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El auténtico fraude de los ERE

Fachada del Palacio de Justicia de Sevilla, que alberga la Audiencia Provincial y la sede de la Fiscalía

Manuel Gracia Navarro

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En marzo de 2014, como presidente del Parlamento de Andalucía, elevé escritos de queja formal al Consejo General del Poder Judicial y al fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, en relación con las actuaciones de la jueza instructora en el caso de los ERE, por entender que “el Juzgado de Instrucción nº 6 de Sevilla carece de propia jurisdicción para ordenar una investigación de naturaleza jurídico penal” sobre la actividad parlamentaria porque “el debate en el Parlamento queda al margen de la jurisdicción de los jueces y tribunales”.

La mención a aquellos hechos me parece muy oportuna, por cuanto que la reciente sentencia del Tribunal Constitucional en respuesta al recurso de amparo de Magdalena Álvarez deja sentado de forma categórica que tanto la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla como la del Tribunal Supremo supusieron el ejercicio de “una función que en modo alguno le corresponde atribuyéndose unas prerrogativas que la Constitución no le otorga”. Todo ello, “supone una aplicación imprevisible e insostenible del tipo penal del delito de prevaricación contraria al derecho a la legalidad penal (art.25.1 CE)”. Legislar no puede ser nunca un delito. Dicho en plata, que una y otros carecían de jurisdicción para dictar la sentencia que dictaron, es decir, que dictaron unas sentencias que no debían ni podían dictar. No estamos ante un error: es mucho más grave.

Resulta evidente que no tenían jurisdicción ni una ni otro para apreciar la comisión de delito alguno, por lo que dichas sentencias deberán ser declaradas nulas por violación de un derecho fundamental

A raíz de esta sentencia del Constitucional, la derecha y sus apoyos mediáticos han desatado una ofensiva que intenta deslegitimar al propio Tribunal, bien sea subrayando que “la mayoría progresista” impone sus tesis, bien sea acusando al supremo intérprete de la Constitución de suplantar al propio Tribunal Supremo invadiendo sus competencias. Muy al contrario, lo que hace la sentencia es entrar a considerar si la persona recurrente merece el amparo del TC porque se haya atentado contra alguno de sus derechos fundamentales, entre los cuales – conviene no olvidarlo – están tanto el derecho a la presunción de inocencia (art. 24, 1) como el derecho a no “ser condenado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito” (art, 25, 1). Dado que el Constitucional estima que tanto la Audiencia de Sevilla como el Supremo en sus sentencias llevaron a cabo “una función que en modo alguno le corresponde atribuyéndose unas prerrogativas que la Constitución no le otorga”, resulta evidente que no tenían jurisdicción ni una ni otro para apreciar la comisión de delito alguno, por lo que dichas sentencias deberán ser declaradas nulas por violación de un derecho fundamental.

Lo que sugiere la sentencia del Tribunal Constitucional es que estamos ante unas actuaciones judiciales – la de la Audiencia y la del Supremo – que, al ignorar la separación de poderes, deberían estar privadas de toda eficacia jurídica y, por tanto, penal. Cabe entonces preguntarse por qué a pesar de todas las advertencias – ya desde la fase de instrucción – sobre la ausencia total de jurisdicción se siguió adelante con un proceso imposible. ¿Por qué se cambió de la UDEF (Policía Nacional) a la UCO (Guardia Civil) sin ninguna explicación en la instrucción? ¿Por qué fueron sustituidos los fiscales Anticorrupción de Sevilla por otros sin ninguna explicación? ¿Por qué se decidió unir en un solo procedimiento – la denominada pieza específica o política – todo lo relativo a los altos cargos de la Junta de Andalucía, en lugar de ir a piezas separadas, caso por caso, responsabilidad a responsabilidad? ¿Por qué se designa como peritos desde la fase de instrucción a la Intervención General del Estado, órgano dependiente del Ministro de Hacienda, militante del partido que actuaba como acusación particular?

Ese montaje es el que ha permitido que una parte notable de la sociedad andaluza haya creído que habían sido defraudados – se ha llegado a decir que robados – 680 millones de euros, cuando la verdad es que la inmensa mayor parte de esos fondos han sido abonados a sus destinatarios

Seguramente alguien podría pensar, utilizando la misma expresión que el Supremo para sentenciar a los altos cargos, que “desde criterios de racionalidad y sentido común” estamos ante un gran montaje destinado, caiga quien caiga y a pesar de todo, a sentar en el banquillo y condenar a gran parte de la cúpula de sucesivos gobiernos de la Junta de Andalucía del PSOE. En gran medida ese montaje es el que ha permitido que una parte notable de la sociedad andaluza haya creído que habían sido defraudados – se ha llegado a decir que robados – 680 millones de euros, cuando la verdad es que la inmensa mayor parte de esos fondos han sido abonados a sus destinatarios, – más de 6000 - los trabajadores de las empresas en crisis que presentaron ERE; fondos, por otra parte, que la propia Junta de Andalucía gobernada por el PP ha pagado y sigue pagando a día de hoy, prueba palpable de su legalidad. En cualquier caso, no podía haber fraude con esas magnitudes porque, como sabemos ahora, no pudo haber delito donde no había jurisdicción para apreciarlo.

Todo falso, una gran mentira repetida a la sociedad andaluza una y mil veces, y aún ahora, por el Partido Popular,  que para mantener su relato tramposo y no reconocer su responsabilidad en tanta falsedad no duda en atacar y desprestigiar la sentencia – y las que están por venir – y al propio Tribunal Constitucional. Pero llegará el tiempo en que esa responsabilidad, y las de quienes han ideado, favorecido y protagonizado este enorme fraude a la sociedad andaluza, deberán de ser asumidas con todas las consecuencias.

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