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Pobres feos

Una persona sin hogar pide en una céntrica calle de Madrid.-EFE/Mariscal

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Hace unos días, caminando por la calle San Luis en dirección al Bookstock, me topé con una niña de unos cuatro o cinco años que lloraba desconsolada. Llevaba un vestido con lazos que parecía de otra época. Lacitos por el pelo, lacitos por la espalda. Lacitos en la garganta. Lacitos en los ojos. 

La niña grita: 

–¡Es que es muy feo! 

Madre y abuela intentan calmarla: “No pasa nada, no pasa nada. Si es feo, no mires”, le decían. Y las tres, cogidas de la mano, se cruzan de acera. Ay, esa sencilla fórmula: no mirar lo que incomoda, lo que afea el paisaje.

–¿Ves qué fácil? A ver, dime: ¿qué es lo que tienes que hacer la próxima vez?

Y la niña responde sorbiéndose los mocos que cruzarse de acera.

Quise ver al adefesio, comprobar con mis propios ojos esa fealdad terrorífica y diabólica que provocaba el llanto y la consternación de la criatura. Me van a perdonar, me pudo la curiosidad ante semejante drama infantil y la respuesta adulta al horror. El desconcierto fue mío cuando lo que la niña (y la madre y la abuela) no querían ver –por feo–, no era más que pobreza. Pero la pobreza en su concreción: un indigente. Un fauno andrajoso tirado cerca de la Plaza del Pumarejo, alcohólico –sí–, sucio –sí–, desaliñado –sí–, pestilente –sí–, pero ¿feo? No importa lo que ves. Importa lo que crees que ves o lo que otros con más autoridad te dicen que veas. Importa la mala educación. Defendía Agustín García Calvo que todas las educaciones son malas, haciendo hincapié en la educación sometida al modo de vida del capitalismo, a la adaptación cultural y a la domesticación que muchas veces (esto no lo dijo García Calvo, lo digo yo) cercena lo que de bueno hay en el ser humano.

Sorprende cómo una niña con tan poca vida asocia automáticamente la pobreza con la fealdad. ¿Quién o qué tendió este puente? ¿Quién le enseñó a ver en la falta de recursos un defecto, una deformidad, un peligro, en lugar de provocarle una gran tristeza? Aporofobia, lo llaman. Ese rechazo instintivo hacia el pobre, el miedo disfrazado de desprecio. La niña no tiene el vocabulario para articularlo mejor, así que lo reduce a una palabra simple: “feo”. En su universo infantil, lo feo es siempre lo malo. Como en los cuentos de hadas donde el villano es siempre deforme, grotesco, una amenaza.

¿Piensa la madre que está enseñando a su hija a adaptarse a este mundo? ¿A sufrir menos? ¿O está lapidando en la niña cualquier oportunidad de empatía?

Conviene preguntarse qué monstruos estamos amamantando y, sobre todo, no sorprendernos luego si un día esa misma criatura decide mirar para otro lado o cruzarse de acera al toparse en su camino con enfermos, marginados sociales, pobres, locos, prostitutas, gordos, gordas, viejos y viejas o con el lumpen proletario, esos seres morados que afean el mundo. Porque todos ellos son feos

A pesar de que llego tarde a la presentación del libro Se enciende y se apaga una luz de Ángel Vázquez y recién recuperado por la editorial El Paseo, me quedo clavada en el asfalto. Percibo un primer llanto impúdico bajo los adoquines. Un segundo llanto al doblar la esquina. Es como si la calle gimiera, así que pego mi oído. 

La madre continúa:

–Feo de verdad es el que está siempre un poco más adelante, en el Pumarejo. Ese sí que es feo. Pero feo, feo.

La abuela ríe la gracieta. La niña diluye el miedo en las lágrimas, las lágrimas en el dorso de la mano, el dorso de la mano en el vestido.

No sé qué le estamos enseñando a nuestros hijos. Ahí estarán esos padres y esas madres, preocupados por las emociones de su prole, acompañándolos a ver Del revés, con esas criaturas fantásticas llamadas Alegría, Tristeza, Ira, Asco y Miedo en la niñez, con esas criaturas fantásticas llamadas Ansiedad, Vergüenza, Envidia y Ennui en la adolescencia. Conviene salir a pasear más y escuchar las calles, los parlamentos de adoquines y esquinas que sirven de lecho a muchos de nuestros congéneres. Cabría preguntarse por qué. Por qué una persona que sufre, sucia –sí–, desesperada –sí–, hambrienta, descalza, provoca miedo y terror en una niña de cuatro años, en lugar de despertar una profunda tristeza y empatía. No cabe hablar de tristeza si el cuerpo no entristece. Conviene preguntarse qué monstruos estamos amamantando y, sobre todo, no sorprendernos luego si un día esa misma criatura decide mirar para otro lado o cruzarse de acera al toparse en su camino con enfermos, marginados sociales, pobres, locos, prostitutas, gordos, gordas, viejos y viejas o con el lumpen proletario, esos seres morados que afean el mundo. Porque todos ellos son feos.

Tengo ganas de acercarme y decirle que habrá momentos en la vida en los que no podrá encontrar consuelo en la vacuidad de mirar para otro lado. Que será necesario abrir bien los ojos para desgranar atributos tan manipuladores como la belleza porque tanto la fealdad como su cruz, al fin y al cabo, son conceptos relacionados con la historia y la cultura. Tengo ganas de decirle a ella, o más bien a la joven que algún día será, que lea la Historia de la fealdad de Umberto Eco: “A menudo la atribución de belleza o de fealdad se ha hecho atendiendo no a criterios estéticos, sino a criterios políticos y sociales”. Claro que quizás ella me respondería que el dinero todo lo compra y en ese todo, todo se incluye.

Lo sé porque estoy rodeada de criaturas de lazos de color pastel anudados a la cintura y a los ojos, criaturas que crecieron y se convirtieron en arquitectos, médicos, maestros, doctorandos, periodistas, futbolistas, en padres y madres y tíos que se cruzan de acera.

Como su madre no tenía con quien dejar a su hijo mientras trabajaba en la sombrerería lo colgaba de una jaula de madera a la entrada del local y desde allí era desde donde veía y escuchaba el mundo

Allí van las tres de la mano, calle abajo. Sigo mi camino. La tarde es seca en la garganta. Cuando llego al Cicus escucho con atención la conversación entre Juan Bonilla y Rocío Rojas-Marcos sobre la obra –y la infancia– de Ángel Vázquez, un escritor maldito que ganó el Premio Planeta en 1962 con su primera novela (pri-me-ra-no-ve-la) y al que yo ni conocía ni había leído.

Parece que su exquisito oído para captar los entresijos de las conversaciones femeninas, y que tan bien plasmó en sus novelas, se lo adeudaba en parte a un episodio espantoso de su niñez: como su madre no tenía con quien dejar a su hijo mientras trabajaba en la sombrerería lo colgaba de una jaula de madera a la entrada del local y desde allí era desde donde veía y escuchaba el mundo. Ángel Vázquez no cerró los ojos –no podía– y pasó su niñez con su madre y su abuela metido en una jaula, sobrevolando la sombrerería donde trabajaban. Me pregunto qué niño puede sobreponerse a eso.

Ya de retirada, pasando por la misma calle San Luis y con un par de libros meciéndose en el bolso, me pregunto si Ángel no escucharía durante toda su vida un ejército de niñas de cuatro años con lacitos ocre atándole una soga al cuello. Me abrigué a conciencia con el fresco de la noche mientras pensaba una y otra vez en aquella jaula de madera suspendida en el aire, recordando en palabras de Rocío Rojas-Marcos la capacidad extraordinaria para componer personajes femeninos de una profundidad y delicadeza realmente sorprendentes. Una a veces se alimenta de despertares luminosos y le da por pensar que casi todos los hallazgos tienen engarces misteriosos: No mirar, por un lado, estar encerrado en una jaula condenado a verlo y escucharlo todo, por otro.

Ángel Vázquez murió en una habitación. Solo. Alcoholizado. El día antes quemó dos novelas que había sido incapaz de terminar. Puede que decidiera un día mantener bien cerrados los ojos para no verse a sí mismo, siendo él como era su peor enemigo. También busqué con la mirada al pobre feo, pero no hubo suerte. El pobre feo ya no estaba.

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