Dos curas Merino y un destino: acabar con la reina Isabel II
“Mi Jacinta nació cuando se casó la Reina, con pocos días de diferencia. Mi Isabelita vino al mundo el mismo día que el cura Merino le pegó la puñalada a Su Majestad, y tuve a Rupertito el día de San Juan del 58, el mismo día que se inauguró la traída de aguas”. Así repasa en 'Fortunata y Jacinta' la madre de esta última tres de los diecisiete partos que tuvo, todos coincidiendo con hechos significativos del reinado de Isabel II. El sacerdote al que alude el personaje de Benito Pérez Galdós es Martín Merino, peculiar actor secundario del convulso siglo XIX español y también de los 'Episodios Nacionales' del escritor canario. Sin embargo, no fue este el único cura Merino famoso en la época: el otro, Jerónimo, fue también conocido, pero este por guerrillero absolutista. Las biografías de ambos advierten: “No confundir con el otro cura Merino”.
Martín Merino y Gómez nació en Arnedo (La Rioja), en 1789. En 1808 ingresó en los franciscanos, aunque su formación sacerdotal tuvo un paréntesis con la Guerra de la Independencia, en la que participó como guerrillero. Sus ideas liberales le llevaron a exiliarse en Francia, de donde volvió en 1821, cuando también se salió de la orden. Al poco, escribió el periodista Diego San José, Merino “firme siempre en su credo liberal, tomó parte en la revolución del 7 de julio de 1822, intentando ese día librar a España de la tiranía de Fernando VII abalanzándose a su paso y gritando: ”¡Mueran los perjuros!“; consiguió huir, pero fue preso en 1823”.
Merino salió libre con la amnistía de 1824, y de nuevo se fue a Francia, donde ejerció como párroco hasta que en 1841 volvió a Madrid. “En 1843 cayéronle cinco mil duros a la lotería, con los cuales se dedicó al saneado y repugnante negocio de la usura, en el que parece que la fortuna no le fue muy próspera [...] Vivía miserablemente en un oscuro cuarto del callejón del Infierno y llevaba siempre los hábitos sucios y remendados”, relata San José.
Así transcurrió la existencia de este Merino hasta que llegó el suceso que había de darle hueco en la posteridad. Las imprentas se apresuraron a dar cuenta del hecho, con párrafos tan coloridos como este de 'Apuntes jurídicos con todos los detalles referidos al delito y a la persona del cura Merino': “¿Quién será capaz de describir el cuadro triste y desgarrador, que a la una y media del día 2 de febrero, presentaba la población de Madrid, que momentos antes recorría alegre y presurosa sus principales calles para ver pasar por ellas la regia comitiva que debía acompañar a la madre de todos los españoles, a la adorada Reina que en aquellos mismos instantes era víctima de la traición más horrenda, del más vil atentado, del crimen más horroroso, de la acción más bastarda que pueda concebir el corazón más depravado?”.
El cura Merino, valiéndose de su hábito, se había colado en la basílica de Atocha, adonde Isabel II había llevado a misa a su hija, nacida poco antes, y había asestado una cuchillada a la monarca, que se libró de la muerte gracias a que el corsé amortiguó el golpe del cura, quien fue detenido en el acto.
En el juicio declaró haber actuado así “para lavar el oprobio de la Humanidad”, según recoge San José, quien asegura que la propia reina dijo, una vez pasado el susto: “Yo le perdono. Que no le maten por mi causa”. Sin embargo, la sentencia fue inmisericorde, y se le condenó “a la pena de muerte en garrote vil y a ser quemado el cadáver y aventadas sus cenizas”.
Galdós da cuenta en sus 'Episodios Nacionales' de la ejecución del cura: “El verdugo volvió a colocarle la argolla; acomodó Merino su pescuezo... Sus últimas palabras fueron: ”Ea, cuando usted quiera“”.
El otro Merino
El otro cura Merino tuvo una vida igual de pintoresca que la de su tocayo, si bien situado en sus antípodas ideológicas en el convulso siglo XIX español. Jerónimo Merino Cob nació en Villoviado (Burgos) en 1769. Fue pastor de ovejas hasta que, gracias a la protección de un párroco, logró ordenarse sacerdote y empezó a ejercer como pastor de almas en su localidad natal.
Su apacible discurrir se torció en 1808, cuando, según apunta el Diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia, las tropas de Napoleón pasaron por Villoviado y tuvieron la mala idea de humillar a Merino haciéndole portar el bombo y los platillos de la banda de música. Fue entonces cuando el sacerdote se echó al monte, organizó una partida de hombres y al poco ya estaba emboscando a franceses. A mediados de 1809, Merino era comandante; en otoño, capitán de Infantería; para 1810, teniente coronel.
Al final de la Guerra de la Independencia, Merino era gobernador y comandante militar de Burgos. Sin embargo, su deseado Fernando VII creyó que le serviría mejor como canónigo de la Catedral de Valencia, y allí lo mandó... Hasta que Merino demostró que su carácter y protagonizó un altercado que le obligó a regresar a Villoviado.
Durante el Trienio Liberal (1820-1823) volvió a tomar las armas en defensa del rey, pero pasada la amenaza regresó a su pueblo. En 1833, a los 64 años, pocas emociones cabían esperar más en la vida de Merino, pero va y se muere Fernando VII... En octubre de ese año, el cura ya estaba de nuevo en batalla, esta vez al lado de Carlos María Isidro de Borbón y, por tanto, enfrentado a los partidarios Isabel II, entonces tan solo una niña.
El resto, como se dice habitualmente, es historia: con el Abrazo de Vergara de 1839 terminaba la primera guerra carlista. Casi a la vez que el otro cura Merino regresaba a España, Jerónimo emprendía el camino del exilio a Francia, donde moriría en 1844.
7