A principios de julio, el ministro de Consumo español, Alberto Garzón, publicó un breve vídeo en Twitter en el que instaba a los españoles a reducir su consumo de carne. Desde el punto de vista de la comunicación política, era impecable. Enumeró las numerosas formas en que la producción y el consumo de carne a gran escala perjudican a los seres humanos, al medio ambiente y a los animales, todo ello respaldado por la ciencia. Se centró en reducir la ingesta de carne, no en eliminarla: alabó los sistemas de ganadería extensiva y las barbacoas familiares. Reconoció que cambiar la dieta es difícil para quienes no tienen acceso a opciones alimentarias baratas, accesibles y variadas. Explicó que el Gobierno lanzará campañas de educación alimentaria y aplicará normas para promover dietas más sostenibles. Incluso añadió un 'hashtag': #MenosCarneMasVida.
La política española estalló. Mientras que el mensaje de Garzón, matizado y bien documentado, recibió cierto apoyo (está aumentando el número de españoles que afirman querer reducir su consumo de carne), varios compañeros políticos recurrieron al troleo juvenil. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, del PSOE, se deshizo en halagos hacia el chuletón en una rueda de prensa, y Teodoro García Egea, del derechista Partido Popular, tuiteó una foto de una parrilla repleta de trozos de carne con la leyenda: “A tu salud”.
El asunto fue una brillante muestra de la tensión política sobre el cambio alimentario. La dieta promedio occidental -prevalente en España, al igual que en Estados Unidos y el Reino Unido- tiene un alto contenido de carne, grasa y azúcar, y su producción y consumo son un desastre tanto para el medio ambiente como para la salud pública. Esto ha sido así durante décadas. Pero en los últimos años, un coro cada vez más numeroso de voces ha empezado a reclamar cambios importantes en la dieta en interés de la salud humana y planetaria. El informe EAT-Lancet, publicado en febrero de 2019, pedía un cambio global hacia una dieta principalmente vegetal si queremos mantener la producción agrícola dentro de los límites planetarios. El problema, sin embargo, es que cambiar realmente lo que la gente come es extremadamente difícil. ¿Quién debe impulsar este cambio: los individuos, los gobiernos o las empresas? ¿Se puede encontrar un equilibrio entre la libertad del consumidor y la regulación? ¿Y cómo se puede compaginar la elaboración de políticas racionales con el importante significado cultural, nacional y personal de la comida?
La carne de vacuno es el punto de partida de este tipo de discusiones, ya que el consenso científico es especialmente fuerte. Los mil millones de vacas que hay en el mundo contribuyen a un 6% de todos los gases de efecto invernadero a través de sus eructos ricos en metano, requieren grandes cantidades de tierras de pasto y a menudo son engordadas para su sacrificio en granjas industriales donde son alimentadas con una dieta de monocultivos como el maíz y la soja, cuya plantación a su vez contribuye a la deforestación generalizada y al uso de pesticidas. El consumo excesivo de carne roja también se ha relacionado con varios problemas de salud.
Los filetes, en otras palabras, son los todoterrenos de la carne: símbolos de estatus caros, innecesarios y nocivos para el medio ambiente que hacen mucho más daño que bien. Hay buenas razones para eliminar el consumo de carne de vacuno por completo, y reducirlo drásticamente debería ser una obviedad: La dieta modelo de EAT-Lancet, por ejemplo, sugiere limitar la carne de vacuno a 98 gramos por semana (y toda la carne a menos de 500 gramos). Esto supone una reducción del 60%, en relación con la dieta media de un español, y una enorme reducción del 86% en Estados Unidos.
La forma tradicional en que las ONG, las empresas y los gobiernos abordan el cambio de dieta es a través de campañas informativas y de los llamados “nudges” (“empujones”, “acicates” o “impulsos”) que no afectan a la elección individual ni suponen un riesgo para las batallas normativas y legislativas. Se trata de formas no intrusivas de sugerir a los consumidores opciones más saludables o éticas, como la publicación de las recomendaciones de EAT-Lancet o las directrices dietéticas nacionales, la colocación de etiquetas de “comercio justo” en el café o de “bienestar animal” en la carne. También puede significar la decisión de no promocionar un producto, como hizo el sitio web de alimentos Epicurious cuando se comprometió a dejar de publicar recetas de carne de vacuno por muchas de las razones mencionadas por Garzón.
El problema de estas intervenciones es que no son del todo eficaces. Aunque los consumidores afirmen que quieren tomar decisiones más informadas o sostenibles, tienden a retomar sus hábitos habituales cuando se encuentran en los pasillos del supermercado. Y la información no cambia necesariamente el comportamiento; incluso puede tener el efecto contrario. Los psicólogos afirman que, cuando los consumidores se enfrentan a la “paradoja de la carne” y se oponen a los daños causados por ella, a menudo crean narrativas justificatorias y racionalizaciones que niegan el daño o la responsabilidad personal en lugar de detener realmente el consumo de carne.
Estos esfuerzos políticos blandos y poco efectivos también tienden a ser atacados por los críticos como si realmente estuvieran reduciendo la elección del consumidor. EAT-Lancet se enfrentó a una contracampaña online coordinada bajo el 'hashtag' #yes2meat. Epicurious fue atacado por los críticos pro-carne, incluyendo foodies y escritores gastronómicos, a raíz de su decisión. Cuando las Naciones Unidas trataron de pedir la reducción de la carne para mitigar el cambio climático, también fueron brutalmente criticadas, incluso por estudiosos del clima que son favorables a la carne.
Modificar las opciones disponibles en una situación determinada puede ser más productivo. Esto se llama cambiar la “arquitectura de la elección”, y hay evidencias de su eficacia. Por ejemplo, quitar la cecina de entre los artículos de compra impulsiva en una línea de caja desincentiva la compra de cecina sólo por alejarla de la vista y de la mente. Los supermercados y los restaurantes tienen grandes oportunidades de manipular la arquitectura de la elección, ya que podrían comprometerse a vender menos carne de vacuno, promover opciones más saludables o sustituir la carne por proteínas alternativas, como están haciendo cada vez más establecimientos de comida rápida.
Estos cambios pueden tener un impacto aún mayor en espacios institucionales como las escuelas, que cuentan con grandes presupuestos para suministros y alimentan a un gran número de personas; tales cambios pueden modificar tanto los hábitos de los individuos como influir en la economía de la distribución de alimentos. Los estudios han demostrado que el simple hecho de aumentar el número de opciones vegetarianas o hacer que las comidas a base de vegetales sean la opción por defecto en lugar de la carne, aumenta masivamente la alimentación sostenible. Y cambiar los patrones alimentarios en las escuelas puede formar la próxima generación de comedores más sostenibles.
Pero aquí también hay una fuerte oposición. Cuando las escuelas de Lyon (Francia) decidieron que los almuerzos fueran de tipo vegetal (aunque con opciones de pescado, huevos y lácteos), los agricultores irrumpieron en la ciudad en señal de protesta y el ministro de agricultura francés clamó contra la “ideología” contraria a la carne. En Estados Unidos, Joni Ernst, la infame senadora de Iowa favorable a la industria cárnica cuya publicidad de campaña incluía alardes sobre la castración de cerdos, ha presentado una ley para impedir preventivamente que las instituciones federales participen en iniciativas como el 'Lunes sin carne'.
Esto nos lleva a la intervención del Estado. El gobierno tiene un enorme poder para abordar los problemas de acción colectiva mediante incentivos, regulaciones e impuestos. En el ámbito de la salud pública, estas intervenciones se clasifican en una escala llamada la Escalera de Nuffield, con estrategias moderadas en la parte inferior y prohibiciones absolutas en la parte superior. Una de las herramientas más utilizadas son los impuestos. En concreto, los gobiernos pueden aplicar lo que se conoce como impuestos Pigouvianos sobre cosas como las bebidas azucaradas, el tabaco o las fábricas contaminantes: la idea es obligar a los productores a cubrir el coste de los daños que causan sus productos. También pueden aplicar los llamados “impuestos al pecado” sobre los productos para aumentar los costes directos para los consumidores. Estos impuestos funcionan. Numerosos estudios demuestran que son muy eficaces para disminuir el consumo, lo que lleva a grupos como la Organización Mundial de la Salud a apoyarlos firmemente. Los argumentos académicos a favor de estos impuestos sobre la carne son sólidos y convincentes. Pero los impuestos, en general, son muy impopulares políticamente y dan lugar a acusaciones de paternalismo de Estado sobre la libre elección de los consumidores, como han demostrado las batallas sobre los impuestos del azúcar en todo el mundo.
El 15 de julio, el Reino Unido hizo pública su Estrategia Alimentaria, un informe bien documentado que insta a remodelar el sistema alimentario británico en aras de la salud y la sostenibilidad. En él se pedía la reducción del azúcar, la sal y la carne. Pero los autores sólo sugirieron un impuesto sobre el azúcar y la sal, rehuyendo un impuesto “políticamente imposible” sobre la carne. En lugar de ello, recomendaron incentivar la alimentación basada en vegetales y subvencionar el desarrollo de proteínas alternativas.
Es un buen ejemplo de cómo los responsables políticos suelen autocensurarse cuando se trata de un tema tan delicado. El problema es que, aunque este enfoque sea políticamente pragmático, es ingenuo esperar que aferrarse a los peldaños más bajos de la Escalera de Nuffield pueda conducir siquiera a la reducción del 30% del consumo de carne sugerida por la Estrategia Alimentaria, por no hablar de los objetivos EAT-Lancet.
Pero el problema no es solamente que los responsables políticos se cuiden de provocar una reacción en contra de la carne. También lo es que prácticamente todos los gobiernos subvencionan y promueven la producción y el consumo de carne. La UE, a pesar de su compromiso de neutralidad de carbono para 2050, ha gastado millones de euros en una campaña publicitaria 'Beefatarian', y tanto Europa como Estados Unidos apoyan la agricultura animal mediante amplias subvenciones y ayudas. Para cambiar esta dinámica -un statu quo en el que los políticos ganan puntos criticando a los vegetarianos, mientras que el apoyo a la industria cárnica se incluye en innumerables presupuestos nacionales- será necesario un enfoque multidimensional.
Incentivar la producción de alternativas además de, o idealmente en lugar de, productos dañinos como la carne de vacuno, como hace la Estrategia Alimentaria del Reino Unido con su apoyo a las proteínas alternativas, es una buena opción. Pero ese apoyo debería incluir no sólo las “alternativas a la carne” basadas en vegetales o cultivos celulares, sino también los vegetales como alternativas a la carne. Un estudio reciente publicado en Global Food Security, por ejemplo, muestra que las humildes legumbres, con el impulso gubernamental adecuado, podrían proporcionar una fuente de proteínas mucho más sostenible y diversa que la carne. La creación de oportunidades para el acceso a los alimentos también es crucial, incluyendo simplemente el apoyo a mejoras salariales, a través de políticas como las leyes de salario mínimo para permitir a los consumidores una mayor gama de opciones y la creación de programas de asistencia nutricional más robustos. Por ejemplo, una dieta que cumpla con los requisitos de EAT-Lancet está al alcance de la mayoría de los habitantes del norte, pero es demasiado cara para más de mil millones de personas en todo el mundo.
Normalmente, cuando se discuten problemas de acción colectiva, surge una cruda dicotomía entre la acción individual y la política. Muchas voces sugieren que la acción individual carece de efectividad y que es a la acción colectiva a la que deberían dirigirse todos los esfuerzos políticos. (Después de todo, ¿qué importa si me como una hamburguesa o un chuletón de vez en cuando, cuando lo que importa es desafiar a la industria cárnica y a las estructuras político-económicas que la posibilitan?) Pero con la comida -intensamente personal, con individuos que votan con sus tenedores varias veces al día- vale la pena revisar el cambio individual. Puede importar poco en conjunto si un individuo cambia su dieta, al igual que importa poco en el esquema general de las cosas si se conduce un SUV o se vota en las elecciones. Pero los cambios en las acciones individuales tomadas en conjunto pueden desempeñar dos funciones importantes. El primero es el cambio de la norma.
Numerosas investigaciones demuestran que los seres humanos, por ser animales sociales, se ven influidos tanto por las acciones de los demás como por el propio deseo de sociabilidad. Un influyente artículo de la revista Science sobre el tema utiliza específicamente la dieta como ejemplo, argumentando que “si una dieta menos abundante en carne se convirtiera en la norma, los individuos podrían conformarse en parte debido a la presión social o al deseo de ser respetuosos con el medio ambiente; pero un motivo principal podría ser simplemente disfrutar de comidas conjuntas cómodas y agradables”.
Los cambios en las normas y la demanda, a su vez, pueden enviar señales de mercado a los minoristas y productores sobre qué tipo de productos quieren los consumidores, lo que a su vez puede reforzar la norma. Por ejemplo, la demanda de hamburguesas similares a la carne de vacuno, como la Beyond Burger, indica a los minoristas y a los restaurantes que deben abastecerse de la hamburguesa, que luego promueven, creando inadvertidamente un estímulo para que otros consumidores la prueben. El cambio en la norma también modifica los valores de las personas, y las personas que cambian su comportamiento individual en consonancia con sus valores sobre cuestiones climáticas son más propensas a apoyar las políticas climáticas. La política, a su vez, puede apoyar ese cambio de la norma, pero eso significa decirle a la gente que sus acciones individuales realmente importan.
En última instancia, no está claro que todos los consumidores valoren su libertad de consumo tanto como dicen los políticos. Las encuestas sugieren que la gente espera que los gobiernos garanticen dietas saludables y sostenibles. Y aunque gran parte de la guerra cultural de la carne se centra en la supuesta extralimitación de los gobiernos y la libertad de los consumidores, las investigaciones muestran que el público, aunque inicialmente sea escéptico, tiende a favorecer las políticas que restringen la libertad individual de los consumidores una vez que los beneficios se hacen visibles. Así ocurre con todo desde los impuestos sobre la congestión urbana hasta la prohibición de fumar en los bares e incluso los impuestos sobre las bebidas azucaradas.
¿Qué significa todo esto con relación al cambio de dieta? La respuesta trillada es que no hay una solución milagrosa y que necesitamos un enfoque de “todo lo anterior” que incluya acciones individuales y colectivas y cambios políticos. También tenemos que aceptar que cualquier cambio en el statu quo va a generar reacciones en contra. En algún momento habrá que librar la guerra cultural por la carne. Los políticos lo suficientemente valientes como para librarla podrían descubrir que el público se preocupa más por el medio ambiente y la salud pública -y tal vez incluso por los derechos de los animales- que por su derecho a la carne. Pero una cosa está clara: echarse atrás a la hora de proponer políticas como un impuesto sobre la carne debido a posibles luchas políticas es una estrategia perdedora. Es importante tener claro que no hay ninguna política o conjunto de políticas que funcione para todas las personas y en todos los lugares, y algunos conflictos -ya sea entre los defensores de la agroecología de retorno a la tierra y los impulsores futuristas de las proteínas alternativas, o entre los ganaderos y los políticos que se oponen a la carne- no se resolverán de forma amistosa. Así es la política.
Pero la acción individual también puede ser política. Los cambios individuales en la dieta, aunque sean minúsculos en su impacto inmediato, pueden desempeñar un papel importante en el cambio de la norma. Aunque no todo el mundo pueda hacerlo, los que puedan tomar decisiones más sostenibles deberían hacerlo. Después de todo, ¿cómo podemos esperar que un público que no está dispuesto a hacer ningún cambio individual en su dieta apoye políticas que la restrinjan? Todo importa. El cambio, como predicaban los ecologistas de antaño, empieza en el plato. Pero no puede acabar ahí.
*Jan Dutkiewicz es investigador postdoctoral en la Universidad Concordia en Montreal e investigador invitado en el Programa de Derecho y Política Animal de la Universidad de Harvard. Este texto ha sido traducido por Sara Hernández y Adrià Voltes
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