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¿Hay que estar o ser?
¿Ser? No podemos dejar de ser, vivimos con ese peso, cuerpos que se mueven por el mundo con la irremediable disposición a ser, ser algo: oficio, posición social, cargo, estado civil o cualquier otra etiqueta que ganarnos con sudor. Siempre con el yugo de la eficacia, ser lo que sea pero ser el mejor en ello. Hace unos años Fromm se preguntaba si debíamos ser o tener, denunciaba el espejismo que suponía pensar que quien tiene, es. Defendía huir de ese espejismo para ser feliz. Actualmente la esencia parece ganarse a través del hacer y nos lanzamos a ello, a llenar nuestras horas de acciones, labores, trabajos, ocupaciones, en una democratización de la vanidad, del lujo, es más barato el postureo que un Ferrari. No perder el tiempo es la consigna, algo que los mayores saben que es una quimera, al menos una ingenuidad. Ser todo el tiempo, no parar de ser para hacerse sin tregua, a jornada completa. También eso es un espejismo.
¿Estar? Es éste un buen momento para estar junto al otro, aprender a acompañar, a sentir y sentirse juntos. O sentirse solo pero sentirse. Ya no hay prisa, ya no hay yugo para muchos de nosotros, los no esenciales. Es una oportunidad para aprender a estar, más allá de lo que defendía Fromm, constatar que no se es nada ahora que las etiquetas han caído provisionalmente. Muchos han dejado de ejercer su oficio durante un tiempo, la posición social otorga pocos privilegios, no hay subordinados de los que encargarse y el estado civil ha encontrado su lugar real, pegado a la familia y no expuesto a los otros. Es buen momento para aprender a parar y mirar, devenir ligero, menos grave. Es buen momento para adelgazarse. Una de las cosas que podremos ver es cómo la eficacia nos ha marcado un ritmo que, posiblemente, no es el que queremos bailar.
Nos hablan desde las autoridades educativas de entender esta situación como una oportunidad, pero en cuanto se lee la letra pequeña se ve que se trata de lo mismo que siempre, con medio más precarios. Se habla de una oportunidad para la innovación, como si el medio fuera el mensaje, como si el cambio para hacer lo mismo sea un cambio. La consigna es clara, seguir siendo, hacer y obligar a hacer. Que no se note nada, que no suceda nada. Las autoridades educativas han decretado ser seis horas al día, hacer todas las tareas, que a nadie se le caiga la etiqueta de alumno o profesor responsable. Hay que reproducir las disciplinas, los timbres y los espacios que moldean al niño, en el salón de casa o frente al ordenador. El ojo disciplinario pasa a ser tecnológico, puede ser más potente que el propio ojo del profesor en el aula. Hay que seguir controlando los cuerpos y las mentes.
Pero la oportunidad era otra y la estamos perdiendo. Las órdenes que se nos han dado desde educación se basan en un supuesto equivocado y en un complejo. El supuesto es pensar la educación como un engranaje del aparato productivo, una visión economicista que pretende reducir la enseñanza a productividad. Los alumnos o los padres, no se sabe muy bien, son los clientes y los profesores hemos de ofrecer un buen producto. Ese producto pasa por establecer unas horas de trabajo que hay que cumplir a rajatabla, dándole al trabajo un valor que no tiene por sí mismo, ya que solo lo tiene en relación a la finalidad que pueda alcanzar. Si la finalidad es errónea el trabajo es un error, aunque ocupe mucho tiempo y esfuerzo. Ese error nos lleva a entender la educación como algo cada vez más separado de la cultura y cada vez más cerca de la producción. A pesar de los esfuerzos de muchos de los profesores por introducir contenidos y métodos más allá de lo establecido en los currículums, el modelo es el que cuento y supone que con la educación se pueda negociar, comprar y vender, recortar y privatizar. El complejo nace de este supuesto. Tenemos miedo, frente a la opinión pública, de quedar como poco trabajadores, soñadores o ingenuos. No queremos que nos digan que somos privilegiados, queremos arrimar el hombro pero no hemos sabido hacerlo más que a través del más madera, que lleva a descarrilar el tren.
La oportunidad era la de estar, acompañar al otro, al alumno, respirar, mirar, observar lo que ocurre, que no es poco. Se puede perder la ocasión de salir del engranaje de la eficacia, de la productividad, de desmarcarse y buscar otros caminos verdaderamente nuevos. Muchos de mis compañeros son los que acompañan, los que ayudan, adaptándose en tiempo récord a la situación, lo sé. Pero las órdenes de la administración nos arrastran a imponer, exigir y controlar. Realmente se trata ahora de esperar a Sísifo, a que nos cuente lo absurdo de subir la roca en una situación como ésta. Pero en esa espera podemos leer juntos, ver películas juntos, escribir juntos, comentar lo que pasa juntos. Podemos acceder juntos a una cultura que excede a lo que sucede en el aula. Me pregunto si no está faltando para todo eso mucha imaginación y está sobrando eficacia.
Estar.
¿Hay que estar o ser?
¿Ser? No podemos dejar de ser, vivimos con ese peso, cuerpos que se mueven por el mundo con la irremediable disposición a ser, ser algo: oficio, posición social, cargo, estado civil o cualquier otra etiqueta que ganarnos con sudor. Siempre con el yugo de la eficacia, ser lo que sea pero ser el mejor en ello. Hace unos años Fromm se preguntaba si debíamos ser o tener, denunciaba el espejismo que suponía pensar que quien tiene, es. Defendía huir de ese espejismo para ser feliz. Actualmente la esencia parece ganarse a través del hacer y nos lanzamos a ello, a llenar nuestras horas de acciones, labores, trabajos, ocupaciones, en una democratización de la vanidad, del lujo, es más barato el postureo que un Ferrari. No perder el tiempo es la consigna, algo que los mayores saben que es una quimera, al menos una ingenuidad. Ser todo el tiempo, no parar de ser para hacerse sin tregua, a jornada completa. También eso es un espejismo.