Patriotismo fiscal para tiempos recios
El reciente anuncio del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de que subirá los impuestos a las grandes corporaciones y la insistencia del vicepresidente Pablo Iglesias de que habría que hacerlo también a las grandes fortunas están causando un agitado debate público. El PP, el principal partido de la oposición, sigue en su modelo tributario clásico: lo mejor que se puede hacer con los impuestos es bajarlos... al mismo tiempo que pide más dinero público para los sectores económicos más dañados. A CEOE no le gusta la anunciada subida. El líder de Comisiones Obreras, Unai Sordo, la considera insuficiente y cree que habrá que subir impuestos no solo a los más pudientes.
Algunas datos nos ayudarán a centrar el debate. Por ejemplo, estos:
Uno. La capacidad del Estado español de generar ingresos fiscales para el erario es bastante inferior a la de nuestros socios europeos. Nada nuevo. Casi siempre ha sido así. La presión fiscal se mide en porcentaje sobre el PIB. En estos momentos, estamos en el 39%, siete puntos porcentuales por debajo de la media de los países de la UE, lo que supone que el Estado recauda cada año 80.000 millones menos de lo que recaudaría si estuviera en la media comunitaria.
Dos. La crisis del coronavirus y la profunda crisis económica y social que aquella está provocando obliga al Estado a afrontar un periodo de varios años de un gran aumento del gasto público. Es la única receta posible. Es la única manera de intentar salvar el mayor número posible de empresas, de empleos, de instituciones, de proyectos grandes y pequeños, de carreras profesionales, de expectativas vitales... La única manera de preservar el sistema económico y social por el que nos regimos y de impedir que se agrave aún más otro de nuestros males endémicos: la desigualdad. Necesitamos muchísimo gasto público para financiar los ERTEs, para los planes de reconstrucción de los sectores más afectados por la crisis, para el Ingreso Mínimo Vital y otras políticas sociales, para las pensiones, para la liquidez de las empresas y que sigan produciendo y pagando y empleando a sus trabajadores y proveedores, para las bonificaciones y moratorias fiscales y de cotizaciones sociales, para las haciendas de las Comunidades Autónomas y de los ayuntamientos, para la actividad general, para incentivar el consumo, para la investigación para defendernos mejor de futuras pandemias y catástrofes naturales, etc, etc.
Tres. ¿De dónde podemos sacar esos ingentes recursos económicos que necesitamos? De pocas fuentes: De las instituciones supranacionales, en este caso las comunitarias, que están ultimando un plan multinacional del que aún no sabemos cuánto ni cómo nos corresponderá a España. Del futuro, mediante la emisión de deuda que nos hará dependientes de los mercados internacionales y que pagaremos a lo largo de varias décadas, es decir trasladando el problema a las siguientes generaciones y haciendo su vida aún más difícil de lo que hoy ya pinta. Del presente, mediante una mayor recaudación fiscal que nos lleve a unas medias similares a las de nuestro entorno, a las de los países a los que en tantas otras cosas queremos parecernos. Las tres fuentes son necesarias y compatibles. La clave es el cóctel de los componentes.
Cuatro. El aumento de la recaudación fiscal se logra, sobre todo, con un sistema tributario más justo y adecuado a la sociedad a la que sirve -es decir, con una subida de algunos impuestos- y con una buena inspección que erradique otro de nuestros males endémicos: el fraude fiscal.
Cinco. La Constitución vigente es muy clara y taxativa en materia de impuestos. Dice en su artículo 31.1: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá carácter confiscatorio”. En derecho tributario, la progresividad fiscal se sustancia así: a medida que crece la capacidad económica de los sujetos, crece el porcentaje de su riqueza que han de tributar al Estado. La progresividad fiscal es un principio vigente en la mayoría de los países avanzados. Entre nosotros, es antiquísimo: la Pepa, la Constitución que se hizo en Cádiz en 1812, decía en su artículo 339: “Las contribuciones se repartirán entre todos los españoles con proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno”. Las “facultades” en aquellos tiempos eran el dinero, los caudales. El Diccionario vigente aún recoge esa acepción.
Seis. Para desgracia colectiva, la progresividad fiscal que propugna nuestra Carta Magna dista mucho de ser real. Una parte de la parte más pudiente de nuestra sociedad (tanto de personas físicas como de personas jurídicas; es decir empresas) ha encontrado mecanismos legales, alegales o ilegales para no aportar al erario todo lo que debería aportar. De entre los más pudientes, solo hay un subcolectivo que sí está cumpliendo en masa -y a la fuerza, claro- con la progresividad fiscal: el de los asalariados con salarios muy altos: los impuestos que se les aplican bordean, contrariando lo que dice la Constitución, lo confiscatorio.
Y siete. La subida de impuestos ha de focalizarse -no exclusivamente, pero sobre todo- en todos esos otros más pudientes que ahora pagan porcentajes ínfimos de sus ingresos reales. La situación excepcional y extrema que vivimos y la previsible dureza de lo que está por venir requieren que esa parte más favorecida económicamente de la sociedad española arrime el hombro y afronte sus responsabilidades fiscales. Especialmente, las grandes empresas y corporaciones, que han encontrado fórmulas para que los impuestos reales que pagan sean muy inferiores a los que soportan las medianas y pequeñas empresas, y las personas físicas que fuera del control de una nómina también esquivan parte de sus impuestos. En tiempos tan recios como estos, en los que solamente el gasto público puede sacarnos del inmenso atolladero, la progresividad real de los impuestos es una de las mejores expresiones del constitucionalismo y del patriotismo.
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