La nieve artificial ya cubre más de la mitad de las pistas de las principales estaciones de esquí por el cambio climático
Si la nieve no cae del cielo, se fabrica. Más de la mitad de las pistas de las principales estaciones de esquí españolas ya cuentan con cañones de nieve artificial. El uso de estas tecnologías, que según sus críticos implican un notable gasto de agua y energía, es cada vez más necesaria para mantener vivo el negocio del esquí ante el retroceso de la nieve en las montañas.
Fabricar nieve para disfrute de los esquiadores no es un invento nuevo –el primer cañón de nieve artificial de España se instaló en 1985–, pero es una medida al alza. Según un análisis elaborado por Ballena Blanca a partir de datos de la patronal del sector, Atudem, los seis mayores centros de esquí españoles (cinco situados en los Pirineos y uno en Sierra Nevada) ya tienen el 52% de sus pistas cubiertas con instalaciones de nieve artificial, frente a un 40% en 2011.
El número total de cañones solo se ha mantenido estable en una de las estaciones, Cerler, pero ha crecido en el resto: de 2.759 en 2011 a 3.138 cañones al comienzo de la actual temporada, un 13% más.
Esta tecnología se ha convertido en la mejor garantía para el sector, especialmente cuando el inicio de temporada es seco y las nevadas no son suficientes para abrir en el puente de la Constitución y en Navidad. Según los expertos, se considera viable una estación cuando está cubierta por al menos 30 centímetros de nieve durante 100 días: algo cada vez más incierto en España ante el avance de la crisis climática.
El cierre de Navacerrada, en la Sierra de Guadarrama, ha vuelto a poner sobre la mesa la vulnerabilidad del sector. Un final precipitado por la decisión del Organismo Autónomo de Parques Nacionales –que depende del Ministerio de Transición Ecológica– de no renovar la concesión de los terrenos que ocupan la mitad de sus pistas: precisamente aquellas donde tenían cañones de nieve artificial.
El caso de Navacerrada puede ser premonitorio. Según un estudio científico del proyecto Nivopyr, del Observatorio Pirenaico del Cambio Climático (OPCC), el 63% de las estaciones de la cordillera será inviable sin nieve artificial en un escenario de 2 ºC de calentamiento. Incluso enchufadas al soporte artificial de los cañones, casi un tercio –las orientadas más al sur y en cotas más bajas– tendrían que cerrar. No es un futuro demasiado lejano: en los Pirineos la temperatura ya ha subido 1,3 ºC en los últimos 60 años, un 30% más que la media global.
Así, las estaciones siguen apostando fuerte por fabricar nieve. Esta temporada, Baqueira-Beret ha inaugurado una nueva balsa para regar las pistas de 187.500 metros cúbicos de capacidad, el equivalente a 55 piscinas olímpicas. Y el año pasado, Sierra Nevada compró 100 nuevos cañones por 1,8 millones de euros.
Estas máquinas, situadas en los laterales de las pistas de esquí, disparan a la vez partículas de agua pulverizadas y un chorro de aire comprimido. La temperatura debe estar por debajo de 0ºC y la humedad ser baja para que, al salir por el cañón junto al aire, las gotitas se conviertan en diminutas bolas de hielo, imitando la nieve natural. Cuanto menor sea la humedad y la temperatura, más seca y de mejor calidad será la nieve.
Sus críticos apuntan, precisamente, a este gasto de energía y sobre todo de agua. Para Rosa María Fraguell, geógrafa de la Universidad de Girona, la producción de nieve es una “falsa solución” de adaptación al cambio climático, con un efecto “perverso” a nivel ambiental. “Con mayores temperaturas tendrán que regar más las pistas, por tanto, gastar más agua y energía”, explica la profesora, una de las autoras del último informe de la Generalitat sobre el impacto del cambio climático en Cataluña.
Aunque la eficiencia energética de estos aparatos ha mejorado enormemente –hasta el 90% respecto a los primeros aparatos, según un responsable de Baqueira-Beret–, es mucho más difícil minimizar el consumo hídrico: igual que en la naturaleza, es la materia prima para la producción de nieve. El gasto varía por temporada, pero cubrir una hectárea de pistas con la capa básica de nieve artificial (30 centímetros de grosor) supone un consumo de al menos un millón de litros de agua, según el fabricante Technoalpin, que suministra a la mayoría de las estaciones.
El argumento habitual del sector para matizar su impacto es que esa agua, al derretirse, vuelve al medio. Pero un estudio del Instituto Suizo para la Investigación de la Nieve y los Aludes, explica que al dispersar el agua desde los cañones a alta presión, una buena parte se vuela o vuelve a la atmósfera por evaporación y sublimación: entre un 15% y un 40% del agua total consumida se pierde.
“Lo más prudente es ser valiente y empezar a cerrar lo que no funciona. Mantenerlo artificialmente no es solución”, afirma la investigadora de la Universidad de Girona, que apunta a los rescates públicos de las estaciones de esquí –seis de los 10 centros de esquí alpino catalanes están en manos de la Generalitat– como prueba de su falta de viabilidad económica. Esta geógrafa propone “la reconversión” de las más vulnerables al cambio climático, diversificando el turismo y transformándolas en “estaciones de montaña que aprovechen la naturaleza”.
Preguntados por el impacto del cambio climático, desde Baqueira-Beret –situada en la cara norte del Pirineo, es la mejor posicionada frente al calentamiento– aseguran que está más centrada “en la optimización de la instalación de nieve que en la ampliación de esta”. “Necesitamos unas temperaturas bajas para producir nieve. Las condiciones meteorológicas no sabemos cómo van a evolucionar”, apuntan desde la estación del valle de Arán.
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