“Los inmigrantes trajeron el mundo a nuestros pueblos”
El escritor Francesc Serés (Zaidín, Huesca, 1972) vio cómo en los viejos caminos del Bajo Cinca y el Segrià se abrían sendas que llegaban hasta Malí, Senegal, Bulgaria o Rumanía. Los pueblos de esas dos comarcas limítrofes recibieron a finales de los años 80 y principios de los 90 una inmigración masiva en busca de trabajo en la recogida de la fruta. Una marea de personas que cambió para siempre aquel mundo estable. Serés lo cuenta en La piel de la frontera (en el original, en catalán, La pell de la frontera), de reciente publicación por Acantilado.
“Es un libro que me ha dado muchos quebraderos de cabeza”, reconoce Serés al otro lado del teléfono, desde su casa en Olot. En las páginas de La piel de la frontera hay casi diez años de trabajo, de idas y venidas. “Quizás me ha costado tanto acabarlo por la proximidad a lo narrado”, aventura. El resultado, un ensayo en el que conviven relatos, crónicas, entrevistas y monólogos interiores, merecedor del Premio Crítica Serra d’Or 2015 y candidato a los XV Premios Cálamo.
¿Cómo cambió el mundo de las gentes del Bajo Cinca y Segrià con la llegada de los trabajadores inmigrantes?
Nos trajeron el mundo. Hasta principios de los años 80, eran pueblos que habían exportado gente sobre todo a Barcelona y su entorno. Era una sociedad tradicional que vivía en paz, porque no conocía el mundo más allá de lo que se podía ver en los atlas de las enciclopedias. La llegada masiva de inmigrantes situó a los lugareños en un mundo global, cuando ni siquiera habían oído hablar de la globalización.
¿Globalizados avant la lettre?avant la lettre
Exacto. Cuando la gente empezó a hablar de globalización nosotros ya la estábamos viendo en las calles de los pueblos desde hacía diez años. Mercado en expansión, tránsito de personas e información... Experimentamos eso, tal cual, y nos tuvimos que adaptar. Es una de las partes más interesantes de lo que nos ha tocado vivir. Todo ello con un silencio administrativo total y un apagón informativo brutal. Por eso hay gente que cuando lee este libro se pregunta si todo aquello podía pasar de verdad... ¡Si hasta he puesto fotos para que lo vean, para que no me llamen mentiroso! Pero claro... ¿Quién puede creerse que llegaran de un día para otro a Zaidín, un pueblo de 1.700 habitantes, 400 búlgaros? Pues allí estaban.
El fenómeno de la inmigración fue y continúa siendo muy intenso en el Bajo Cinca y el Segrià, pero apenas se han producido conflictos de convivencia graves. ¿A qué crees que se debe?
La forma en la que se han relacionado las personas ha sido a través del trabajo, que lo iguala todo. Coger fruta es muy duro, el calor es terrible, los precios son muy bajos... Acabas harto, yo mismo lo hice. Los lugareños eran capaces de reconocer ese esfuerzo en los inmigrantes, y eso hacía que, a su manera, acabasen por respetarlos y se creara una relación de mínimo de respeto y honorabilidad. En todos estos años solo recuerdo un conflicto grave, el que ocurrió en Fraga en 1992; estaba allí el día en que pasó. Salvo este, no ha habido choques violentos ni episodios racistas importantes. Otra cosa es la vergüenza que han supuesto las condiciones en las que los inmigrantes han vivido. En todo caso, todavía nos falta su parte del relato, una voz interna que nos diga si para ellos sí que ha habido conflicto.
Muchos pueden pensar que la explotación habrá sido habitual.
Puede que haya gente que de forma puntual se haya aprovechado de la situación de los inmigrantes, pero no se ha producido un abuso generalizado. Se puede argumentar que, cuando empezó todo, trabajaban sin papeles, pero... ¡Es que no había contratos para nadie, ni para los de fuera ni para los del pueblo! En los años 80, un agricultor ni se planteaba contratar a alguien para coger fruta. No he visto casos de explotación masiva. Primero, porque los agricultores temen mucho que la inspección de trabajo les meta un puro. Segundo, hay una cuestión de honor: en un pequeño pueblo está muy mal visto si alguien paga menos que el resto, cargas toda la vida con el estigma de ser un explotador. En tercer lugar, está la situación actual del mercado laboral: no hace falta explotar a nadie de forma ilegal porque la propia legislación lo permite con salarios muy bajos.
Relatas casos de agricultores que trataban de ayudar a inmigrantes y chocaban contra la burocracia una y otra vez.
Ha sido una constante. Teníamos una falta de preparación como país para recibir el alud migratorio, cuando esto pasaba en los años 80 la administración no sabía ni qué hacer. Cuando les decías que a Zaídin habían llegado 300 marroquíes, debían de pensar que era broma. Además aquello no salía en ninguna parte. No era noticia, no generaba relato. En cambio, lo que pasó en Barcelona en 2001, con la concentración de africanos que se montó en la Plaza Catalunya, lo encuentras en las hemerotecas y en Google solo tecleando black corner. Al menos, eso está escrito. Pero yo he tenido que articular un libro en base a recuerdos de los que dudaba, porque ni siquiera hay constancia de en qué año llegaron los primeros marroquíes a Zaidín.
Una idea que sobrevuela el libro es que entonces y ahora son 'ellos', pero mañana podemos ser 'nosotros' los que hagamos la maleta para irnos a coger melocotones a la otra esquina del mundo.
Es la rueda de la fortuna en la que estamos todos metidos. La comprensión de este libro sería imposible sin la crisis económica, porque ha hecho que nosotros hayamos experimentado algo remotamente parecido a lo que han pasado ellos, que han sufrido una verdadera crisis humanitaria, personal y familiar. Con la crisis, todo el mundo le ha visto las orejas al lobo, y esto ha permitido que haya surgido cierto grado de empatía con colectivos que hasta ahora eran vistos prácticamente como marcianos. En el año 2005, con la bonanza económica, hablabas de estos temas y nadie quería saber nada. Era una realidad que se negaba.
“El fin del mundo tal como lo habíamos conocido”.
Hemos visto desmoronarse un mundo hasta entonces estable. En pueblos como Zaidín o Belver había unas estructuras familiares y sociales que, a pesar de la dureza del trabajo, aseguraban cierta estabilidad y regularidad. Esa realidad se vio alterada, primero, por la inmigración masiva y, luego, por una globalización que afectó a lo que se producía en la zona: trigo, carne, fruta... Productos cuyos precios se tasan al otro lado del mundo. Me crié en un lugar que había permanecido sin grandes cambios durante siglos, con abuelos que parecía que llevaban en la puerta de sus casas desde el inicio de los tiempos, y todo eso ha desaparecido emocional y físicamente.
¿De ahí surge la necesidad de documentarlo, incluso a través de fotografías de los pajares que los inmigrantes usaron como refugio?
Cada vez que volvía a Zaidín veía que el entorno se estaba transformado. El suburbio que conforman los pajares, granjas y almacenes de las afueras del pueblo ha ido mutando, y muchas de esas construcciones de barro han desaparecido. También ha cambiado el paisaje, con la plantación de enormes extensiones de frutales. El Bajo Cinca ha pasado de ser una zona de color terroso a una zona verde gracias al regadío. Se ha convertido en una fábrica de fruta hasta donde alcanza la vista.
En uno de los capítulos conversas con un ingeniero agrícola sobre lo que se esconde detrás de esos millones de toneladas de melocotones rojos que se exportan a Europa.
La inmigración en el campo o la industrialización de la alimentación no tienen relato, cuando son temas que afectan de primera mano a la gente, tienen que ver con lo que comen. Mi afán por mostrar la realidad del campo viene porque es el lugar donde transcurren todas estas historias. Los pueblos del Bajo Cinca y el Segrià eran un escenario inesperado; allí donde nunca pasaba nada, de repente ocurrió todo. Y nos pasó antes que en ningún otro lugar.
¿Cómo afrontas convertir en literatura a tus propios vecinos, a personas con las que has trabajado?
Con cierto pudor, la verdad. Me he dejado en el tintero muchas cosas que al lector probablemente le hubieran gustado leer, pero que por su dureza he preferido guardarme. Quizás esa proximidad a lo narrado es lo que ha hecho que me haya costado tanto escribirlo
En uno de los pasajes te adentras en los Monegros y mencionas, como si de un fantasma se tratara, Gran Scala. ¿Hubiera dado mucho juego literario?
¡Uy, uy! ¡Ha sido una gran pérdida literaria! Como ciudadano podía estar en contra del proyecto, pero como escritor me hubiera puesto las botas, que al final los narradores vivimos de esto. Nos hubiera venido a ver Dios si esto sale (risas).