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Un día en los juzgados de Grecia
Hace unas semanas recibí una citación para comparecer como testigo en la primera sesión de un juicio por un ataque racista ocurrido más de dos años atrás. La justicia es lenta pero inexorable.
La carta del tribunal se encontraba sobre la mesa de lo que una vez fue la portería de mi edificio, abierta y manoseada entre facturas de la luz, anuncios de pizzerías y misivas del banco (en Grecia no existen los buzones). Luego me enteré de que algún vecino la había depositado allí porque en realidad, la ley indica que en Grecia las citaciones judiciales se deben pegar en la puerta del edificio, abiertas a que todo hijo de vecino que pase por allí las vea, para evitar que el interesado alegue no haberla recibido. Algo que plantea serias dudas sobre la protección de la privacidad, especialmente en casos delicados como los de morosidad o en los que el testigo se puede jugar el pellejo por abrir la boca.
Sea como fuere, se me llamaba a declarar el 9 de mayo, viernes, en el tribunal de Corinto, a 80 kilómetros de Atenas. Dado que mi dominio del griego es aún más bien pobre, a través de un amigo local conseguí contactar con la oficina de la Fiscalía de Corinto. “Lo sentimos, no podemos dar detalles sobre un proceso judicial”, explicó alguien en la otra línea. “¡Pero si yo lo único que quiero saber es si me van a poner un traductor para poder declarar ante el tribunal!”. “No podemos dar detalles…”.
Finalmente, tras un cierto toma y daca, un funcionario le preguntó a mi amigo, que era quien llevaba la conversación telefónica: “¿Y no podría venirse usted a traducir al testigo? Es que si el testigo viene sin traductor, habrá que posponer el juicio hasta que se encuentre a uno”.
Decidí contactar con una persona que conozco y que trabaja en el sistema judicial de la provincia de Corinto. Lo que me contó fue, en pocas palabras, que los tribunales griegos son un desastre. En Corinto, la lista de traductores jurados adscritos al tribunal no funciona, es difícil localizarlos y, normalmente, se tira como buenamente se puede con personas que se ofrecen voluntariamente a traducir a las partes. Bien empezamos.
El día de autos acudo a Corinto con mi amigo el griego y otro compañero que también presenció la agresión racista y dio parte a la Policía pero que, por azares del destino y de la Justicia griega, no había sido llamado a declarar. Llegamos al imponente edifico de los tribunales, presidido por la estatua del Arzobispo Damaskino. Que quede claro quien manda aquí. En el interior, todas las salas de juicios están presididas por un Jesucristo crucificado u otro icono por el estilo. Y en el atril desde el que se expresan los testigos hay una Biblia, para jurar decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre las sagradas escrituras. Si quieres hacer un juramento civil tienes que pedirlo expresamente. No viene de serie.
La sala en la que tendré que comparecer está abierta de par en par y el tribunal enfrascado en pleno juicio. Para nuestra mayor decepción, comprobamos en las listas colgadas a la entrada que el mismo tribunal tiene que juzgar 60 casos hoy. Y el nuestro está en el puesto número 44. Entramos a la sala, y preguntamos a un señor: “¿Por qué juicio van?”. El hombre, que como otros espera el turno a su caso, levanta la vista de la hoja de publicidad del Lidl, en cuya lectura está enfrascado como si fuesen las páginas del New York Times y responde lacónico: “El séptimo”.
Como nosotros, varias decenas de personas esperan a que llegue su juicio. Sentados en los bancos de la sala, similares a los de una iglesia, leyendo, o desde el pasillo, a través de la puerta abierta, observando el juicio en curso que, desde luego, no tiene desperdicio.
El testigo le grita al abogado de la defensa, el abogado de la defensa protesta ante la jueza, y lanza una mirada a la audiencia buscando aprobación, la jueza le grita al abogado de la defensa, al fiscal, al testigo y, entre tanto, una señora mayor que está en el quicio de la puerta, con el bolso colgando de una mano, comienza a gritar al tribunal. La jueza se desespera y le grita: “Señora, usted es una testigo y no puede estar en la sala hasta que se le llame”, y un agente de policía la empuja educadamente fuera de la sala, pero, como la puerta está abierta (sería más fácil cerrarla pero nadie sabe por qué no se hace) sigue gritando desde fuera.
Un tipo con pinta de yonqui esquiva al policía y entra en la sala, y luego sale, y luego vuelve a entrar. Como si la cosa no fuera con él, el acusado, sentado en medio de la sala en chándal, mastica el vacío y mira al techo con cara de embobado. Supuestamente está acusado de usura, pero el tipo más bien parece salido de un manicomio.
En el pasillo –lleno de muebles con las puertas rotas, de los que asoman legajos con la documentación de otros casos- la gente hace corrillos y comenta el juicio. No se puede fumar, pero algunos se apegan al cigarrillo. Tampoco usar el móvil, pero se hace. “Se está alargando demasiado. No va a dar tiempo a que juzgue el mío”. La gente se desespera porque el tribunal lleva dos horas atascado en este caso y se escuchan murmullos y quejas entre el público.
Desquiciada, la jueza decreta un receso, receso para irse a juzgar otro caso a una localidad cercana. Un momento que nosotros, y otros varios, aprovechamos para abalanzarnos sobre el tribunal. “¿Qué pasa con nuestro caso? ¿Se pospone?”, pregunta mi amigo. A la vez, un abogado acude con otras cuatro personas: “Nosotros somos del juicio número 22”. Un caso sobre un accidente de tráfico. La víctima del accidente pide que se retire el juicio porque mediante la compañía de seguros ya ha llegado a un acuerdo con el que lo provocó. “Vale, ¿me repite el número? ”El 22“ ”Caso cerrado“. A falta de legislación sobre juicios rápidos, hay que improvisar. Aunque eso implique saltarse la lista de enjuiciamiento.
La señora mayor, la del bolso, sigue farfullando maldiciones, esta vez dentro de la sala. El yonqui entra y sale. Mi amigo insiste: “Señora jueza, es que nosotros hemos llegado tarde, y aquí está el testigo… ¿podríamos saber qué pasa con nuestro juicio?”. “Suba al piso de arriba, hable con la fiscal”.
La fiscal –instalada en la única habitación modernizada que vemos en el edificio- dice que ella no sabe nada, que debemos hablar con la jueza. Bajamos de nuevo a la sala, pero la jueza ya se ha ido a juzgar su caso del receso. Mientras esperamos a que vuelva, en el pasillo del tribunal, un abogado reparte panfletos con su tarjeta a dos hombres con pinta de agricultores que esperan para otro juicio. Son hojas de propaganda electoral de un nuevo partido de ultraderecha, otro más, el Movimiento Nacional, que en su página web critica al alcalde de Salónica por haber inaugurado un monumento en memoria de los judíos, gitanos y homosexuales deportados y asesinados por los nazis durante la ocupación de la Segunda Guerra Mundial.
La señora mayor, testigo del juicio número 7, que está en la sala departiendo con otro de los testigos pero debe tener la oreja puesta en todas las conversaciones, sale al pasillo a gritar al abogado. El abogado la reprende y se vuelve a los agricultores presumiendo de su tranquilidad frente a la “yaya” exaltada. “Ella era funcionaria de Hacienda”, explica, “ya saben, corrupta”. “Yo en cambio, soy tranquilo –afirma- ayer mismo estaba hablando en mi despacho con el ministro de Justicia”. Vaya, ahora resulta que el ministro Jaralambos Athanasíu se relaciona con los fascistas. Sería noticia si no fuese porque buena parte del entorno del primer ministro Andonis Samarás tiene conexiones con personajes de la extrema derecha.
Llega la jueza y un grupo de personas nos volvemos a arremolinar bajo la tribuna. “Señora jueza, es que la fiscal nos ha dicho que le preguntemos a usted”. Y nos manda a tomar viento fresco.
Nosotros, eso sí, nos vamos a una taberna. Al cierre de la sesión judicial, cuando la jueza abandona el edificio, nos pide disculpas. “Es que el caso Nº 7 me ha vuelto loca”. Y sí, efectivamente nuestro caso se ha aplazado. Hoy no ha sido posible avanzar más allá del Nº 7. Tampoco lo esperábamos.
Total, un día perdido para nada. Con un viaje costeado de mi bolsillo. Hay casos peores: una mujer irlandesa lleva gastados más de 15.000 euros en viajes para comparecer ante la Justicia tratando de demostrar que su marido, un albanés, lleva tres años encarcelado injustamente. Cada vez que tiene lugar un nuevo juicio, la mujer vuela a Grecia para que el tribunal le diga: se pospone la sesión para otra fecha. Y vuelta a empezar.
La Justicia en Grecia es lenta. Inexorable, ya lo veremos.
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