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Estos días hemos estado debatiendo en Europa, con gran polémica y acaloramiento, sobre si se debía seguir permitiendo el uso del herbicida glifosato. Puede que a algún lector le pueda parecer un debate excesivo, después de todo sólo hablamos de un herbicida.
Vale, que la Organización Mundial de la Salud lo ha calificado como “probablemente cancerígeno” y numerosos estudios científicos alertan de su toxicidad, pero no deja de ser un herbicida.
Pero si nos fijamos en que el glifosato es el componente principal del Roundup, un herbicida fabricado por la todopoderosa Monsanto y que es el que se emplea para eliminar las “malas hierbas” en la mayoría de los campos en que se cultiva lo que comemos, en las cunetas de nuestras vías de comunicación e incluso se usa mayoritariamente en las calles y los parques de nuestras ciudades. Y si sabemos que este componente penetra en el suelo, se disuelve en el agua y permanece en los cultivos entonces ya podemos comenzar a hacernos una idea de que el debate incluso debería haber tenido mayor repercusión.
Hay estudios de la Agencia de Investigación sobre el Cáncer (IACR) que relacionan al glifosato con la aparición de linfoma y daños en el ADN, así como sus efectos reproductivos y hormonales. Así que si este componente puede estar presente en los alimentos que comemos, en nuestro entorno más próximo e incluso en los parques en que juegan nuestros hijos, efectivamente el debate tiene su importancia.
Por si fuera poco, la cosa tiene también una vertiente de porqué modelo apostamos. El Roundup forma parte del modelo productivo que impone Monsanto: cultivos con semillas Roundup Ready, unas semillas modificadas genéticamente para ser resistentes al Roundup de modo que, al aplicar el herbicida (no selectivo y que acaba con todas las plantas verdes) éste elimina todas las plantas que pudiera haber en la zona dejando sólo las suministradas por la empresa Monsanto. La propia definición de “malas hierbas” que hace la empresa en sus prospectos aplicada a toda aquella especie vegetal que no esté patentada por la multinacional explica muy bien el modelo al que se aspira, acabando con la agricultura tradicional, los pequeños productores y la gestión sostenible y equilibrada del agroecosistema.
Bueno, pero, algo fabricado por una empresa que se llama Monsanto ¡tiene que ser algo bueno, algo santo, no puede ser un demonio! Puede sonar a chiste, pero algo así era lo que nos vendía la multinacional mediante una potente campaña publicitaria cuando introdujo su sistema y sus productos. Dicha campaña originó una demanda y, tras un largo proceso judicial en Estados Unidos, la empresa fue declarada culpable de publicidad engañosa por, entre otras cosas, mentir diciendo que el glifosato era biodegradable y que por tanto ni se acumulaba en el suelo ni en el agua.
La publicidad era engañosa, nos mintieron, pero el glifosato ya se vendía y usaba en la mayoría de nuestros cultivos, cunetas y parques.
Ahora se trataba de corregir el error. Al menos en Europa. Para ello la Comisión Europea abrió un período transitorio de unos meses de seguir permitiendo el uso del glifosato hasta finales del 2017 antes de su prohibición definitiva.
Ante ello la multinacional Monsanto ha desplegado todas sus armas. Una balanza en la que por un lado estaban los intereses de los ciudadanos europeos, su salud y el modelo de la agricultura tradicional, y por otro los intereses de una multinacional.
Por desgracia, la balanza se ha inclinado por la “santidad” de Monsanto y se va a seguir permitiendo el uso del glifosato en Europa, durante cinco años más de momento. Por cierto, con el gobierno de España como gran adalid en la defensa de la multinacional.
Por fortuna, el glifosato se va a seguir permitiendo, pero no es obligatorio su uso. Eso está permitiendo que numerosas ciudades, como las aragonesas Zaragoza o Huesca, lo estén prohibiendo y plantando una semilla que esperemos germine para conseguir un entorno libre del glifosato y todo su modelo.
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