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La Diada gibraltareña

Celebración del Día de Gibraltar en 2023

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Globos y vestimentas de color blanco y rojo, discursos épicos, rock and roll y bailables, trombones machacando “Paths of glory”, lores y comunes, castillos hinchables y fuegos artificiales. Cada 10 de septiembre, Gibraltar conmemora su National Day, apenas veinticuatro horas antes de que Catalunya celebre su Diada. A ambos enclaves, más allá del calendario, les une la Guerra de Sucesión española: aquel disparate que duró diez años y que sólo sirvió, rio de sangre typical spanish mediante, para instaurar en nuestro país la dinastía de los Borbones, ahí lo dejo.

A cambio, bye bye Gibraltar, bye bye Menorca. La contienda empezó con la toma de la Roca en lugar de Barcelona, en 1704, y con la toma de Barcelona en 1704, dejando al Peñón en prenda, apenas un año antes, en un caserón de Utrecht que ya no existe. Los catalanes, ya lo subrayó Joan Manuel Serrat, hicieron de la derrota un día de fiesta nacional. Los gibraltareños, en cambio, consideran que fue una victoria, salvo los tataranietos de aquellos que tuvieron que exiliarse a la Cisjornadia de San Roque, Los Barrios y Algeciras, siglo y medio antes de que naciera La Línea de la Concepción.

Si se mira la historia desde el burladero, no les falta razón a los yanitos para el festejo: es el único territorio de la península ibérica que, a pesar de constituir también una fortaleza militar británica o quizá por ello, no ha conocido una guerra civil en los tres últimos siglos. Claro que la población que este martes reivindicará su legado no tenía entonces carta de naturaleza, aunque fueron llegando de a poquito, aunque algunos se quedaran pescando allí, reinase quien reinase, como los vecinos de La Caleta, a la que los topógrafos de Su Graciosa Majestad llamaron Catalan Bay, porque quizá fueran catalanes o porque confundieran su barretina con la de los genoveses que ya se dejaban caer por el lugar.

Lo que más une a los gibraltareños de hoy con los habitantes de este lado de la Verja es su condición de mixtos lobos: en su caso, andaluces y malteses, ingleses, escoceses e incluso irlandeses, judíos de retorno a ese cachito de Sefarad, hindúes nómadas, moriscos de última generación. El patriotismo españolísimo se burla de ellos porque dicen ser británicos, con ese viejo acento de Paco Gandía que algunos de ellos gastan. Olvidan los reidores que la Commonwealth no se parece en nada a las cumbres iberoamericanas y que Carlos III de Inglaterra sigue siendo el rey de Canadá, por poner un ejemplo. Los yanis –como ellos mismos se autodenominan-- son oficialmente británicos, lo que no quiere decir que se tengan por ingleses, aunque lean a Gabriel García Márquez en el idioma de Shakespeare, quizá porque, entre otras torpezas, al heroico García Margallo no se le ocurrió otra cosa que cerrar el Instituto Cervantes del Peñón, bajo la extraña estrategia de impedir que hablen un buen español aquellos a los que quiere convertir de grado o por fuerza en españoles.

Lo que más une a los gibraltareños de hoy con los habitantes de este lado de la Verja es su condición de mixtos lobos: en su caso, andaluces y malteses, ingleses, escoceses e incluso irlandeses, judíos de retorno a ese cachito de Sefarad, hindúes nómadas, moriscos de última generación

Más allá de los acuerdos que terminan en desacuerdos y de los tratados que no logran consensuar los buenos tratos, Gibraltar celebra este día el referéndum de 1967 que les permitió contar con Constitución propia, aunque la doctrina española siga considerando que se trató de una Carta otorgada. Lo cierto es que mientras el régimen de Francisco Franco intentó cerrar filas por la retrocesión de la soberanía española desde su recién estrenado pupitre en la ONU, el Foreign Office y la Asociación para el Avance de los Derechos Civiles que liderase sir Joshua Hassan replicaron con un argumento al que no estaba acostumbrado el franquismo: la utilización de una poderosa arma secreta a la que aún hoy llamamos urnas. Así que, en vez de seducirles para que se sintieran atraídos por las chimeneas que Cepsa se vio obligada a levantar sobre las ruinas de la ciudad romana de Carteia, decidiera cerrarles la frontera a cal y canto. Las familias separadas por la Verja de la vergüenza se desgañitaron desde 1969 de una cancela a otra preguntando cómo había ido la comunión de los niños o si se habían enterado que el primo Peter estuvo en el último concierto de los Beatles.

La frontera se reabrió a efectos peatonales en 1982 y a todos los efectos tres años más tarde. A punto de cumplirse cuarenta años de esa última efeméride, la vida cotidiana, aparentemente, ha ganado el pulso a las pomporrutas imperiales: los linenses cruzan a currar en lo que pueden, huyendo del patriotísimo paro local, y los de allí inundan las ventas más recónditas, se dejan caer por las ferias y sus matrículas –GBZ-- recorren el mapa íbero. Ellos lo mismo rinden homenaje a Isabel II de Inglaterra que a Camarón de la Isla, les gusta la zarzuela y recuerdan que Paco de Lucía actuó una vez en la Cueva y José Carreras, en el estadio, aunque no les pareció demasiado bien que Albert Hammond se dejara caer por las mañanas madrileñas del Price o que Melon Diesel decidiera cantar en español. La familia linense del diseñador John Galliano, caído en desgracia, todavía recuerda lo bien que bailaba bulerías cuando era chico. Eso sí, se pirran por una banda militar desfilando con sus entorchados por la calle Real, con el mismo ardor guerrero que la Legión Española por las calles de Algeciras.

Sus vecinos campogibraltareños les observan con una cierta cautela. Siempre les tuvieron como los parientes ricachones que nos miran por encima del hombro. El histórico sindicalista Pepe Netto recordaba como en el antiguo astillero de la posguerra mundial había tres tipos de servicios higiénicos distintos: para british –de porcelana y con jabón--, para locals –sólo de porcelana-- y para aliens –una triste letrina para currantes españoles--. Claro que olvidan que fueron los sindicalistas de allí, los mismos que le echaron un fuerte pulso a Londres para lograr la paridad de salarios en tiempos difíciles, los que acabaron con aquella discriminación a base de destrozar a martillazos los lavabos de los metropolitanos. Ahora, las diferencias sociales se han atenuado entre uno y otro paradero, salvo por el pequeño detalle que en el Peñón no existe el desempleo.

Los ministros de España y del Reino Unido llevan tres años negociando qué Brexit habrá en la Verja y el optimismo y el pesimismo montan en la misma montaña rusa de la incertidumbre

Que los gibraltareños –eso dicen mis paisanos de la comarca circunvecina-- quieren la tostada untada con mantequilla por las dos caras. ¿Y quién no? ¿Quién no querría, si estuviera a su alcance, aprovechar lo mejor de ambos mundos, donde el sol es mediterráneo y la moneda la libra, como rezaba un añejo eslogan turístico. Mejor haríamos en preguntarnos cuando la administración y los lobbies asfixian al puerto de Algeciras a favor de los levantinos, por qué esas 30.000 almas no quieren ser españolas como preconizaron los controvertidos gritos de celebración de la Eurocopa. Que no les falte de nada, ordenan desde Londres: las primeras vacunas contra el Covid de la Península ibérica se inyectaron allí y las trajeron aviones de la RAF.

¿Una cueva de piratas, como se les caracteriza? Por allí no suele pasar mucha droga aunque hace treinta años los capos gallegos buscaran en el Peñón o en Portugal los motores fuera borda que les negaba la legislación española. Hay blanqueo, claro, casi tanto como a este lado del contencioso o en nuestra querida Andorra, pero llevan años intentando alicatar sus leyes para que haya menos o lo parezca.

Gran Bretaña les deportó durante la II Guerra Mundial, pero les amparó el resto del tiempo. Quizá porque, a pesar de las apariencias, no siempre fueron sumisos ante las directrices de Londres: la última vez que Gibraltar se rebeló fue cuando, después de reunirse en las Azores para destrozar Irak, Tony Blair y José María Aznar jugaron la baza de la cosoberanía y les salió rana. Los gibraltareños sacaron a la calle las urnas de su propio procés y el primer ministro tuvo que recular. De ahí que, ahora, cuando han vuelto los laboristas a Downing Street, se tienten más la ropa que los tories para no dejar a sus súbditos a los pies de cualquier Tratado.

Los ministros de España y del Reino Unido se reunirán dentro de unos días para hablar de la agenda hispano-británica. También, quizá, del Peñón, del litigio por las aguas jurisdiccionales, del acuerdo bilateral de Defensa que es una larga asignatura pendiente y tal vez de los borrachos que hacen puenting o que siguen constituyendo el grueso del turismo hispano. Llevan tres años negociando qué Brexit habrá en la Verja y el optimismo y el pesimismo montan en la misma montaña rusa de la incertidumbre. Hay mucho en juego: los transfronterizos, la cacareada área de prosperidad compartida, el dumping fiscal, las fronteras Schengen, pero también el día a día de esa gente a la que queremos convencer que a España le importa más allá del territorio; difícilmente imagino al Príncipe de Asturias bombardeando a los monos de Upper Rock para conquistar la Roca por la vía de los fracasados asedios del siglo XVIII.

Si el Brexit duro se instala en la Verja a partir de noviembre o cuando toque, lo sufrirán los mismos de siempre, la puta clase obrera, la maltratada clase media. Los ricos seguirán compartiendo la soberanía de Sotogrande, porque amarrarán sus veleros allí o en el East Side de Gibraltar, una fortísima inversión turística sobre rellenos marinos que perderá sentido si la cosa se pone brava. Si eso pasa, quizá la bandera albirroja cruce el Estrecho para buscar trabajadores precarios en Marruecos, para evitar los retrasos que los españoles sufrirán en la frontera. Pero los patrioteros del uno y del otro confín seguirán entonando su himno favorito: el clinc-clinc del dinero, la banda sonora de las criptomonedas, que no necesitan visado, ni análisis biométrico, ni más pasaporte que el de la globalización de un mundo que sigue amparando más a las plusvalías que a los seres humanos.

Quienes se junten este martes 10 de septiembre en Casemates Square, quizá ignoren que el orgullo de la historia no tiene por qué estar reñido con la dignidad del futuro. También convendría que España lo comprendiese. Llámame patrás, deberían decirse ambas partes. Lo que vendría a significar: devuélveme la llamada. Ojalá no se corten otra vez los teléfonos del diálogo, para que la razón sustituya a los improperios. De no ser así, otra frontera se cerraría, la del entendimiento frente a problemas más urgentes que el de la soberanía, un trilobites que lleva encallado tres siglos y sigue  manteniendo como rehenes a unas 300.000 personas de esta orilla del Estrecho, a las que, en el fondo, ni Londres ni Madrid parece importarles demasiado. A veces, pareciera que tampoco les incumbiera mucho a sí mismos. 

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