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La práctica cultural es la de un encuentro. Entender la cultura exclusivamente como el legado recibido sería quedarse a medias. En ese caso, la actividad de las instituciones se limitaría a dos actividades fundamentales: conservación y transmisión. Esta comprensión resulta sesgada y parcial, desde varios puntos de vista.
La tarea de la conservación del patrimonio resulta fundamental. Es necesario proteger y rescatar manifestaciones culturales, de modo que otras generaciones puedan acceder a ellas. Lo problemático es entender la conservación únicamente como la actividad de respeto y mantenimiento del significado histórico y estilístico que tuvo en su momento. Esto implica por un lado, ignorar que el propio paso del tiempo transforma radicalmente el sentido y uso de los documentos del pasado; y por otro, ignorar un significado diferente de la palabra conservar: mantener vivo, continuar una práctica.
Conservar no es sólo preservar, sino también mantener en uso, accesible, un particular fenómeno. Guardar los bienes culturales detrás de una vitrina a veces es imprescindible, pero también lo es sacarlos de ella, cogerlos en las manos y hacerlos propios de nuevo, asegurar su continuidad en el tiempo por medio de su uso y actualización.
Los bienes culturales, sean éstos objetos, costumbres, prácticas, textos literarios o documentos, no tienen valor si no es como materia para una nueva experiencia, como decía John Dewey. Y uno de los mayores peligros de una conservación mal entendida es precisamente ahogar y aislar los objetos culturales en su propio prestigio, impidiendo una visión y experiencia frescas. Esta idea sesgada de la conservación procede de una identificación a veces demasiado presurosa de la obra de arte con un edificio, un libro, una pintura, que tiende a ocultar la experiencia humana que ella posibilita y que se actualiza con cada encuentro.
En la actualidad algunos “museos” más innovadores marcan ya el camino, convirtiéndose en lo que significó su nombre original: la casa de las “musas”, esto es, centros culturales, de trabajo y reunión de poetas y literatos, de actrices, de científicos, de pintores, y escultoras, de bailarines y danzantes, con lugares para la música y las nuevas artes; centros de creación y difusión de sus trabajos en contacto con el público.
Nos parece más pertinente pensar la cultura en términos de encuentro que de transmisión. Este segundo término remite excesivamente al esquema lingüístico ya cuestionado de emisor-mensaje-receptor que, aplicado al fenómeno de la cultura, transformaría el hecho cultural en una actividad simplificada, según la cual existe un objeto o mensaje, con una identidad y significado definido, enviado y recibido por sujetos con identidades también preestablecidas y cuya experiencia con él se reduciría a la adquisición de nuevos conocimientos.
Los problemas asociados a esta concepción son obvios: no sólo ignora los procesos de transformación por los que el objeto pasa en su circulación, sino que refuerza aún más la concepción pasiva de los sujetos que disfrutan de la cultura (ya bastante limitada con la expansión vertiginosa de la cultura del consumo) reduciéndolos a meros receptores.
Por supuesto que en muchos casos la actividad de mediación es imprescindible para poder comprender el sentido y la función que un hecho cultural tuvo en su contexto, y que esta actividad pasará necesariamente por un proceso de enseñanza, en la que habrá una clara división de tareas y capacidades. Muchos elementos culturales necesitan un mediador, un intérprete (actores, músicos, enseñantes, críticos…) entre el acto creativo, que pudo originarse mucho tiempo antes, y su recreación. Pero esto no puede ser todo, ya que si obviamos la transformación que el hecho cultural lleva consigo, estaríamos ignorando el aspecto experiencial y transformador de la cultura.
Por eso nos parece que el término de encuentro puede ser más útil, ya que remite precisamente a esas otras facetas de la cultura a las que se les suele prestar menos atención; las manifestaciones artísticas y culturales se proponen sobre todo como lugares de encuentro: encuentro entre diferentes tiempos, con sus diferentes concepciones del mundo y del sentido, encuentro entre diferentes usos y comprensiones del fenómeno cultural, encuentro entre los sujetos convocados por el hecho cultural.
El encuentro, a diferencia del esquema que sugiere el término de transmisión, evoca con más rotundidad la innegable dimensión social y relacional de la cultura. Con esto no nos referimos desde luego exclusivamente a un arte de participación o al arte que trabaja con comunidades, sino que queremos llamar la atención sobre el hecho de que la experiencia cultural es transformadora. El encuentro no propone un intercambio, sino sobre todo la ampliación de las propias capacidades, la expansión del propio ser por medio de un trabajo de colaboración, un intento de entender lo otro, al otro, el otro contexto. Supone atender a las cuestiones antropológicas, sociales y políticas de la cultura, que no se reducen a lo específicamente artístico o estético.
Más allá de la innegable autoría específica de tal o cual obra de arte, la cultura viva se crea, produce y reproduce colectivamente en esa circulación que es ante todo, la creación de un experiencia social. La participación en el encuentro no significa compartir lo que ya somos, sino formarnos, transformarnos y hacernos en ese encuentro.
*Este es el segundo de los cuatro artículos que publicaremos sobre Cultura, realizados por Gentes de Apoyo y Opinión (GAO)
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