Los buses verdes eléctricos vienen a cumplir un sueño, los soñé para la Expo, y creo que lo escribí, pero quizá no había baterías, o no hubo voluntad. Ahora han llegado y Zaragoza es más bonita si cabe, los buses nuevos mejoran el paisaje, los ciudadanos son más guapos desde que hay buses verdes silenciosos circulando.
Al fin han venido desde mi sueño antiguo y no puedo dejar de mirarlos. Lo de menos es que sean limpios, que no atufaren y que no hagan ruido –eso es lo principal, pero ya debería ser básico y obvio (aunque no lo es, las barredoras nuevas, ya denostadas aquí, hacen un ruido del diablo)–, quitando lo principal, lo mejor de los buses es lo bonitos que son, el diseño es tan limpio y tan náutico que ya no es necesario embelesarse mirando el tranvía, vicio que aun practico en determinados parajes, por ejemplo en la curva de la Cruz del Coso, o cuando el tren se desliza bajo el edificio de La Adriática y la Mantería.
(Por cierto que los tranvías van atestados, ya sería hora de que la compañía limara su lógica codicia y aumentara las plazas).
Ya era hora de tener algo nuevo que disfrutar en el tráfago y la rutina, que ahora ya no lo son. La rutina es preciosa de nuevo y el tráfago es casi invisible e inaudible. Las ruedas cubiertas, tapadas, doblando... es imposible no disfrutar de las líneas de fuga, los colores, el lateral con lucecitas. Estos buses combinan sutilísimamente el art decó con la Bauhaus, que es el sueño de la F1. Discretamente ha vuelto el guardabarros.
Se podría dar un premio a los que han diseñado este artefacto silente que hace honor al Rosario de Cristal y prolonga su paso por la ciudad. Me falta viajarlos desde dentro, pero también conviene guardar algún placer para el invierno, si es que llega.