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Los expertos en Salud Pública José Martínez Olmos, Daniel López-Acuña y Alberto Infante Campos analizan las medidas clave para hacer frente a la pandemia de coronavirus.

La Unión Europea se ha quedado corta en la lucha contra la pandemia

Una trabajadora sanitaria administra la vacuna contra la COVID-19.

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La pandemia de COVID-19 nos ha mostrado a lo largo de los últimos 14 meses la insuficiencia de los mecanismos europeos y mundiales para una gobernanza capaz de garantizar una seguridad sanitaria común, más allá de las fronteras nacionales, y la incapacidad para responder con eficacia y de modo coordinado a un fenómeno pandémico como el que hemos tenido que enfrentar. También preocupante ha sido la cortedad de miras y de dispositivos eficaces para lograr un acceso suficiente, oportuno, asequible y equitativo a las vacunas desarrolladas contra la COVID-19 que, hasta el momento, son el medio más importante con el que contamos para prevenir la enfermedad severa, el sufrimiento y la muerte a consecuencia de la infección por SARS-CoV-2.

Ha quedado de manifiesto, como nunca, que la arquitectura y las políticas de la Unión Europea en materia sanitaria dejan mucho que desear y son a todas luces inadecuadas, especialmente cuando se trata de cuestiones de salud pública transfronterizas. Y esta insuficiencia es tanto responsabilidad de la Comisión Europea como de los Estados miembros que, hasta ahora, han preferido limitar las competencias europeas en materia sanitaria y preservar una engañosa soberanía nacional en este terreno, con el pretexto de defender la singularidad de los sistemas sanitarios nacionales.

A todas luces esto limita las posibilidades europeas para hacer efectivo el derecho a la salud y garantizar una cobertura universal con portabilidad transfronteriza. En pleno siglo XXI, en materia sanitaria, la Unión Europea se comporta con una lógica Westfaliana, sigue atrapada en el engañoso principio de la “soberanía nacional”, y se ha quedado corta en la construcción de un verdadero “espacio sanitario europeo”.

Pero si todo esto es un problema que debería ser prontamente superado en materia de atención sanitaria, en el ámbito de la salud pública constituye una verdadera desgracia que reclama una respuesta urgente. Cuando un riesgo sanitario como una epidemia alcanza proporciones regionales y mundiales, es decir, se convierte en una pandemia, y el problema no puede ser resuelto únicamente con acciones en el interior de las fronteras nacionales, las actuaciones sanitarias tienen que ser transfronterizas y supranacionales.

Estamos muy lejos de alcanzar lo que deberíamos haber construido a lo largo de las últimas décadas: bienes públicos europeos (y mundiales) en materia de salud pública. Dispositivos y mecanismos de gobernanza que permitan trascender los limites egoístas de una lógica basada en el principio del Estado-nación, cuando nos enfrentamos a amenazas que trascienden fronteras, soberanías nacionales e intereses particulares de países concretos.

A pesar de los esfuerzos realizados (en especial en la centralización de las compras de vacunas por Europa), no contamos ni con los instrumentos ni con los mecanismos de gobernanza, europea y mundial, que viabilicen una acción colectiva supranacional que constituya un ejercicio de autoridad sanitaria, más allá de los ámbitos puramente nacionales. Y la pandemia ha dejado muy claro que sin ellos somos ineficaces, que el virus nos vence con mayor facilidad y que si surge una nueva pandemia, esta nos seguirá pillando mal preparados y sin la adecuada capacidad de respuesta.

La seguridad sanitaria mundial, y para el caso la europea, es el proceso que lleva a obtener el resultado de lograr mantener los riesgos sanitarios bajo control, asegurando “el orden sanitario”. Implica una capacidad europea y mundial de detectar disrupciones (alertas) y de corregirlas activa y rápidamente (respuestas), para lo cual es imprescindible contar con acuerdos colaborativos vinculantes, tanto mundiales como regionales, que posibiliten la inmediata acción colectiva más allá del ámbito nacional. Por tanto, se requiere más y mejor OMS, así como un papel más determinante de la Unión Europea en el seno de esta.

La tarea debe ser consolidar un bien público mundial, y para el ámbito comunitario de los 27, un bien público europeo, que trascienda las soberanías nacionales y que sea aceptado claramente por los Estados que conforman la OMS por un lado y la Unión Europea por otra parte. Estos bienes públicos deben tener una naturaleza intergubernamental y multilateral, tienen que permitir que se reúna, se comparta y se analice la información relevante, sin filtros ni secretos guiados por un enfoque miope de “seguridad nacional” y, sobre todo, deben permitir llevar a cabo acciones rápidas y decisivas supranacionales para atajar el problema más allá del ámbito nacional.

El alcance del Reglamento Sanitario Internacional (RSI) vigente y las atribuciones del Centro Europeo de Control de Enfermedades (ECDC) y de la Comisión Europea en el ámbito de la Unión Europea, sin embargo, no son suficientes para cumplir con esos requisitos fundamentales, ya que los Estados que son parte de esta convención internacional, o del Tratado de la Unión Europea, no han cedido soberanías nacionales y ello imposibilita una acción colectiva supranacional.

En el RSI se define como riesgo de salud pública la probabilidad de que un evento afecte a la salud poblacional, se disemine internacionalmente y entrañe un peligro serio y directo, pero no se establece una forma de actuación colectiva que esté por encima de las actuaciones nacionales. Lo mismo ocurre en el Tratado de la Unión. Por tanto, el problema no está en el instrumento en sí mismo, sea este el RSI o un nuevo Tratado Internacional de Preparación y Respuesta ante Pandemias, como el que han planteado varios líderes mundiales y el propio director general de la OMS. Si no se ceden soberanías sanitarias nacionales, ningún instrumento tendrá la efectividad que se requiere.

En el ámbito de la Unión Europea se necesita un enfoque coordinado y convergente que, al no haberse producido de manera efectiva, ha generado dificultades para poder frenar las distintas olas de COVID-19 en los Estados miembros. La manifiesta descoordinación de las medidas restrictivas y de las acciones sanitarias de los Estados miembros y el errático control de fronteras del espacio Schengen han producido un trasiego incongruente de personas, han desconcertado a la ciudadanía y no han logrado interrumpir oportuna y eficazmente la transmisión del virus.

Los países han ido en direcciones diferentes y han carecido de un enfoque compartido, basado en una lógica epidemiológica común. Se ha notado la ausencia de una Autoridad Sanitaria Europea con capacidad de liderar, proponer y regular todos estos aspectos de forma efectiva. Algo que, junto con otras reformas que han sido propuestas, debería establecerse en la Conferencia Sanitaria que la propia Comisión Europea ha anunciado para este otoño.

Hasta entonces, la Comisión debería asumir el liderazgo que le corresponde y arribar a un marco de actuación común para orientar los esfuerzos de los Estados miembros. La creciente transmisión del virus ha determinado un peligroso aumento de la incidencia de COVID-19 en muchos de los países de la Unión en las últimas semanas y si no se actúa de este modo tendremos retrocesos que pueden requerir volver al confinamiento pleno y a la reducción de la movilidad, incluyendo el cierre de fronteras en el interior del Espacio Schengen.

Por su parte, el certificado digital sanitario tal como ha sido planteado hasta ahora solo generará falsas seguridades y no garantizará la seguridad sanitaria que debe acompañar al restablecimiento de los viajes internacionales. Parece buscarse más una reanudación apresurada de los flujos turísticos que atender a las necesidades de salud pública. Y presenta, además, el enorme riesgo de introducir procesos discriminatorios en otros aspectos de la vida social no ligados al tránsito internacional de personas. Numerosos analistas y parlamentarios europeos han apuntado el riesgo de que viole derechos fundamentales cuando no toda la población ha tenido todavía acceso a la vacuna.

La trascendencia sanitaria de las decisiones de la Comisión y sus eventuales consecuencias en materia de derechos requieren un papel más relevante del Parlamento Europeo y de los parlamentos nacionales para asegurar mecanismos de control y garantías suficientes. Sobre todo, porque aún hay mucho por hacer en materia de coordinación de las medidas asociadas al cierre y apertura de fronteras, cuarentenas, realización de pruebas diagnósticas para viajar, consejos y restricciones de viaje y movimientos de personas dentro de la Unión Europea y fuera de ella. Por el momento, la situación en este campo es desordenada y muy poco eficaz, y más valdría ocuparse de mejorarla.

El asunto de las vacunas merece una especial referencia, ya que se trata del instrumento fundamental para controlar la pandemia en el mediano plazo. Sin embargo, solamente funcionará si se impulsa como un bien público tanto en el ámbito europeo como en el concierto mundial. Por desgracia, ni la actuación de la OMS, el GAVI y el Banco Mundial en el ámbito mundial ni las medidas tomadas por la Unión Europea en su espacio de competencia han estado a la altura de lo requerido.

Desde el comienzo, hubiera hecho falta una acción más decisiva que apostara por consolidar las acciones para el desarrollo de vacunas de una manera colaborativa y por centralizar las funciones regulatorias para la aprobación de las vacunas y su revisión en términos de seguridad y eficacia. En cambio, se optó por permitir la proliferación de esfuerzos competitivos teñidos de un absurdo nacionalismo vacunal. Tampoco ha sido posible armonizar las decisiones en cuanto al uso de las vacunas aprobadas por la Agencia Europea del Medicamento, el ente regulatorio supuestamente establecido para actuar de manera concordante en todos los países de la Unión, y esto pone en entredicho la eficacia de las actuaciones sanitarias de alcance europeo.

A fin de cuentas, la Unión Europea ha “acomodado” pactos comerciales con las compañías farmacéuticas productoras de las vacunas, muchos de cuyos procesos de investigación y desarrollo financió generosamente, en lugar de inducir una producción más acelerada con procesos de terciarización en los que podrían haber participado entidades farmacéuticas que, o bien tuvieran capacidad de producción de vacunas, o bien pudieran reacondicionar sus instalaciones para esta finalidad.

Tanto la Unión Europea como la OMS deberían haber convocado al sector farmacéutico para desarrollar un “plan de choque”, con una lógica de economía de guerra, que llevase a una producción intensificada del número de dosis de vacunas necesarias, con el pleno respaldo e inversión de los gobiernos de sus Estados miembros. Esto es algo para lo que aún habría margen de acción, ya que las necesidades presentes y futuras, tanto para la Unión Europea como a nivel mundial, son y serán considerables, lo que se beneficiará de una adecuada capacidad instalada a modo de “previsión estratégica”.

En resumen, se ha echado en falta un liderazgo público europeo para inducir una producción incrementada de dosis vacunales capaz de atender a las necesidades europeas y mundiales, y no solo responder pasivamente a acuerdos comerciales ingenuos e insuficientes con las compañías productoras que detentan las patentes y que han incumplido los acuerdos. Tampoco lo ha habido para recordar que, si esto no fuera suficiente, nada debería impedir poner en marcha el “compulsory licensing”, un mecanismo aprobado hace casi dos décadas en la ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio, que permite flexibilizar las patentes cuando hay una prioridad internacional de salud pública, como en su momento fueron los tratamientos de antirretrovirales para luchar contra el SIDA.

La aplicación de este mecanismo, junto al impulso de medidas para disponer de mayor capacidad de fabricación, haría posible producir a menores costes y con mayor agilidad las dosis necesarias de vacunas para todo el mundo.

Pero hasta ahora la lógica imperante ha sido la de la producción comercial y no la de generar un bien público cuya producción y distribución fuesen adecuadamente orquestadas a través de un mecanismo de cogobernanza por parte de los Estados. El resultado salta a la vista: aún no se cuenta con el suficiente número de dosis para enfrentar las necesidades de vacunación, las vacunas no son asequibles para todos los países, no están distribuidas equitativamente ni ha primado una lógica de protección gradual de las poblaciones más vulnerables del mundo, independientemente de su pertenencia a un país u otro.

No basta con el mecanismo COVAX para apoyar a los países pobres para que puedan comprar vacunas. Tampoco con una compra consolidada europea que no ha garantizado el abasto suficiente de vacunas para poder vacunar al ritmo que se necesitaría en los países de la Unión. Son mecanismos vicariantes que no corrigen el problema estructural de base pues siguen partiendo de la consideración de las vacunas como un bien privativo y no un bien público. Y al hacerlo así, indirectamente tienden a prolongar la duración de la pandemia y a ofrecer al virus más oportunidades para mutar y, en su caso, para escapar a la acción protectora de las actuales vacunas. Con las complicaciones de largo plazo que ello puede conllevar. Se requieren esfuerzos orientados a conseguir el acceso universal necesario para vencer eficazmente la pandemia de la manera más rápida posible.

Urge adoptar en el seno de la Unión Europea una acción concertada que en el corto plazo se traduzca en una serie de medidas para frenar los recientes repuntes de COVID-19 y en el mediano plazo en acciones efectivas para superar la insuficiencia en la producción de vacunas y los inexcusables retrasos en el avance de la vacunación. Este debe ser un esfuerzo concertado para reducir el caos mundial y fomentar la coordinación.

El leitmotiv de este esfuerzo debería ser un enfoque conjunto para frenar los repuntes, un abordaje coordinado y solidario en el control de la pandemia y en la mitigación de sus efectos económicos y sociales y una acción colaborativa en la producción y distribución de vacunas, ya que no se trata exclusivamente de un asunto individual de cada país. “Ningún hombre es una isla”, decía el poeta inglés John Donne. En este caso ningún país es una isla y todos los Estados miembros de la Unión Europea y de la OMS están en un barco común. Hay que impulsar una acción rápida, colaborativa y concertada de la que España debería ser abanderada en la Unión Europea, la OMS y otros foros internacionales.

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