La historia es tremenda, espeluznante. Una mujer británica ha sido condenada a siete años de prisión por un maltrato infantil especialmente cruel e inexplicable: tuvo encerrada a su hija en un cajón durante tres años, desde que la bebé nació. «Me quedé atónito por lo que vi y me sorprendí muchísimo al ver a un bebé mirándome sentado en un cajón del diván. Me miraba fijamente y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás», declaró ante el tribunal el trabajador social que intervino en el rescate. “Fue un horror abrumador pensar que probablemente yo era el único rostro que la niña había visto aparte del de su madre”.
Las crónicas han contado que, cuando fue encontrada, la niña “no podía gatear, caminar, hablar ni emitir ningún sonido comunicativo”. Las cursivas son mías. Más parecía un animal que un ser humano, un pequeño ser animalizado por su inhumana madre.
No podía “hablar ni emitir ningún sonido comunicativo”... Es el lenguaje lo que nos hace humanos, lo que nos da la condición humana, lo que nos convierte en una especie elegida, lo que ha desplegado la civilización. Sin el lenguaje, el homo sapiens se hubiera quedado en un homo con otro apellido más modesto que le hubiera colocado en un lugar irrelevante de la taxonomía de Linneo.
Todos llevamos dentro al nacer la llamada “facultad humana del lenguaje”, una especie de software innato, natural, del lenguaje, de ese sistema complejo y estructurado que nos permite comunicarnos. El aislamiento extremo en que vivió la bebé británica dificultó la activación y despliegue de esa facultad hasta prácticamente bloquearla.
Son varios los casos documentados de bebés que no hablaban tras haber vivido sin contacto con otros humanos. Es muy conocido y fue muy estudiado el caso de Víctor, un niño de unos 12 años encontrado por unos cazadores a finales del siglo XVIII en los bosques de Aveyron, cerca de Toulouse, en el sureste de Francia. Sobre su historia hizo François Truffaut una película memorable, L’enfant sauvage. Otro caso real, el de un niño criado por lobos y encontrado a finales del siglo XIX en Uttar Pradesh, al norte de la India, inspiró El libro de la selva, de Rudyard Kipling.
La naturaleza imita al arte, y en algunas ocasiones el arte imita a la naturaleza. Hace ahora dos años, a los aficionados a nuestro teatro clásico nos sorprendió la adaptación de La vida es sueño, de Calderón, realizada para el Centro Dramático Nacional por el director de escena británico Declan Donnellan. Casi al comienzo de la función, en el primero de los dos famosos soliloquios de Segismundo, el actor, Alfredo Noval, ¡tartamudeaba!
Tartamudeaba tanto que apenas se le entendía el “apurar, cielos, pretendo, / ya que me tratáis así, / qué delito cometí / contra vosotros naciendo”. ¿Un error clamoroso? No, una decisión consciente y valiente del director y del actor: Segismundo llevaba muchos años encerrado en una cueva por orden de su padre, el rey Basilio, y apenas tenía contacto con otros seres humanos, luego era imposible que fuera hábil en el uso del lenguaje. Avanzada la trama y la función, la dicción de Segismundo mejoraba, y al final del segundo acto a Noval se le entendía perfectamente el segundo soliloquio, el de “¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño; / que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son”.
El nombre de la madre británica del comienzo de este artículo no se ha hecho público, por decisión judicial. No he encontrado en las crónicas información reciente de la niña. La detención de la madre y el rescate de la pequeña se produjeron en febrero de 2023. Es muy probable que en estos casi dos años la niña haya adquirido con normalidad el lenguaje, y hable y se comunique exactamente igual que los otros niños de su edad, ahora unos cinco años. ¿Y la memoria? ¿Qué recordará, y desde cuándo? ¿O es la memoria también una parte del lenguaje humano?
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