En el Ave Sevilla-Madrid de primera hora de ayer la conversación fue monotemática: “Al principio medio vagón se quejaba de su negro futuro. ¿Me despedirán, debo ir enviando curriculums? Después, según iban saliendo las noticias sobre la cotización y el preconcurso, era la otra mitad del vagón la que se preguntaba si conseguirían cobrarle sus facturas”, cuenta uno de los pasajeros al que Abengoa también le debe dinero por proveerle de servicios.
En general, todo el vagón buscaba explicaciones al porqué de la ruina de la que hasta ayer era el orgullo empresarial andaluz, no sólo su única multinacional, sino también su única empresa en el Ibex. Y la respuesta, por compleja, es a la vez sencilla: la gigantesca deuda adquirida por la compañía desde que los hijos del fundador se hicieran cargo de la gestión del negocio familiar.
En su web, la propia Abengoa define ese periodo como el de "El liderazgo internacional", en el que la compañía se lanzó a nuevos mercados y áreas de negocio. Dicho periodo arranca en 2003 y finaliza en 2009, para dar paso a la última etapa de su historia en la que la compañía, explica Abengoa, se dedica a “generar electricidad a partir de recursos renovables, transformando biomasa en biocombustibles y produciendo agua potable a partir del agua de mar”.
Abengoa no lo hizo poco a poco, creciendo estructuralmente via reinversión de beneficios, sino apalancándose. Así en apenas siete años quintuplicó su deuda con las entidades bancarias, pasando de 600 millones de euros en 2003 a más de 2.700 millones en 2009. El cenit de su deuda con los bancos llega un año después, con un total de créditos a largo y corto plazo de 3.266.508.000 euros (ver gráfico).
Es decir, Abengoa creció a costa de deuda, y eso se paga. Bien es cierto que en aquellos años todos los gurús financieros repetían el mismo mantra, que era aceptado como la Biblia: Para crecer, con un dinero barato y abundante, hay que apalancarse. Pero en esta historia hay algo más. Para unos mala suerte, para otros, mala visión.
La Abengoa fundada por Javier Benjumea tras la Guerra Civil era una empresa que se dedicaba a poner en marcha proyectos de instalaciones industriales e instalaciones eléctricas. Es decir montar fábricas, líneas de alta tensión, centrales, etcétera. Una empresa, por tanto, que cada año debía empezar de cero, ganando concursos a la competencia para realizar proyectos con los que generar nuevos ingresos. Una actividad que se financia con créditos para circulante. Una vez adjudicado el proyecto, el banco va prestando el dinero para ir haciendo frente a los gastos de materiales, persobal, etcétera. Se va cobrando por certificaciones, y mientras no se cobra una, no se empieza la siguiente, con lo que es siempre una deuda, y por tanto, un riesgo controlado.
Pero cuando su hijo Felipe tomó las riendas de la empresa al arrancar la década de los 90 y se planteó crecer, en plena época de auge económico de la última década de los noventa y primera década del siglo XXI, se encontró con que carecía de una base industrial instalada que le proporcionase la seguridad de unos ingresos a largo plazo (ingresos recurrentes) con los que financiar su crecimiento. Felipe Benjumea tomó la decisión de seguir el consejo que todos los expertos repetían entonces sin cesar: 'Lo sensato, lo obligado en realidad, es apalancarse, es decir endeudarse, para crear el valor que podrías crear si pidieras prestado'.
Plan estratégico fallido
Abengoa contrató los servicios de la consultora McKinsey, y entre ambos desarrollaron en torno al año 2005 un plan estratégico para transformar, vía apalancamiento (es decir deuda), una empresa de proyectos en otra propietaria de activos productivos. Plantas de producción que les garantizasen esos ingresos recurrentes con los que financiar su expansión. Y nada mejor, pensaron, que apostar por sectores con demanda cautiva (clientes): energía, agua y residuos.
En la génesis se ocultaba el problema, porque en gran parte se trataba de sectores altamente dependientes del regulador (sea este el Gobierno español o el europeo), o de factores externos como el precio del petróleo. Y en ambos casos la crisis vino a cambiar las reglas del juego.
Primero, su apuesta por la generación de biocombustibles. Abengoa se lanzó a construir plantas de biocombustibles porque la Comisión Europea afirmaba que para 2020 los países miembros de la Unión debían consumir un 7% biocombustibles. Con esos cálculos planificó y pidió dinero a los bancos para llevarlo a cabo.
Sin embargo, hace meses que Bruselas cambió de criterio y redujo la cifra a un 4%, dando al traste con todos los cálculos y proyecciones que hacían rentables sus inversiones en el sector. La consecuencia parece que no será otra que reducir su capacidad de producción para adecuarla a ese nuevo requisito del 4%. En otras palabras, cerrar plantas.
También la realidad ha hecho añicos las cuentas de su sueño más ambicioso, la generación de electricidad con plantas termosolares. Otro de los grandes gurús financieros internacionales, Goldman Sachs, pronosticaba allá por 2007 que el precio del barril de petróleo llegaría a los 200 dólares. A Abengoa no le faltaron socios financieros, bancos, dispuestos a prestarle las enormes cantidades de dinero que hacían falta para construir sus centrales solares con tecnología de torre.
Pero ahora el barril, a pesar de los augurios de los gurús internacionales, está en 40 dólares, y ni las petroleras ganan dinero. Todo aquel que, como Abengoa, tenga costes de producción más altos deja de ser rentable. No conseguirá por tanto los ingresos previstos con los que pagar a los bancos y generar dividendos.
También la crisis acabó con su tercera apuesta estratégica. Antes de la crisis de 2008 la escasa oferta de agua se había convertido en un drama que atenazaba al prospero levante español que vivía de dos sectores para los que una oferta de agua abundante era esencial, agricultura intensiva y turismo. Abengoa se lanzó a construir desaladoras cuyo coste de producción de agua iba a ser pagado por los consumidores sin rechistar. Hoy, las desaladoras andan paradas y ya nadie habla de escasez de agua, aunque los ecologistas sí de pozos ilegales.
Así pues, se han venido abajo las cuentas realizadas por Abengoa, McKinsey, y los bancos que le dieron el dinero, según las cuales los ingresos recurrentes de sus clientes comprando sus biocombustibles, su electricidad y su agua, servirían para ir pagando año a año los créditos de las entidades financieras y, además, un sustancioso beneficio que repartir en forma de dividendo.
¿Mala suerte o mala visión estratégica? Posiblemente algo de ambas cosas han llevado a Abengoa hasta aquí. Lo que es indudable es que tan responsable es el que vendió las cuentas de la lechera, como los bancos que se las compraron. Pillados ahora en medio, los miles de trabajadores cuyos empleos están en el aire, los proveedores que se fiaron de su solvencia, y los accionistas, que se creyeron lo que expertos y reguladores les dijeron: que Abengoa era un valor seguro.