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El rey arriostrado
No era un discurso fácil, no quisiera haberme visto en el trance; Winston Churchill me habría despedido pero, para mi consuelo, no creo que los encargados de Casa Real hubieran merecido mejor suerte. Faltaba emoción y empatía, proximidad.
Apenas era el mediodía cuando los spin doctors de Casa Real hacían su trabajo con directores de medios y personas de interés; la clave estaba en el párrafo 23: “unos principios −morales y éticos− que nos obligan a todos sin excepciones ... por encima de ... consideraciones de la naturaleza que sea, incluso las personales o familiares”. Ahí quedaba eso, lo demás era relleno. Una clave que se consideró suficiente (para los menos un trágala) como para que el establishment se lanzara en sinfonía en apoyo editorial de la brillantez y compromiso del discurso. De esa manera, se arriostraba al monarca.
Para el consumo popular estaban los otros discursos del rey, los de los medios, ya mascados, que nos iluminan aspectos inescrutables del discurso y del decorado que los ciudadanos de a pie no encontramos en el texto ni alcanzamos a discernir.
El Rey había ido más lejos que su antecesor en aquella disculpa pasillera de hospital que también mereció el elogio de los mismos que hoy se apresuran a desmarcarse y buscar refugio en otro rey. Incluso se llega a comparar en esa noche palaciega virtual el discurso de hogaño con la afirmación de antaño de “todos somos iguales ante la ley”, en otro discurso de Navidad considerado el mejor de la historia entre los críticos de este género. Pero, esa también era otra clave, los discursos del Rey están desprestigiados, no son exigibles, han perdido reputación; decir, dijo aquello que dijo, sí. Que fuera verdad y lo cumpliera, no. ¿Entonces?
No se debe pedir a un monarca nada más. Es inútil. Ni siquiera una disculpa pasillera que hubiera sido dada por buena y agotado el asunto como ya experimentamos en su momento
No me esperaba nada y, al mismo tiempo, esperaba lo peor. El Rey tiene las competencias tasadas constitucionalmente y de ellas no debe salirse; están en la Constitución. Por eso, no alcanzo a comprender las exigencias de algunos dichos republicanos que más parecen de cultura monárquica. Discrepo de ellos, me sitúo en la zona del discreto encanto de las minorías. No se debe pedir a un monarca nada más. Es inútil. Ni siquiera una disculpa pasillera que hubiera sido dada por buena y agotado el asunto como ya experimentamos en su momento.
No creo en la culpa hereditaria y sí en la presunción de inocencia, dos valores democráticos y republicanos. Y ello a pesar de que la monarquía sea una institución de fundamento hereditario seminal. Felipe es hijo de Juan Carlos, sí. Se le puede exigir que hubiera sido más explícito y contundente pero no más. Tampoco es que se trate, como ha dejado ver Felipe, de un asunto puramente de familia que, con toda su celebrada obviedad, esté por encima o debajo de la ley. Felipe no puede dejar de ser hijo de Juan Carlos. Puede repudiar simbólicamente a su padre −no sería ajeno a los Borbones− una vez cumplida su función biológicamente constitucional, pero nada más.
No, no es una cuestión familiar; es una cuestión de Familia Real, que es otra cosa, por mucho que en su discurso Felipe la haya jibarizado quedándose sin madre ni padre. Otra cosa es su familia extensa. Vaya familia, y en la línea de sucesión. Una hermana, desposeída del ducado de Palma −sin estar condenada−, que fuera concedido vitaliciamente por su padre. Otra hermana que ya se sabe. Un cuñado en la cárcel, un ex que también ya se sabe y algunos sobrinos que andan mostrencos por sus anchas sin profesión ni ocupación conocidas pendientes de la Visaabuelo y del papel couché.
El Estado no puede esconderse detrás del discurso del Rey. Vivimos en un Estado de derecho, una monarquía constitucional. Corresponde a los tres poderes dar respuesta a las conductas de Juan Carlos y prever otras semejantes
El Gobierno, el Estado, no se puede poner, esconderse, detrás del discurso del Rey. Vivimos en un Estado de derecho, una monarquía constitucional. Corresponde a los tres poderes −legislativo, ejecutivo y judicial− y solo a ellos dar respuesta a las conductas de Juan Carlos y prever otras semejantes. No le corresponde al Rey y menos en un discurso de Navidad.
El Estado necesita que actúe la justicia, la española, la Fiscalía. El legislativo, si es que no es tarde ya para una Ley de la Corona, que acote la inviolabilidad y las conductas y actividades posibles para un rey y la Familia Real, incluidas sus incompatibilidades. También para superar la inviolabilidad y ser capaz, como sede de la soberanía, de participar activamente en la fiscalización de la Corona, regulando mejor las comisiones de investigación cuando fueren necesarias. El ejecutivo, para que actúe la Agencia Tributaria, la Marca España, y se modifique, si se cree necesario, el real decreto de títulos, tratamientos y honores. Aquí es donde podría actuar solo el monarca, en aplicación de este real decreto, como hizo con su hermana.
No saben aún desde los cenáculos cortesanos si celebrar que casi once millones de ciudadanos estuvieran delante de la tele durante el discurso, de seis en seis, según competencias, o hasta considerarlo un referéndum. Mejor que hubiera escrito el discurso Winston Churchill pero no, y lo han visto muchos millones de personas.
N.B. El Rey, a salvo de mejor conducto, debería responder por carta abierta a la carta de los militares retirados. Sería educado. El discurso de Navidad no era el lugar pero es bueno que los ciudadanos sepan que el jefe de Estado, capitán general, está por una milicia democrática y constitucional del siglo XXI y en contra de las históricas asonadas del Ejército.
No era un discurso fácil, no quisiera haberme visto en el trance; Winston Churchill me habría despedido pero, para mi consuelo, no creo que los encargados de Casa Real hubieran merecido mejor suerte. Faltaba emoción y empatía, proximidad.
Apenas era el mediodía cuando los spin doctors de Casa Real hacían su trabajo con directores de medios y personas de interés; la clave estaba en el párrafo 23: “unos principios −morales y éticos− que nos obligan a todos sin excepciones ... por encima de ... consideraciones de la naturaleza que sea, incluso las personales o familiares”. Ahí quedaba eso, lo demás era relleno. Una clave que se consideró suficiente (para los menos un trágala) como para que el establishment se lanzara en sinfonía en apoyo editorial de la brillantez y compromiso del discurso. De esa manera, se arriostraba al monarca.