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¿Odiadores? Tan sólo demócratas

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Javier Aroca

Mis maestros siempre se esforzaron en enseñarme que la justicia eran los juzgados y tribunales. La identidad de los jueces y magistrados no era importante. Con estas enseñanzas he vivido casi toda mi vida, en la ingenuidad, supongo. Me justificaba en que este era un sistema, a diferencia del norteamericano, en el que la identidad no era importante, aquí los jueces esquivaban el principio electivo (algunos jueces-funcionarios piensan que para su legitimidad basta con haber aprobado unas oposiciones). He cambiado de opinión, los últimos meses han bastado. Sí importa la identidad de los jueces, su nombre y apellidos. Existe junto con otros, el principio de responsabilidad. Intentaré convencer a mis maestros de que estaban equivocados; no pocos ya lo reconocen.

Algunos jueces, con nombre y apellidos, están endiosados, por encima de todo, hasta de los principios que inspiran, no ya la Constitución, sino la Revolución que hizo posible con mucho sufrimiento la democracia, de la que son hijas algunas Constituciones. La democracia es un sistema basado, si quiere ser saludable, en equilibrios, frenos, controles entre poderes; es lo que se denomina “checks and balances”. No hay ninguno de los poderes que pueda sustraerse a estos principios. El poder judicial, el único que no está sometido al principio electivo, tampoco, salvo que en sí se consideren en la periferia de la política y de la democracia, a salvo de esos equilibrios que definen la democracia. Puede que eso se esté produciendo. Algunos jueces se consideran más que miembros de un poder, el poder y, peor, la autoridad en sí. Es decir, un poder individual en sí mismo, ajeno al cordial engranaje político del Estado.

El poder judicial está sometido a controles, no sólo a los internos, los procesales, también a los democráticos, al escrutinio público. Se puede y se deben criticar las resoluciones de los jueces. La actitud de ciertos políticos no deja de ser mojigatería y cobardía de estado. Los jueces hacen política, cómo no, tanto en sus resoluciones como en el manejo de la agenda judicial, incluso en ocasiones, la electoral, que también es política.

En España, el envión independentista catalán está suponiendo una prueba fundamental para la calidad democrática del estado. La reacción ha armado a un ejército o task force constituido en magma deforme de políticos, empresarios, jueces, fiscales, artistas, con ceja o barbilampiños, periodistas, tertulianos, todos unidos en la gran misión de defender la unidad de España, que no es  lo mismo, ni incompatible, con defender la democracia. Porque defender la democracia sin democracia pierde no sólo toda legitimidad sino la ligazón con los valores que hacen más fuerte a ésta y la unidad. Ese magma ha conseguido la amalgama de los poderes del estado haciendo que se mezclen de manera indiferenciada, poniendo en jaque aquel principio de la separación de poderes y  de los equilibrios y controles entre los mismos.

El toque de arrebato para todos los 155 posibles, legal, legítimo, económico, mediático, simbólico, mental, ha incorporado también al judicial. Quizá no sean conscientes en su misión de su blandura, a la manera de la recomendada por la Escuela de las Américas en sus últimas instrucciones; sin saberlo, creo en la buena fe de la mayoría, están en el territorio marcado por Gene Sharp. Y si  no estás en esas  blanduras, estás a las duras, eres odiador de España, has elegido el marxismo, el populismo, el separatismo, el pecado, en definitiva, carne de reconvención, si no de Código Penal. No, se trata de democracia.

Pablo Llanera Conde es un juez que conoce el derecho, iura novit curia que dicen los clásicos. Su derecho parece propio, áulico, por momentos, imaginario en muchas ocasiones, hecho a la mode del momento cortesano, en interés del Estado, que no es lo mismo que en interés de la democracia. La prueba no la pasa, no se atreve a cruzar los Pirineos o, al menos, a tomar el atajo del camino español, que lo llevaría directo, como a los Tercios, a Bruselas para someterse al escrutinio del derecho europeo, que es también español, vía Orden de Detención y Entrega del enemigo público número uno  del Estado, Puigdemont. Cosa rara, sobre todo leyendo el articulo 408 del Código Penal, y la seguridad demostrada, con pericia, en sus autos y resoluciones. Pero en democracia no hay derecho de Casa, por mucho que la Constitución diga que se administra la justicia en nombre del rey.

El Estado, por vía de sus agentes más voluntariosos, ha decidido que la política no es el camino para derrotar a los que lo retan desde Catalunya, ante la evidencia de la incompetencia de sus ocupantes del poder ejecutivo. Consentirá hasta que gobierne en Catalunya un gobierno independentista, lo contrario sería otro escándalo, pero la línea roja es una nueva declaración unilateral. La verbalizó Méndez de Vigo en su última comparecencia tras el Consejo de Ministros. Por eso, no hay solución: Puigdemont no puede gobernar y debe ir a la cárcel.

La cárcel es para el Estado la garantía de que no habrá más declaraciones unilaterales, el símbolo de su poder, dominio o domesticación, en palabras de Weber. El Estado, la poliarquía, no perdona, da igual cómo, la cárcel los espera. Puigdemont es la prenda, el rehén, de que no habrá más unilateralidad.

La contradicción, la permanencia del problema catalán, es que mientras haya presos independentistas en las cárceles españolas, éstos serán prendas pero, al mismo tiempo, depósito electoral del independentismo, con buenos réditos. Es decir, mientras que el pueblo catalán vea que a sus líderes, votados en unas elecciones libres, organizadas por el Estado, están en prisión, el independentismo  tiene garantizado su triunfo electoral por mucho tiempo. Da igual, a falta de imaginación, de mejores propuestas para una España mejor, se conforman con la que tienen, decadente pero llena de privilegios para los de siempre. Así llevamos siglos.

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