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Del uso (y abuso) del veto gubernamental

Rajoy avanza el inmediato inicio de las negociaciones para los presupuestos de 2018

Esperanza Gómez

Sólo en lo que llevamos de legislatura, el Gobierno de Mariano Rajoy se ha opuesto a la tramitación de más de 40 proposiciones de ley procedentes de la oposición y de parlamentos autonómicos, utilizando una prerrogativa prevista en el artículo 134.6 de la Constitución y que permite vetar aquellas iniciativas legislativas que entrañen aumento de gasto o disminución de ingresos. Con ello, el constituyente quería evitar que se descuadraran las cuentas que habían sido aprobadas por el mismo Parlamento y que tienen su reflejo en los Presupuestos Generales del Estado.

El uso del veto por parte del Gobierno no está sometido a condicionante alguno si se dan dos elementos: que la iniciativa legislativa entrañe un aumento de créditos o una disminución de los ingresos previstos y que esa repercusión financiera se produzca en el presupuesto en vigor. El Gobierno, durante meses, ha venido aferrándose al primer elemento para oponer su veto a cuantas iniciativas se planteaban, ante la duda de si podría tumbarla  en el Congreso en el trámite de toma en consideración. De esta manera, se ha argumentado que la norma entrañaba o más gasto o menos ingreso y el asunto no ha pasado de ahí, salvo en dos ocasiones en los que la Mesa del Congreso ha discrepado de la apreciación del Gobierno y ha incluido la norma en el orden del día, obviando el veto gubernamental. El Gobierno, lejos de amilanarse, ha planteado sendos conflictos entre órganos constitucionales que tendrá que resolver el Tribunal Constitucional. Veremos qué pasa.

No es novedad que los gobiernos utilicen el argumento de la repercusión presupuestaria de una iniciativa legislativa para vetarla. El Gobierno Zapatero lo utilizó con mucha frecuencia. Pero el ejecutivo de Mariano Rajoy ha ido mucho más lejos, vetando iniciativas legislativas que tenían prevista su entrada en vigor en un ejercicio presupuestario futuro, quedando por tanto al margen del ámbito de aplicación del artículo 134.6 de la Constitución. Si no afectan al presupuesto aprobado y en vigor, nada tiene que decir el Gobierno ante el ejercicio de la legítima potestad legislativa del parlamento elegido por la ciudadanía.

Este modo de proceder atenta contra la Constitución, alterando además el equilibrio entre poderes propio del sistema parlamentario de gobierno, en el que el Parlamento tiene un lugar central como órgano donde está representada la ciudadanía y al que compete la elaboración de las leyes,  la aprobación del presupuesto y el control del Gobierno. El argumento esgrimido para ello es la  sacrosanta estabilidad presupuestaria, que se utiliza esta vez para impedir que los diputados ejerzan una de las funciones para las que se les eligió. De esta manera, el Gobierno, que ahora cuenta con un Informe de la Oficina Presupuestaria del propio Congreso de los Diputados que lo avala, considera que puede impedir la tramitación de leyes que tengan prevista su entrada en vigor en un periodo de hasta tres años. Es decir, casi una legislatura o al menos, más de lo que parece que va a durar la actual. El ejecutivo está así impidiendo que el Parlamento ejerza la iniciativa legislativa cuando el contenido de la misma no le gusta.

El Gobierno de Mariano Rajoy hace así trampa, saltándose la Constitución, para controlar una Cámara, el Congreso de los Diputados que no domina por la fuerza de los votos. Lo preocupante es como se está usurpando a las Cortes Generales, la Cámara que representa a la ciudadanía, la posibilidad de actualizar la voluntad constituyente, de crear derecho, de elaborar normas que marcarán el destino de todos y todas. Y ello se hace recurriendo a la estabilidad presupuestaria como elemento que vendría a reconfigurar la posición de nuestro Parlamento, limitando las funciones de aquellos que elegimos en las últimas elecciones generales.

El hecho es de una gravedad sin precedentes y, mucho me temo, que si el Tribunal Constitucional no lo remedia pronto, estaremos asistiendo a uno de los mayores ataques a la democracia de nuestra reciente historia constitucional. Y corremos el riesgo de acostumbrarnos a estas prácticas protagonizadas por aquellos que dicen defender el orden constitucional a la vez que pertenecen al primer partido imputado de la democracia, que han acabado con el pluralismo en la Radio Televisión Española o que no creen, ni practican la separación de poderes. Resulta paradójico además que todo esto lo haga un partido que se aferra a la letra de la Constitución para impedir que debatamos sobre su necesaria reforma y que se hace llamar a sí mismo constitucionalista. Constitucionalista significa aceptar las reglas del juego incluso cuando te perjudican y, sobre todo, asumir el resultado salido de las urnas. Y el gobierno del Partido Popular no lo hace.

 

Esperanza Gómez es profesora titular de Derecho Constitucional y portavoz adjunta de Podemos en el Parlamento de Andalucía

 

               

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