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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Transparencia simulada

En Ámsterdam las ventanas no tienen cortinas. Al parecer, forma parte de la tradición calvinista: exponer el interior de tu casa a la vista de todos demuestra que no tienes ningún pecado que ocultar. Como todo, también puede leerse al revés. En la genial comedia británica 'In the loop', el personaje del Secretario de Estado norteamericano se queja del despacho-pecera que le han asignado. “Las oficinas de cristal son para pervertidos”, gruñe a su asistente.

La transparencia está de moda. Tanto que a veces se llega al manoseo indecente de la palabra, como dijo uno de los expertos presentes en las jornadas que se celebraron la semana pasada en Sevilla. La política se ha agarrado a ella como a un clavo ardiendo. Quema, pero quizá sea el último recurso para evitar su descrédito total ante los ciudadanos. Tal vez son calvinistas intachables que quieren demostrar que la casa está impoluta. O quizá la transparencia sea el último cortafuegos frente a la inevitable perversión de la corrupción, como el ludópata que pide en el bingo que no le dejen entrar: ¡Ponedme paredes de cristal, o no respondo! O acaso estemos ante una simulación de transparencia, utilizando la impagable expresión de Cospedal.

De lo último, hay bastante. A menudo al poder le basta con que la mujer del César parezca pura. Muchos buscan la fórmula que les presente como transparentes y a la vez les permita seguir controlando la información como hasta ahora. La tentadora -y peligrosa- solución que apuntan bajo cuerda es poner a disposición del público una avalancha de datos inconexos, con la que hasta el ordenador más potente se atragante. ¿Quieres transparencia? Pues toma dos tazas. Porque, como se afirma en este interesante artículo, a veces mostrar es también ocultar: “No es verdad que opacidad y transparencia sean antagónicas, sino que se impregnan mutuamente”, dicen sus autores. “La apertura de un archivo distrae de los que siguen bajo siete candados”.

El Gobierno ha anunciado a bombo y platillo una Ley de Transparencia, pero ni el PP ni antes el PSOE han accedido hasta ahora a algo tan simple como entregar los Presupuestos del Estado en formato de hoja de cálculo, como ha pedido IU. En su lugar, distribuye un farragoso PDF. Los datos, o al menos parte de ellos, están ahí, pero diputados y periodistas tienen muchas dificultades para desentrañarlos. Y de eso se trata precisamente.

Y no nos fijemos sólo en la política. Las grandes empresas, a las que engordamos mansamente con nuestro dinero y que en muchos casos disfrutan de millonarias ayudas públicas, comparten apenas migajas de su información. Igual que la Iglesia Católica, que se sostiene con los impuestos de todos. Ni siquiera el paladín de la transparencia, la famosa Wikileaks, se aplica el cuento: de puertas para adentro actúa como una secta impenetrable de la que no sabemos nada, y tampoco está bien visto preguntar. Motivos de seguridad, aduce su fundador (¿acaso no es lo que dicen todos?). Julian Assange ha comprendido quizá mejor que nadie que la información es poder. Y que en transparencia todo depende del cristal con que se mira.

En Ámsterdam las ventanas no tienen cortinas. Al parecer, forma parte de la tradición calvinista: exponer el interior de tu casa a la vista de todos demuestra que no tienes ningún pecado que ocultar. Como todo, también puede leerse al revés. En la genial comedia británica 'In the loop', el personaje del Secretario de Estado norteamericano se queja del despacho-pecera que le han asignado. “Las oficinas de cristal son para pervertidos”, gruñe a su asistente.

La transparencia está de moda. Tanto que a veces se llega al manoseo indecente de la palabra, como dijo uno de los expertos presentes en las jornadas que se celebraron la semana pasada en Sevilla. La política se ha agarrado a ella como a un clavo ardiendo. Quema, pero quizá sea el último recurso para evitar su descrédito total ante los ciudadanos. Tal vez son calvinistas intachables que quieren demostrar que la casa está impoluta. O quizá la transparencia sea el último cortafuegos frente a la inevitable perversión de la corrupción, como el ludópata que pide en el bingo que no le dejen entrar: ¡Ponedme paredes de cristal, o no respondo! O acaso estemos ante una simulación de transparencia, utilizando la impagable expresión de Cospedal.