El Ministerio de Educación recomienda, el Gobierno andaluz decide: claves del miedo a reabrir las aulas con el virus a las puertas
“¿Para qué existe el Ministerio de Educación si no fija el criterio para volver a las aulas?”, se preguntaba esta semana el portavoz del PP en el Parlamento andaluz, José Antonio Nieto. Parecía una pregunta retórica, pero no. Nieto expresaba su indignación con el Gobierno de Pedro Sánchez por no haber dado a las comunidades una solución “homogénea” para la reapertura de los colegios a partir de septiembre. “Si no sirve para nada, que se elimine el Ministerio de Educación”, repitió hasta en cuatro ocasiones.
Detrás de esta pregunta hay mucho más: hay un debate sobre la recentralización del Estado y un cuestionamiento sobre el modelo autonómico, con especial énfasis en materia educativa, y que forma parte del ideario de PP, de Ciudadanos y con más saña de Vox. “¡No podemos tener 17 sistemas educativos en España!”, suelen argumentar. A finales de 2018, al poco de asumir el cargo de presidente nacional del PP, Pablo Casado planteó abiertamente que se retirasen las competencias educativas a las comunidades para “centralizarlas en el Estado”. Los barones de su partido se echaron las manos a la cabeza y Juan Manuel Moreno, que estaba en plena campaña para ser presidente de Andalucía, aclaró que eso “no está en el programa electoral del PP”.
Pero eso es sólo el ruido de fondo. Detrás de esa pregunta también existe un evidente miedo escénico de las comunidades a tomar decisiones que pongan en riesgo la salud pública, un miedo que ha hecho que muchos gobiernos autonómicos se parapeten tras el Ministerio de Educación con un argumento incierto: “el mando único lo tiene el Gobierno central y es, por tanto, quien debe decidir una solución armonizada sobre la vuelta a las aulas para todo el territorio nacional”.
El Ministerio de Educación no ha formado parte del mando único durante el estado de alarma, las competencias de las comunidades han estado intactas desde el inicio de la crisis sanitaria. De hecho, fueron los presidentes autonómicos los que ordenaron el cierre de las escuelas en sus regiones a mediados de marzo, unos antes, otros después. El presidente Moreno, por ejemplo, lo anunció días después que sus homólogos en Madrid, Murcia, País Vasco, La Rioja, Galicia y Cataluña, pero horas antes de que Pedro Sánchez “recomendase” a todas las comunidades clausurar el curso escolar para prevenir la expansión del virus.
Así que el lío competencial, al menos en lo relativo a la educación, le ha sido útil a las comunidades para postergar la toma de decisiones más complejas y que les provocaban más vértigo. Moreno llegó a anunciar en la Cadena Ser la reapertura de colegios para el 15 de mayo y rectificó tres horas después en un tuit. “¿Qué sentido tiene el Ministerio de Educación si no nos dice qué hacer en una situación como ésta? El criterio no puede ser que cada comunidad haga lo que pueda y se busque la vida”, repetía el portavoz popular en el Parlamento andaluz, visiblemente molesto.
Andalucía tiene 1,6 millones de alumnos de enseñanzas medias, 102.000 profesores y unas infraestructuras educativas muy desiguales, algunas modernas, muchas otras con más de 30 años de vida. La propuesta del Ministerio para que rebaje la ratio de 25 a 15 ó 20 alumnos por aula en Primaria es “inasumible” para la Junta desde el punto de vista presupuestario, pero la verdadera limitación es el espacio y el tiempo. Las escuelas no tienen espacio físico para desdoblar los grupos, a no ser que reciban a la mitad por la mañana y a la otra mitad por las tardes. Pero eso podría romper las costuras de la conciliación, porque ni los profesores pueden doblar su horario escolar por la tarde ni muchas familias pueden acortar su horario laboral por la mañana.
La Junta de Andalucía se ha limitado a ofrecer indicaciones genéricas de cómo iniciar el curso en septiembre extremando las medidas higiénicas y sanitarias, pero básicamente con el mismo orden anterior a la pandemia. El profesorado se enfrentará a un nivel de estrés desconocido dentro y fuera de las aulas, y la combustión interna en la comunidad educativa está creciendo por horas. Hay una intranquilidad y una indignación creciente entre el personal docente y las familias por la “inacción” de la Consejería de Educación, un malestar que el Gobierno de Moreno está minusvalorando y que puede enfrentarle a serios aprietos si no dan con la tecla para calmar la intranquilidad antes del inicio del curso académico (huelga de maestros, manifestaciones, protestas...).
En la lista negra de preocupaciones
Hace semanas que el embrollo de la vuelta al colegio forma parte de la lista negra de preocupaciones del presidente Moreno. No hay una solución clara, ni en Andalucía ni en ninguna otra comunidad. Entretanto, los partidos que sustentan a la Junta desvían el golpe hacia el Gobierno central y ganan tiempo. “¿Para qué sirve el Ministerio de Educación?”, insiste el portavoz parlamentario del PP. Y a la tercera, una veterana periodista en la Cámara, Lourdes Lucio, le devuelve la pregunta: “Sin ánimo de polemizar, portavoz. ¿Para qué sirve la autonomía andaluza?”.
Hagamos un paréntesis aclaratorio. La transferencia de competencias educativas a las comunidades empezó en el año 1983 y desde entonces ha ido vaciando de contenido al Ministerio del ramo. Andalucía, que aprobó un Estatuto de autonomía plena en 1981, fue la primera comunidad de régimen general en asumir dichas competencias, la cuarta de España, después de País Vasco, Cataluña y Galicia. Por eso, en el protocolo del Ministerio de Educación, el consejero andaluz siempre es el cuarto en intervenir en las reuniones de Conferencia Sectorial entre la ministra y sus homólogos autonómicos.
En el 83, toda la capacidad de decisión y organización educativa pasó a las comunidades. El Ministerio sólo se reservó aspectos puntuales, como el diseño de los contenidos curriculares que se imparten en España: el 65% del currículum lo diseña Madrid en las comunidades sin lengua propia; el 55% en Euskadi, Galicia y Cataluña. El resto del temario lo hacen los gobiernos regionales, adaptándolo al contexto histórico, social, económico y cultural que les rodea. Así se fijan unas “enseñanzas comunes”, como las llama el PP, o “enseñanzas mínimas”, como las llama el PSOE; y se garantiza que la evaluación es equiparable en todo el país. El Ministerio también gestiona la Alta Inspección Educativa, que vela por que se cumplan esos contenidos mínimos en las comunidades, pero su autoridad no pasa de ahí (no es un cuerpo que acuda presencialmente a los colegios, por ejemplo).
Para saber qué nivel de responsabilidad y capacidad de decisión tiene el Ministerio de Educación en la gestión de la vuelta a los colegios basta fijarse en los verbos que aparecen en los protocolos que se remiten a las comunidades. El departamento de Celaá “propone”, “recomienda”, “orienta”, “coordina”, incluso destina fondos condicionados a algún convenio con las autonomías (como el famoso plan de refuerzo escolar PROA), pero no decide. No tiene poder para legislar ni ordenar nada a las comunidades desde hace 37 años, y tampoco lo ha tenido bajo el mando único del Ministerio de Sanidad durante el estado de alarma.
Esta semana, Celaá ha presentado un protocolo que hablaba de mantener la educación presencial, reducir la ratio escolar hasta 4º de Primaria, no imponer el uso de la mascarilla hasta los diez años, usar los espacios comunes de las escuelas para desdoblar los grupos... Las comunidades no lo han aceptado por falta de recursos disponibles y al final la mayoría se ha adherido a un acuerdo de mínimos con 14 puntos. Todo este debate entre la ministra y los consejeros puede hacer pensar a la gente que la decisión sobre cómo planificar el próximo curso es compartida. En efecto, se ha intentado que así sea, pero sólo políticamente.
En realidad el Ministerio no manda y las comunidades pueden salir de la Conferencia Sectorial de Educación y hacer lo que les dé la gana. De todas las medidas “recomendadas” por Celaá, la única obligatoria para las regiones es la de rebajar la distancia social de dos metros a 1,5 metros entre alumnos. Pero esta medida no se circunscribe al ámbito escolar ni la ha dictado el Ministerio de Educación, forma parte del Real Decreto que regula la última fase de desescalada, y fue pactada entre el Gobierno y Ciudadanos.
El margen de maniobra del Gobierno central en las escuelas andaluzas está muy claro. En el pasado, la Junta gobernada por el PSOE ha tenido roces con el Gobierno del PP, pero siempre sobre asuntos ideológicos del currículum, nunca organizativos (la carga horaria en Religión; la asignatura Educación para la Ciudadanía; el peso de la demanda social en la elección de centro, que prima a las escuelas concertadas; o la apuesta por la escuela segregada de niños y niñas).
Las funciones del Ministerio de Educación por las que se preguntaba el portavoz del PP son exactamente esas: tratar de coordinar y armonizar a las 17 comunidades autónomas en las decisiones importantes, como la gestión de las aulas en esta pandemia. En las Conferencias Sectoriales de Educación, los consejeros intercambian puntos de vista sobre asuntos que afectará a todos y les obligará a hacer reajustes en sus escuelas (la irrupción de las nuevas tecnologías, el aumento del alumnado inmigrante, la educación a distancia...).
Por ejemplo, uno de esos debates globales que coordinó el Ministerio fue el de la gratuidad de los libros de texto, un asunto en el que no hubo consenso. Algunas, como Andalucía, decidieron apostar desde el minuto uno por ese modelo -blindado incluso en la reforma del Estatuto en 2007- y otras tardaron mucho más. Algo parecido ocurrió con la llegada de internet a las aulas, en el curso 1999-2000, y la necesidad de implantar la banda ancha en las escuelas. El Ministerio de Educación firmó un acuerdo marco con Telefónica y se lo ofreció a las comunidades, algunas se adhirieron y otras buscaron otras fórmulas.
Andalucía entró en la fase 3 de la desescalada el pasado lunes y, de inmediato, el Gobierno de Juan Manuel Moreno hizo uso de su recién recuperada autoridad para gestionar la crisis sanitaria durante la última prórroga del estado de alarma. Se autorizó la movilidad interprovincial dentro de la región y se flexibilizaron las normas de seguridad para la hostelería -muy dañada por el confinamiento-, ampliando el aforo de las terrazas al 75% y la ocupación de los bares hasta dos tercios de su capacidad.
Sobre la reapertura del curso escolar, las cosas van a otro ritmo. La Junta de Andalucía ha dado por terminado este año académico y ha esbozado unas instrucciones que dirigirá a los colegios para que preparen el curso 2020-2021. El consejero del ramo, Javier Imbroda, espera saber cuánto dinero llegará a Andalucía de los 2.000 millones que el Gobierno repartirá entre las comunidades para educación. Su intención es contratar a profesores de refuerzo e invertir en herramientas tecnológicas por si es necesario reactivar la enseñanza a distancia, pero en ningún caso se bajará la ratio ni se harán desdobles de grupos, como propone el Ministerio, los sindicatos docentes y un informe del Consejo Escolar de Andalucía.
En esta comunidad hay más de 30.000 unidades con 25 o más estudiantes, según datos de la consejería. “Los ajustes que nos proponen requieren unos recursos infinitos y en muchos casos ilimitados”, dice Imbroda. Por ahora, se le ha pedido a los equipos directivos y al profesorado que preparen dos modelos de enseñanza para septiembre, un curso presencial y otro a distancia, por si un rebrote de contagios en una escuela o en un municipio obliga a cerrar y volver al confinamiento.
Los expertos en educación consultados para este reportaje reconocen su inseguridad a la hora de proponer soluciones para empezar el próximo curso escolar con ciertas garantías de seguridad. La población escolar de Andalucía es similar al total de habitantes de Extremadura y Cantabria juntos. Todos coinciden con la ministra en que “se puede enseñar a distancia, pero no se puede educar a distancia”. “La educación es siempre presencial, porque abarca mucho más que la lección en clase, está la interacción social en el aula, la interacción con los profesores y entre los propios alumnos. Y eso no se puede sustituir”, concluyen.
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