Pero no por ello debemos dejar de buscarla, y eso es tan sencillo como no quedarnos inermes viendo avanzar el chapapote. Busquemos la luz. Para empezar, compremos un billete de lotería.
Démonos, en definitiva, un puñetero milagro.
¿Sabéis ese chiste en el que un hombre le pide diariamente a un santo que le toque la lotería, y este, ya desesperado, le dice al hombre que por lo menos compre un billete? La intervención divina requiere de una primera acción humana para poder darse. Igual que los resultados de las elecciones.
Las últimas, municipales y autonómicas, dejaban una conclusión que nos repitieron hasta la saciedad: la izquierda no consigue que el electorado se identifique con ella porque no se vota por ideología sino por identidad. Y todo el mundo sabe quién tiene el monopolio de la identidad española. Es una falacia, pero a la derecha le lleva funcionando la ostentación de esa medalla desde hace mucho.