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La ley del embudo

La fachada del Tribunal Supremo.

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He sido miembro del poder legislativo más de 35 años, y en todas las ocasiones en las que he intervenido en el debate y aprobación de leyes de naturaleza muy diversa he procurado respetar el principio de igualdad ante la ley, al que da forma el artículo 14 de nuestra Constitución. El diccionario del español jurídico de la Real Academia afirma que “A supuestos de hecho iguales han de serles aplicadas unas consecuencias iguales también”. A mi juicio, este principio es fundamento básico en la legitimación de ejercicio del estado de derecho, dado que su constatación a diario por la ciudadanía es innegablemente fuente de esa conciencia de vida en común que resulta imprescindible para el imperio de la ley; dicho de otra forma, el principio de legalidad que sirve de sustento al estado de derecho podría ser cuestionado si la igualdad ante la ley quebrara a los ojos de la sociedad sobre la que se extiende.

Todas estas consideraciones vienen a cuento de la observación de algunos hechos relevantes de la vida pública en la España de hoy. Recientemente, el Tribunal Supremo ha cambiado de criterio sobre la admisión de los recursos presentados por las tres derechas – PP, Ciudadanos y Vox – merced a un cambio en la composición de la Sala, de la que forma parte un magistrado que fue Secretario de Justicia con el PP, uno de los partidos recurrentes. Por el contrario, en el juicio de la denominada pieza política de los ERE, fue recusado el ponente designado por sorteo porque había sido Secretario de Justicia con el PSOE. Supuestos de hecho iguales que no producen iguales consecuencias, más bien al contrario. La fiscalía en el primer caso no objetó la inclusión del ex alto cargo del PP, en el segundo sí lo hizo con el ex alto cargo del PSOE.

Nunca entendí y sigo sin entender cómo se puede condenar a alguien por el argumento de que "no es posible que no supiera nada" sobre el asunto en cuestión; a falta de auténticas y contundentes pruebas documentales, testificales o periciales

En el caso de la sentencia sobre los ERE encuentro otro ejemplo de esta incoherente forma de aplicar el principio de igualdad ante la ley. Nunca entendí y sigo sin entender cómo se puede condenar a alguien por el argumento de que “no es posible que no supiera nada” sobre el asunto en cuestión; a falta de auténticas y contundentes pruebas documentales, testificales o periciales, el tribunal, a pesar de que no se ha podido probar la participación de un acusado en los hechos supuestamente delictivos, recurre a expresiones de tan escasa solidez como “resulta inimaginable…”, “era plenamente consciente de la palmaria y patente ilegalidad de los actos…”, que pertenecen más al ámbito del lenguaje psicoanalítico que al jurídico, sin duda.

¿Esa misma vara de medir se ha aplicado en los casos de corrupción que afectan al PP? ¿Consideran los jueces de la Gürtel que “no es posible que Aznar no supiera nada”? ¿Piensan los magistrados que “resulta inimaginable” que Mariano Rajoy - ¿será éste el mismo M. Rajoy de los papeles de Bárcenas? - no supiera nada de la caja B del PP? ¿Por qué el Supremo entiende que la exalcaldesa de Jerez del PP “no tenía que saber y ser responsable” de todo lo que sucedía bajo su mandato, y Chaves y Griñan, por el contrario, sí?

En el fondo de estas cuestiones hay una realidad que es pura y simple constatación histórica, y que es la madre de todas las leyes del embudo: cuando el gobierno lo ha ostentado el PSOE, ha sido imposible alcanzar grandes acuerdos en asuntos de trascendencia política e institucional con el PP. A Felipe González le fue imposible acordar materias de tanta trascendencia como la política antiterrorista contra ETA con un PP que una y otra vez le echaba en cara las víctimas de la violencia etarra y le reprochaba cualquier intento de diálogo con el mundo abertzale; sí, el mismo PP que luego hablaba del movimiento nacional de liberación vasca.

José Luis Rodríguez Zapatero tuvo que soportar de forma similar la crítica despiadada a Rubalcaba y a él mismo para ensombrecer el éxito democrático que supuso el abandono definitivo de las armas por ETA, amén de ver deslegitimada desde el primer día su victoria en las elecciones que el PP perdió por sus mentiras sobre la autoría de los atentados terroristas de Atocha.

La derecha nunca acuerda con el PSOE para mantener una correlación de representación que falsea los resultados de las elecciones y aplicar de forma sistemática y más bien indigna la ley del embudo en el ámbito de la política y la justicia

Pedro Sánchez cometió el pecado original de obtener la Presidencia del Gobierno por medio de una moción de censura contra Mariano Rajoy - puede que sea el mismo M. Rajoy de los papeles de Bárcenas - y reincidió en su pecado al alcanzar luego la Presidencia gracias a los votos de Podemos y varios partidos nacionalistas: nunca se ha escuchado tantas veces en nuestro sistema democrático descalificar y deslegitimar al Presidente del Gobierno como ahora. Y nunca, ni con Zapatero ni con Pedro Sánchez, ha querido la derecha cerrar un acuerdo sobre la renovación de los órganos constitucionales, especialmente el Consejo del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, violentando el mandato constitucional y manteniendo una representación más que ilegítima de la soberanía popular libremente expresada en las urnas.

Muy al contrario, cuando ha gobernado el PP, con Aznar o con Rajoy, en cada ocasión que ha sido preciso, el PSOE ha estado siempre dispuesto a cerrar acuerdos, bien sea en la lucha antiterrorista, bien sea en el Pacto de Toledo, bien en la renovación de los órganos constitucionales. Iguales supuestos, conductas muy distintas. En conclusión, ésta es la razón última por la que la derecha nunca acuerda con el PSOE: mantener una correlación de representación que falsea los resultados de las elecciones es la condición necesaria para poder aplicar de forma sistemática y más bien indigna la ley del embudo en el ámbito de la política y también - lo que es mucho más grave aún - en el de la justicia, que se está convirtiendo a pasos agigantados en el único poder del estado que escapa a la soberanía popular y no responde ante ella.

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