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¿Dónde quedó la revolución verde en la Andalucía pos-COVID-19?

La producción en construcción cayó 14,1 % en eurozona y 12 % en UE en marzo

Luis Berrraquero

Delegado de Greenpeace Andalucía —

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Hace tan sólo tres meses que la Junta de Andalucía publicó un publirreportaje que abría manifestando: “La revolución verde ha comenzado y ya es imparable”. Con dichas palabras anunciaba una serie de medidas que, teóricamente, acercaban a Andalucía a la senda de la sostenibilidad, y que el Gobierno andaluz ya se afanó en presentar en la Cumbre del Clima celebrada el pasado diciembre en Madrid. Si ya eran poco ambiciosas y ambiguas entonces, hoy esos términos quedan lejos. Los hechos y las políticas implementadas muestran que este Gobierno tiene un proyecto social y económico que, además de no desarrollar políticas urgentes y valientes para hacer frente a la situación de emergencia climática que afrontamos, promueve su empeoramiento. Su enfoque para afrontar la salida de la crisis, además, incrementa esta tendencia. En las próximas líneas explico las razones.

El sociólogo Loïc Wacquant apuntó hace tiempo que el neoliberalismo es un proyecto político que presiona a las instituciones públicas para que adapten las normas e influyan a la ciudadanía de forma que trabajen al servicio de las lógicas del mercado. Ejemplos de esto pueden ser el Decreto Ley de Mejora y Simplificación de la Regulación para el Fomento de la Actividad Productiva en Andalucía, apodado popularmente como “decretazo” y que modifica 21 leyes y seis decretos, o el recién aprobado anteproyecto de Ley de Impulso para la Sostenibilidad del Territorio de Andalucía (LISTA). Esta última ley, que tramitará por el procedimiento de urgencia, viene a suplir la Ley de Ordenación Urbanística de Andalucía (LOUA), fusionando la del Suelo y la de Ordenación del Territorio y reduciendo un 30% el articulado de las normas urbanísticas. Ambas ocurrencias suponen un “adelgazamiento” o supresión normativa que, bajo la excusa de la agilización de trámites administrativos, privilegian intereses especulativos y favorecen una fórmula de desarrollo territorial con un demostrado currículum de degradación de ecosistemas. Todo ello, alentado por la crisis económica provocada por el coronavirus, la cual actúa como excusa. 

Uno de los sectores beneficiados de este adelgazamiento está siendo el ladrillo. Bien es cierto que ya asistíamos a un rebrote del picorcillo inmobiliario antes de la aprobación de esta reforma. Una serie de proyectos urbanísticos que, por su tamaño o su ubicación en enclaves de alto valor ambiental y paisajístico, son un peligro para la biodiversidad y los ecosistemas andaluces.

En la provincia de Cádiz, que ya tiene más del 15 % de su de costa degradada, encontramos el proyecto hotelero Malcucaña en el Palmar (1500 plazas turísticas), la macrourbanización en el Pinar de Barbate (2.488 viviendas) o los nuevos desarrollos urbanísticos en Valdevaqueros (1.700 plazas hoteleras y 300 apartamentos). En Málaga, con un 26,2% de su costa degradada, al proyecto de la ciudad deportiva del club deportivo malagueño en la playa de Arraijanal, se le suma el proyecto Larios. Este planea la construcción de un campo de golf de 18 hoyos y una serie de conjuntos hoteleros de gran lujo sobre una parcela de un millón de metros cuadrados que se ubicará en los acantilados de Maro, paraje natural protegido y una de las últimas zonas sin urbanizar del litoral malagueño. Cierra este desolador listado un proyecto situado en Almería, en la Cala de San Pedro. Se trata de un plan pequeño en tamaño, pero especialmente preocupante por ubicarse dentro del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar. 

Si estos proyectos ya iniciaron sus trámites con las limitaciones legislativas previas, reformas como las incluidas en el decretazo, el cual modifica la Ley de Gestión Integrada de la Calidad Ambiental (GICA), eliminando el proceso de evaluación técnica al que debían someterse proyectos y actuaciones urbanísticas e industriales y lo sustituye por un informe de calificación ambiental, con muchas menos exigencias, empeorarán presumiblemente la situación. A partir de ahora,  su evaluación deben realizarla los ayuntamientos, ya de por sí sobrecargados y, a menudo, con falta de personal cualificado para estas cuestiones. A esto se le suma la ampliación de las actuaciones urbanísticas que pueden ser declaradas de interés autonómico, la agilización de plazos en la tramitación de planes urbanísticos, la sustitución de la licencia de obras menores y de ocupación por una declaración responsable, o la modificación del reglamento de vertidos al dominio público hidráulico, para eliminar la obligación de dotar de red de alcantarillado y depuración conjunta de aguas residuales a las urbanizaciones ilegales que la Junta ya ha anunciado legalizar. 

Ladrillo y turismo han ido tradicionalmente de la mano y actúan como elementos que se retroalimentan. Por tanto, junto a las reformas normativas que benefician al sector inmobiliario, el turismo también ha “pillado cacho” en el Decretazo y previsiblemente en la Lista. Muy sonado fue el comentario sobre los proyectos de campos de golf que no han proliferado en los últimos 10 años en Andalucía y que el decreto ley vendría a solventar. Sin embargo, el llamado motor de crecimiento económico a la economía andaluza parece haberse gripado durante la crisis sanitaria y está lejos de atisbar una recuperación debido a las dificultades que emergen para la movilidad internacional tras esta pandemia. Además, este sector, al menos tal y como está planteado ahora, está muy lejos de ser ambientalmente sostenible, por lo que tampoco debería ser compatible con esa pretendida revolución verde andaluza.  

El 38 % de los más de 32,5 millones de turistas que visitaron Andalucía en 2019 eran extranjeros. Si ya en 2018 el transporte emitió un 27% del total de gases de efecto invernadero en el estado español, y en esta cuenta se excluyen las emisiones de los vuelos internacionales (no me pregunten por qué), que alcanzan el 60% del total, los costes ambientales del turismo empiezan a salir a deber. Todo ello sin mencionar los efectos que tiene en el consumo de agua y la gestión de residuos. Por otra parte, el turismo está tomando mucho impulso en las políticas de recuperación y reinversión económicas anunciadas para relanzar la economía andaluza tras la COVID-19, con más de 300 millones de euros de inversión previstos para relanzar la marca Andalucía. Con casi el 14% de peso en el PIB andaluz, la dependencia económica de un sector volátil ante esta crisis y otras, como la climática, no parece ser una adecuada apuesta de futuro. Más aún cuando el empleo que genera es estacional y precario en muchos de los eslabones de este sector. 

Además del ladrillo y el turismo, el decretazo incluye otras cuestiones que contradicen la aclamada revolución verde del Ejecutivo andaluz y que confirman la tendencia de sus políticas en materia de medioambiente. Quizá la que simboliza mejor las políticas contradictorias, bipolares diría yo, de la Junta, es la eliminación de la obligatoriedad del cálculo de la huella de carbono, basada en el inventario de emisiones de gases de efecto invernadero. Resulta complicado comprobar si hay avances en la disminución de emisiones de los sectores productivos andaluces, si no hay una herramienta pública y accesible que monitoree los impactos que éstos tienen sobre el cambio climático.

Las crisis deberían ser oportunidades para el cambio. Sin embargo, reformas como el decretazo o el anunciado anteproyecto de Ley presentado el pasado lunes, constatan que la Junta debe pasar del postureo ambiental de su llamada “revolución verde” a una transición ecológica y justa basada en hechos. Para ello, es fundamental que las inversiones públicas no financien actividades que contribuyan a incrementar o mantener las emisiones de gases de efecto invernadero y destruyan los recursos naturales. Eso implica transformar nuestro sistema económico y no reconstruirlo con viejas fórmulas cortoplacistas. Hace unos días, todas las fuerzas políticas con representación en el Parlamento de Andalucía anunciaron un Pacto por Andalucía para la salida de la crisis. Este pacto, tendría que garantizar que las medidas que se implementan para salir de esta situación no ahondan en la crisis climática y de pérdida de biodiversidad. Igualmente, deberían incorporar aprendizajes sobre lo vulnerables y resilientes que son determinados sectores económicos. Por ahora, y por desgracia, parece que no es así.

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