El desamparo de la ‘policía del agua’: cuando un solo agente debe patrullar 1.200 kilómetros de ríos y arroyos

Guillermo Prudencio / Ballena Blanca

13 de marzo de 2022 21:50 h

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En España, la protección del agua tiene su propia ‘policía’, encargada de controlar la contaminación, las extracciones ilegales o la usurpación de los cauces públicos, pero que cuenta con unos medios y efectivos inversamente proporcionales a la relevancia de su labor. En función de la zona, cada agente debe patrullar más de 1.200 kilómetros de ríos y arroyos, y extensiones inmensas de terreno –en algunas cuencas, como la del Guadalquivir, cada uno cubre una superficie similar a la de la isla de Menorca– con vehículos inadecuados, muchas veces en solitario y sintiéndose desprotegidos. 

Se enfrentan, según agentes entrevistados por Ballena Blanca que han solicitado preservar su anonimato, a una agresividad cada vez mayor en el medio rural, espoleada por las crecientes tensiones alrededor del agua en España. 

Estos agentes ambientales conforman la guardería fluvial de las confederaciones hidrográficas, unos organismos dependientes del Gobierno encargados de la gestión de los ríos, embalses, humedales y acuíferos. Las autoridades del agua, consultadas para este reportaje, admiten que sus medios humanos son “claramente insuficientes”. “La dotación que tenemos equivaldría a que en Holanda solo hubiera 60 efectivos para vigilar su dominio público hidráulico”, asegura una fuente de la Confederación Hidrográfica del Júcar, la cuenca que se extiende por gran parte del Levante peninsular. 

Según los datos recabados, el terreno que debe peinar cada uno de estos agentes es enorme, hasta 1.200 kilómetros cuadrados en la cuenca del Duero. En esa gran superficie deben realizar tareas como controlar las autorizaciones de pozos, inspeccionar los daños por inundaciones o estar alerta ante vertidos ilegales. 

En una cuenca como el Tajo, una de las más extensas del país, cada uno de los 54 agentes medioambientales de la confederación toca a 1.200 kilómetros de ríos y arroyos, cauces públicos que en muchos lugares se ocupan ilegalmente. Fuentes de este organismo detallan que necesitarían 75 nuevos efectivos (un incremento de plantilla del 235%) para “desarrollar estos trabajos con la garantía mínima necesaria”.

Desde el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, del que dependen estas autoridades del agua, afirman que el tema es “una prioridad”. A una pregunta de este medio, responden sin dar detalles que “el Miteco está ya trabajando en un plan de recursos humanos para las confederaciones, empezando por la realización de un diagnóstico de los medios con los que cuenta cada confederación y de sus necesidades”. 

Para la directora de la Fundación Nueva Cultura del Agua, Julia Martínez, la raíz del problema es que las confederaciones han dedicado la mayoría de sus presupuestos a grandes obras, como embalses o modernizaciones de regadíos. “No se ha incrementado los esfuerzos y el personal dedicado a gestión y control de todas las actividades que pueden suponer un uso indebido o una contaminación del agua, o la apropiación física del espacio fluvial”, reflexiona Martínez.

“Es imposible controlar todo, es una locura”

Allí donde el agua escasea es donde más se nota la falta de efectivos de esta ‘policía fluvial’, pues entre sus tareas está vigilar la explotación de los acuíferos: las reservas subterráneas de las que se nutren grandes extensiones de cultivos de regadío en algunas de las áreas más áridas del país. 

“En una zona como el Mar Menor es imposible controlar todo, es una locura”, explica un agente medioambiental de la Confederación Hidrográfica del Segura que trabajó luchando contra la agricultura ilegal alrededor de la laguna. Cada agente de la CHS debe vigilar 6.700 hectáreas de regadío legal, y a eso se suma toda la actividad clandestina. En el Campo de Cartagena se han encontrado (incluidas operaciones conjuntas con la Guardia Civil) equipamientos para el riego ilegal tan sofisticados como desalobradoras ocultas en contenedores de barco y enterradas bajo tierra. 

El funcionario de la CHS, con 15 años de servicio, relata situaciones muy tensas vividas en el polvorín en el que se ha convertido la zona. Le tiembla un poco la voz al recordar el día que le amenazaron con una escopeta, visitando una finca agrícola en la que habían precintado unas desaladoras y pozos clandestinos. En las grandes redadas van con escolta policial, pero ellos no van armados. “Era un trámite y por eso solo fuimos un compañero y yo –recuerda–. Tuvimos que llamar a la policía, se resolvió y no fue a mayores, pero son cosas que pueden ocurrir”. 

En otro punto caliente, el entorno de Doñana, estos agentes también han estado en el punto de mira por cumplir su labor: la última, en septiembre de 2018, cuando un agente de la Confederación del Guadalquivir tuvo que ser rescatado por la Guardia Civil tras ser increpado y retenido por un grupo de personas mientras revisaba pozos de regadío ilegales.

Desde Aproam, la asociación que agrupa a los agentes medioambientales de los Organismos Autónomos del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (como son las confederaciones), denuncian la “inseguridad” que viven en el campo. “Hemos pedido varias veces que nos den algún medio de defensa. Hemos propuesto modelos concretos de chalecos que llevan refuerzos para pinchazos, esprays de pimienta, y formación específica de defensa personal”, detalla uno de sus miembros. 

El exiguo personal hace que, la mayoría de las veces, se vean obligados a patrullar el territorio en solitario. Algo que, lamentan, es especialmente peligroso para las mujeres. “Ir en parejas es fundamental para nuestra seguridad, y no podemos”, asegura una agente que trabaja en el norte. “El coche que tengo yo no es adecuado para andar por caminos, ni de lejos. Quédate sin cobertura, tirada, en una zona apartada… Estás como estás, un poco vendida a veces”. 

En enero, el coche de un agente en Ciudad Real amaneció con la luna reventada. Cuentan que tienen miedo de dejar su vehículo oficial, con la pegatina de la confederación, aparcado en plena calle, cerca de su propia casa, ya que no hay garajes oficiales para ellos. Por lo general viven en el mundo rural y en las zonas más conflictivas se sienten “señalados”. “En un pueblo de 5.000 ó 6.000 habitantes la gente se conoce”, dice esta funcionaria.

El miembro de Aproam habla de una creciente “radicalización” frente a quienes defienden el medio natural. “Cada vez hay más agresiones a agentes medioambientales, tanto de las comunidades autónomas como entre nosotros. Me da la impresión de que cada vez hay más violencia”, cuenta el agente.

La primera línea frente al saqueo de los acuíferos

La agricultura de regadío es la mayor consumidora de agua en España (de un 70 a un 80%, según distintas estimaciones), y casi un cuarto del agua de riego procede de los acuíferos. A nivel estatal, un 24% de estas reservas subterráneas de agua dulce están sobreexplotadas (en “mal estado cuantitativo”, según la definición oficial, lo que significa que cada año se extrae más de un 80% del agua que se recarga), una cifra que se dispara al 85% en el caso de la cuenca del Guadiana, un 73% en el Guadalquivir o un 46% en el Júcar, según los informes oficiales. 

Los acuíferos funcionan como una cuenta de ahorros, una reserva estratégica de recursos hídricos para capear momentos de sequía. Ahora, con los embalses bajo mínimos y con posibles restricciones al riego en el horizonte, se plantea una tormenta perfecta para que puedan seguir aumentando esas extracciones insostenibles. 

“Cuando se reducen las asignaciones al regadío desde embalses y ríos, muchos agricultores confían en llevar adelante su cosecha –o en algunos casos solo la supervivencia de los árboles frutales y olivos o vides– con un riego desde un pozo”, opina el ingeniero ambiental Guido Schmidt. “El número de agentes es demasiado bajo para detectar y perseguir la extracción ilegal del agua”, asegura este experto en conflictos hídricos. 

No hay cálculos precisos sobre la cantidad de agua que se bombea fuera de la ley en España, pero existen datos de zonas concretas que dejan ver la escala del problema. Según un estudio de la organización conservacionista WWF publicado el pasado octubre, tan solo en cuatro grandes acuíferos —Los Arenales en el Duero, Doñana en el Guadalquivir, Alto Guadiana y Campo de Cartagena (Mar Menor)— se extraen anualmente 219,84 hectómetros cúbicos, un volumen equivalente al consumo de la mitad de los hogares de la Comunidad de Madrid durante un año. 

“Esta sobreexplotación ha ocurrido al amparo de una deficiente planificación hidrológica y agrícola, el apoyo sistemático a la ampliación del regadío por las administraciones agrícolas y el reparto de derechos de uso entre los demandantes realizado por las autoridades del agua”, asegura el informe. 

Rafael Seiz, experto en aguas de esa organización, señala que muchos de los casos que detectaron no son grandes ilegalidades, sino pequeñas triquiñuelas para bombear más de lo autorizado y poder así ampliar unos metros el sembrado, o plantar algo que necesite más agua. “Pero el impacto conjunto es enorme, es un fraude inmenso a título colectivo - sostiene Seiz-. Si las Confederaciones tuvieran más medios, y se diera ejemplo sancionando, la gente se lo pensaría más”.

Controlar que en cada pozo no se saca más volumen del autorizado también es una tarea ímproba. Solo en la cuenca del Guadalquivir hay 80.000 pozos inscritos en el registro de aguas. Por ley deben colocarse medidores del caudal extraído, pero no es raro que aparezcan manipulados. Aunque el agua de los acuíferos es un bien de dominio público, para abrir un pozo es obligatorio pedir una autorización administrativa siempre y cuando se extraigan más de 7.000 metros cúbicos al año, o cuando vayas a pinchar un acuífero declarado como sobreexplotado o en riesgo de estarlo.

Otro problema es la falta de castigo para estos delitos. De acuerdo a un análisis elaborado por Greenpeace en 2019, las confederaciones hidrográficas solo registraron 7.557 denuncias entre 2013 y 2017, de las que 3.474 correspondieron a pozos ilegales, una cifra que califican de “irrisoria”. 

“Existe impunidad propiciada por la propia administración. Hemos trabajado en la cuenca del Segura y hemos visto como las denuncias de los agentes se almacenan en un cajón”, asegura Julio Barea, portavoz de esta ONG. “Hay muchos intereses, y los agentes se terminan cansando y agotando. ¿Si ves que tu propia administración no te apoya y no te respalda, qué te queda por hacer?”, se pregunta Barea.

Según los expertos consultados, el trabajo sobre el terreno podría combinarse con el uso de nuevas tecnologías, como el análisis de imágenes de satélite para comprobar el uso de agua de los cultivos, o implantando contadores que midan en remoto y en tiempo real, algo que ya se está probando en confederaciones como el Guadalquivir. Pero los agentes defienden que hay cosas que “no se ven desde la oficina”. “Somos la primera línea, tiene que haber gente en el campo que denuncie estos problemas. Hacen falta más agentes, y que los responsables políticos reconozcan que esta labor tiene peligros y necesita más medios”, concluye el miembro de Aproam.