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Un decreto del obispo de Huesca, Julián Ruiz Martorell, ordena que se evite en los funerales leer cartas de despedida al difunto o escritos de agradecimiento al público congregado. La normativa entrará en vigor a partir del 1 de octubre. Tampoco se permitirá pronunciar alocuciones laudatorias o biográficas del finado, ni añadir lecturas o música que no sean las “adecuadas” para el ritual de las exequias. Es decir, se apuesta por misas sin cariño, estandarizadas, despersonalizadas. Decía Jerrold que la religión está en el corazón y no en las rodillas.
Mi amiga Esther comenta, con toda la razón del mundo, que prohibir una despedida es inhumano y cruel. Suele suceder que el sacerdote no conoce al que va en la caja. ¿Qué hay de malo en poner voz, historia y nombre a quien tanto quieres? Aunque nos sepamos la Biblia a pie juntillas, el Nuevo Testamento de memoria y la eucaristía de corrido, ¿qué nos aprovecha todo esto sin humanidad, cariño y respeto? Y si resulta incompatible con la liturgia y el ceremonial religioso, algo falla.
La medida del obispo oscense entronca con aquellos curas ultramontanos del final del franquismo, partidarios de convertir la misa en mera eucaristía y dejarse de tantos sermones donde se defendía la amnistía y la democracia. Aquella fue una reacción de las autoridades religiosas más conservadoras para cercenar al catolicismo de base y a la Teología de la Liberación, en definitiva, a los llamados «marxicristianos» o cristianos por el socialismo que «de tanto insistir en el amor al prójimo olvidaban el amor a Dios y que, de tanto trabajar, olvidaban orar». Aquellos sacerdotes preconciliares pensaban que allá donde Dios tiene un templo, el demonio suele levantar una capilla.
¿Qué nos queda de aquella iglesia por la que apostaba el cura de Fabara hace cuarenta años? La crisis ha hecho que se pongan los focos y se subraye la labor de Cáritas, que echa el resto en ayudar a los más necesitados y a los nuevos pobres ahogados en sus apuros económicos. Pero las jerarquías eclesiásticas, como el obispo oscense, prefieren defender ideas involucionistas en materia de derechos ciudadanos. En tiempos del cura de Fabara, el rechazo al divorcio o al aborto acabó convirtiéndose en marca de pertenencia a la “comunidad eclesial oficial”; hoy, tantos años después, cumplen ese mismo papel el repudio a la muerte digna o a la investigación con embriones. La vieja prédica de la castidad como mejor forma de practicar “sexo seguro” sigue encandilando a muchos miembros de la Conferencia Episcopal y a la Asociación Católica de Propagandistas. Sobrepasados por los cambios y atenazados por su propia rigidez, les resulta incómoda la digestión de varias características básicas inherentes a una democracia de mayor calidad.
Señor obispo de Huesca, deje a las familias que despidan a sus seres queridos. Poder despedirse forma parte del duelo. Suele resultar terapéutico desahogarse emocionalmente. No constriña tanto la liturgia, no la dejé acartonada. “La puerta de Dios siempre está de par de par”. Hágale caso a este refrán persa
Señor obispo, sus interpretaciones de la liturgia se aproximan peligrosamente al Concilio de Trento. Ya puestos, volvería a las misas en latín. Por lo menos aprenderíamos idiomas.
Resulta innegable la resistencia eclesiástica a prueba de siglos. De todos modos, si ya están las iglesias medio vacías, este purismo ritual mal entendido puede ahuyentar aún más a los fieles. ¿Se quedarán solos al final? Hace méritos este obispo. ¿Y el Papa qué dice ante un decreto que muchos contemplamos no solo como una falta de respeto sino también de humanidad?
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