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La reconciliación o el mito del consenso

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El Partido Comunista nunca gobernó en España. Tan solo tuvo presencia minoritaria en los gobiernos de Largo Caballero y Juan Negrín ya en plena Guerra Civil. Cuando en 1975 murió el dictador, la voluntad por la reconciliación del PCE fue determinante para que la Transición culminara en la Constitución de 1978. Fue su gran aportación a la democracia española. Ahora que los que se autoproclaman constitucionalistas promueven una visión sesgada y excluyente del buen español, habrá que recordar que solo seis diputados votaron en contra de la Carta Magna en el Congreso, cinco de ellos pertenecían a la Alianza Popular de Manuel Fraga, origen del actual Partido Popular.

Después de 45 años de democracia, no hay duda de que esta se ha asentado en España pero no en muchos españoles, que siguen encerrados en marcos políticos y sociológicos que creíamos superados. La idea que se mantiene vigente sobre el PCE o el comunismo apenas se ha movido de aquellos discursos monótonos y plomizos de la plaza de Oriente, sobre los que el franquismo construyó su artefacto propagandístico. La educación en democracia no ha servido para desterrar aquella oxidada fruslería ideológica; y constatar esta evidencia a diario resulta hoy descorazonador.

El comunismo, que fue arquitecto indispensable de ese engolamiento llamado “espíritu de la transición”, sigue siendo la bestia parda de nuestro imaginario patrio. Al mismo tiempo, retorcemos la semántica para maquillar las fallas en la cultura democrática de quienes legitiman la herencia de Franco y airean desafiantes la versión de la historia que promovió la dictadura durante cuarenta años. Defienden la unidad de España, explican a modo de atenuante, los tribunos madrileños.

Y es ahí donde se quedan al descubierto las tuberías del sistema: no es tan importante el concepto de la democracia como la idea de España. A diferencia de los partidos en el gobierno, que practican el incómodo diálogo y el acuerdo con nacionalistas e independentista, la extrema derecha es radicalmente beligerante con quien no defiende una idea monolítica de la nación. Y al parecer, esa firmeza con los desafectos (o traidores a la patria) es la que respalda sus credenciales democráticas a ojos del mundo conservador. Y, en consecuencia, justifica los pactos en Madrid, Murcia o Andalucía como una ingeniería necesaria para salvar a España de sus enemigos.

Pero estas referencias están trucadas porque tienen la habilidad de una mirada de largo alcance en la que el sistema democrático no es más que un instrumento. Como explica el historiador Steven Forti, los ultranacionalismos “se mueven como pez en el agua en las grietas de nuestras sociedades multiculturales y juegan para convertir esas grietas en fracturas, yendo más allá de los clásicos clivajes izquierda-derecha”.

El problema es que esa España no existe, salvo en la corta y perezosa mirada de quien no entiende la complejidad de este país y opta por la sobreactuada y estridente épica de los relatos que desvirtúan la realidad. Es lo que Tony Judt llamaba “verdades abstractas”, que son las más complejas de desmontar, y que la ultraderecha gestiona con probada solvencia. Hasta el punto que, como denunciaba recientemente el historiador Julián Casanova, “en nombre de la democracia, se dedica a minar la democracia desde dentro”.

La derecha española ha sacado su artillería pesada para denunciar el acuerdo del gobierno de Pedro Sánchez con Bildu para aprobar los presupuestos generales. Es un recurso maniqueo que los gobiernos socialistas, en especial el de Zapatero, sufrieron cada vez que aplicaron las mismas políticas que la derecha en materia antiterrorista. Se puede y se debe condenar el legado de terror de ETA, que tanto dolor y sufrimiento causó durante décadas, y, al mismo tiempo, explorar caminos para el diálogo y el acuerdo siempre que resulten beneficiosos para el conjunto de los ciudadanos. Por encima del agotador debate sobre las identidades, ese lodazal, están los problemas cotidianos de los ciudadanos, cuyas soluciones deben juzgarse por sus resultados y no por la naturaleza de quienes las propusieron.

Hay que respetar el dolor de las víctimas y la incomprensión que suscita en muchos españoles el acercamiento a quienes hasta no hace mucho defendían la violencia como expresión política. Pero los gobernantes deben tener también altura de miras y sondear el dilema weberiano para interpretar cada tiempo e identificar las oportunidades que la democracia ofrece, una vez que las armas han callado. Es un principio de responsabilidad política.

“O bombas por votos” exigía al mundo abertzale en 2010 Alfredo Pérez Rubalcaba. Los independentistas, sin renunciar a sus legítimos objetivos, decidieron hacer política aceptando las reglas del juego democrático, tal y como los demócratas habíamos anhelado desde los oscuros años de plomo. Pero la narrativa no ha variado pese a que la realidad, afortunadamente, se ha impuesto tozuda y son ahora las víctimas las que piden que no se utilice su memoria como arma arrojadiza.

Si la Transición se promociona como un modelo de consenso y reconciliación, ¿por qué no se renueva ahora que España se enfrenta a nuevos desafíos? Nicolás Sartorius afirmaba esta semana: “no sé si hay pacto con Bildu, pero en la Transición pactamos con quien nos fusilaba”. Sería oportuno recordar que esos que fusilaban y mandaban a la cárcel a la oposición se hicieron demócratas de la noche a la mañana sin renunciar a su lealtad a los principios del franquismo y a la figura del dictador. Pasaron varias décadas hasta que el 20 de noviembre de 2002 el PP condenó por primera vez en sede parlamentaria la dictadura franquista.

Se señala a los homenajes que reciben en sus pueblos los etarras que abandonan las cárceles tras cumplir sus condenas para ilustrar que no hay arrepentimiento ni condena. De acuerdo, la memoria de sus víctimas es incompatible con la indecencia de estos aquelarres colectivos. Se enfatiza que los objetivos de los independentistas siguen siendo los mismos por los que mataba ETA, como si las ideas estuvieran manchadas por el pecado original y no por los fanáticos que decidieron defenderlas con asesinatos y extorsión. Quizá haya que acudir a la cirugía política para justificar el pacto con quienes no se sienten españoles; pero sabemos que la democracia es un sistema tan complejo que obliga al dialogo incluso con quienes desprecias o te desprecian. Por eso la cultura democrática siempre es vulnerable e incierta. ¿No es acaso ésta la razón por la que durante décadas presumimos de que la Transición española era un modelo admirado en el mundo? El politólogo holandés Cas Mudde afirma que el auge de la ultraderecha no es una causa sino un síntoma: “No refleja la fuerza de su ideario sino la debilidad de las instituciones democráticas”, sostiene. Éste es el verdadero problema ante el que debemos permanecer vigilantes.

El Partido Comunista nunca gobernó en España. Tan solo tuvo presencia minoritaria en los gobiernos de Largo Caballero y Juan Negrín ya en plena Guerra Civil. Cuando en 1975 murió el dictador, la voluntad por la reconciliación del PCE fue determinante para que la Transición culminara en la Constitución de 1978. Fue su gran aportación a la democracia española. Ahora que los que se autoproclaman constitucionalistas promueven una visión sesgada y excluyente del buen español, habrá que recordar que solo seis diputados votaron en contra de la Carta Magna en el Congreso, cinco de ellos pertenecían a la Alianza Popular de Manuel Fraga, origen del actual Partido Popular.

Después de 45 años de democracia, no hay duda de que esta se ha asentado en España pero no en muchos españoles, que siguen encerrados en marcos políticos y sociológicos que creíamos superados. La idea que se mantiene vigente sobre el PCE o el comunismo apenas se ha movido de aquellos discursos monótonos y plomizos de la plaza de Oriente, sobre los que el franquismo construyó su artefacto propagandístico. La educación en democracia no ha servido para desterrar aquella oxidada fruslería ideológica; y constatar esta evidencia a diario resulta hoy descorazonador.