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El acuerdo PP-Vox en Andalucía: del centro de salud al CIE

Ana Rosado y Talía Ardana

La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce, fuera de cualquier condición subalterna -origen, etnia, género, etc.- una serie de derechos en base a la propia esencia humana. Son los Estados los que, a través de políticas y prácticas concretas, se otorgan el privilegio de decidir qué derechos se reconocen bajo la categoría de “ciudadanía”, por tanto, qué personas son susceptibles de ser amparadas por ese reconocimiento.

Las políticas migratorias determinan qué personas migrantes son o no sujetos de derechos en función al cumplimiento de un conjunto de exigencias que condicionan la adquisición de un permiso de residencia y que regularán su situación administrativa, no a la persona. Las personas cometen actos contrarios a la ley y no por ello se las etiqueta de ilegales, excepto tal y como es habitual en las personas migrantes.

Es, a base de repetir malintencionados y falsos discursos pivotando siempre sobre la idea de que las personas migrantes sin permiso de residencia son ilegales, como se ha fomentado la criminalización de este colectivo y la tolerancia ante la vulneración de sus derechos fundamentales.

Esta es la estrategia que continúa manteniendo el actual Gobierno de la Junta de Andalucía, ahora sin cortapisas, con la medida recogida en el artículo 28 -entre otras- del acuerdo entre PP y Vox en el que se establece que se apoyará material, humana y documentalmente a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que tienen encomendada la protección de las fronteras. Para ese apoyo documental se ha propuesto la cesión de datos sanitarios y sociales de la administración andaluza al Ministerio de Interior con el fin de identificar, detener y expulsar a las personas en situación administrativa irregular.

El apoyo documental tendría varios aspectos que inciden en esa estrategia de criminalización: por un lado, la instrumentalización de un derecho universal como es el acceso a la sanidad pública para materializar la expulsión. Por otro, el efecto que tiene en el imaginario social la ampliación de esa protección ante la amenaza de las personas migrantes, que abarca más allá de la frontera, de manera que se extiende a todo el territorio. Se desvía así, intencionadamente, el debate social hacia la cuestión del reconocimiento de los derechos fundamentales de determinados colectivos y se legaliza toda forma de violencia institucional.

Sin permiso de residencia

¿Qué podría significar esta serie de medidas en la vida cotidiana de las personas migrantes? Esta cesión de datos no sólo atentaría y vulneraría el derecho de toda persona a su intimidad sino que generaría una barrera infranqueable del derecho a la protección y defensa de las personas migrantes en situaciones de mayor riesgo; la detección y activación de protocolos en los casos de delitos como la violencia de género o la trata de seres humanos, que tienen en los profesionales de la salud un eslabón fundamental.

Las entidades que, como APDHA, trabajamos y acompañamos al colectivo para el efectivo acceso a derechos fundamentales como el sanitario, somos testigos a diario de cómo, aun no habiéndose implementado esta medida, las personas migrantes ya viven bajo un entorno hostil que supone la amenaza de la expulsión.

Daniela contacta para solicitar ayuda para una compañera, llamémosla Ana. En una conversación previa nos informa de que Ana, a pesar de llevar residiendo quince años en España sin permiso de residencia, no poseía la tarjeta sanitaria y que, además no salía de la vivienda donde también trabaja.

Este miedo a salir procede de algunas prácticas de la ley de extranjería: tras dos redadas consecutivas en el club donde trabajaba ejerciendo la prostitución, le llegó una orden de expulsión. La deportación pondría fin al único medio con el que sostiene la vida de su hijo, la de su madre y la suya propia. La desconfianza a todo lo ajeno y a los servicios de cualquier administración se basa en haber experimentado una de las formas en que se ejerce la violencia institucional que, lejos de supuestamente proteger a una persona contra un delito, se traduce en un control migratorio.

Tras un trabajo largo, muy largo, de establecimiento de confianza, conocemos que tiene una úlcera en la pierna que no está tratando desde hace mucho tiempo, debido al pavor que le produce la posibilidad de contemplar el acercarse a alguna institución pública, en este caso el centro de salud.

La labor de mediación que realizamos le permite obtener la tarjeta sanitaria y la acompañamos a la consulta médica. La comprobación de que no había ningún policía esperándola fuera de la consulta, junto a la profesionalidad intachable de la médica, hacen posible que inicie un proceso de recuperación de la autonomía.

En el compromiso por la defensa de los derechos humanos creamos conjuntamente pautas para la resiliencia, al establecer un entorno donde analizar su miedo y modularlo, incluso desde la risa, aunque la angustia y la amenaza de expulsión condicionen su vida. Al menos, de momento, esa expulsión no está esperándola en las puertas de un centro de salud.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce, fuera de cualquier condición subalterna -origen, etnia, género, etc.- una serie de derechos en base a la propia esencia humana. Son los Estados los que, a través de políticas y prácticas concretas, se otorgan el privilegio de decidir qué derechos se reconocen bajo la categoría de “ciudadanía”, por tanto, qué personas son susceptibles de ser amparadas por ese reconocimiento.

Las políticas migratorias determinan qué personas migrantes son o no sujetos de derechos en función al cumplimiento de un conjunto de exigencias que condicionan la adquisición de un permiso de residencia y que regularán su situación administrativa, no a la persona. Las personas cometen actos contrarios a la ley y no por ello se las etiqueta de ilegales, excepto tal y como es habitual en las personas migrantes.