El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.
Comenzaré este artículo aclarando algunos conceptos que considero fundamentales para justificar su motivación.
Un amigo me decía una vez que en la vida hacemos malabarismos con muchas pelotitas intentando que ninguna se caiga, pero lo cierto es muchas veces se caen, las levantamos y seguimos haciendo nuestros malabares, quizás sea algo de eso a lo que Cortázar llamaba “recaer y rehabilitarse”. Pero hay una de ellas, una de nuestras pelotillas, que está hecha de cristal, y cuando se cae se rompe; y aunque intentes repararla poniendo todo tu empeño sabes que el cristal jamás volverá a quedar como estaba originalmente. Esa es la pelotita de la confianza. Confianza es conexión, lealtad, fe, tiene que ver con creer sin comprender ni conocer. Es un vínculo poderoso, fuerte, pero a la vez extremadamente delicado. Y es el primer concepto que pretendo proponer en este debate.
El segundo es el de la corrupción, normalmente asociado a estamentos políticos institucionales, pero que lamentablemente trasciende esos espacios. Corromper es la acción de romper moral o simbólicamente algo. El problema de nuestra corrupción es que nos inhabilita para denunciar la corrupción de los otros, y eso la hace peor que ninguna.
Cuando una organización se publicita en defensa de los animales, la conservación y la naturaleza, damos por hecho que sus acciones coinciden con esa publicidad. Eso es confianza. Y cuando una organización rompe ese pacto de confianza, incurre en corrupción.
Es el caso de la WWF (World Wildlife Fund), la organización a la que conocemos con la imagen de un oso panda. La posición de esta ONG acerca de la matanza de elefantes deja de manifiesto que se trata de un ejercicio de corrupción: hacer creer a sus donantes que defiende a los animales y a la conservación, cuando sus acciones se encaminan a todo lo contrario, es corromper un pacto de confianza y, por tanto, se corrompe su razón de ser y su propia existencia.
Soy consciente que empecé por el final, pero ahora me explicaré.
El 14 de abril del año 2012 saltó un escándalo: mientras España se sumergía en la miseria de una crisis sin precedentes, el ciudadano Juan Carlos de Borbón se fotografiaba junto al cuerpo sin vida de un paquidermo en Botswana, país promotor de los safaris de caza de elefantes dentro de su oferta turística, especialmente diseñada para europeos y norteamericanos. Lo majestuoso de la foto no lo vi en su majestad, sino en la abstracción de mi mente al traerme imágenes de lo hermoso y vibrante que debió de ser ese elefante africano minutos antes de ser acribillado por las balas monárquicas, recorriendo su África meridional.
Pocos días más tarde, a consecuencia de la desagradable imagen, nos enterábamos de que el monarca oficiaba de presidente de honor de una de las organizaciones “conservacionistas” más destacadas y poderosas del mundo, la WWF, que conocemos por su isotipo de un oso panda, y por aparecer como beneficiarios en productos de limpieza, alimentación y perfumería, con su oso impreso en packaging de empresas y marcas que lavan así su imagen de plástico, polución y emisiones de CO2.
La prensa española e internacional se hizo eco del destacable suceso. Ni la WWF, ni el rey, ni las plásticas empresas, podían esconder ya su hipocresía mayúscula, y entonces comenzó la gran función, con una extraordinaria exposición mediática:
El 15 de abril, WWF traslada a la Casa Real las quejas de sus socios.
El 16 de abril, WWF pide una reunión a la Casa Real y lo anuncian al mundo, pero JUSTIFICA la caza legal de elefantes.
El 17 de abril, WWF somete a votación de su junta rectora si mantener o no al rey en su cargo honorífico.
El 18 de abril, WWF inicia los trámites para suprimir al rey de ese cargo. El rey, por primera vez, no solo en su propia vida sino en la vida e historia de la Casa Real, sale tímidamente tras una puerta, con una aparición de pocos segundos, para pedir perdón con compromiso de enmienda (“no volverá a suceder”), aunque no aclara a qué se refiere exactamente: si a la matanza de elefantes, a usar el dinero público para irse safaris, a irse de España en días de profunda crisis económica y social, o a quedarse callado durante días sin pronunciamiento ni arrepentimiento alguno motu proprio.
El 21 de julio, jaque mate: la WWF expulsa al rey.
En noviembre del mismo año, Botswana prohíbe la caza de trofeos, aunque el nuevo presidente lleva algunos meses trabajando para levantar el veto.
Entre unos y otros sucesos, me puedo imaginar las conversaciones telefónicas: “Ya sabemos cómo es la gente, su majestad, no comprenden esto de la caza sostenible, tendremos que enviarle a usted una carta muy dura, usted sabrá disculpar, pero no podemos poner en riesgo nuestro nombre y prestigio internacional. En unos días todo será olvidado”.
Pero lo curioso del caso es que WWF tenía conocimiento de sobra acerca de la visión del rey Juan Carlos respecto a los animales y la naturaleza. Aficionado a las corridas de toros y a los espectáculos crueles hacia los animales, en agosto de 2006, en una cacería por Rusia, masacró a un oso que emborracharon a propósito para que él pudiera matarlo con facilidad, un oso de dos años de edad llamado Mitrofán, al que algunos guardaparques definieron como “simpático y alegre”, y que acabó siendo víctima de la prepotencia regia y el servilismo clasista. Sumado a esto, pudimos ver en las redes sus múltiples fotos con leopardos y grandes bóvidos, ejecutados bajo su escopeta soberana.
Si todo el mundo sabía esto, WWF también lo sabía. Es más, la famosa foto del monarca y su víctima (se supo más tarde) no correspondía a ese reciente viaje del rey en 2012, sino a uno anterior donde, también en Botswana, orientó sus balas hacia los elefantes africanos. ¿Por qué entonces WWF, que en una primera instancia defendió la acción del monarca, acabó fulminándolo más tarde? Por la presión de la opinión pública, sin duda, y por miedo a que sus socios y donantes descubrieran su verdadero comportamiento al respecto.
WWF podría haber aprovechado la ocasión para cambiar su modus operandi, pero no fue así, y a eso me quiero referir en este artículo. ¿Qué está pasando ahora, por qué vuelvo a traer a colación este tema?
Convención de CITES en Ginebra, el comercio de marfil y la posición de la WWF
Este año me despertó un especial interés la convención de CITES, particularmente por la postura que se tomará para los elefantes africanos. He visto en las redes sociales que 32 países africanos están pidiendo al mundo detener el comercio de marfil, tal y como se ha hecho con muchos otros productos derivados de la explotación o abuso de la naturaleza, sea animal o vegetal. Acusan actitudes neocolonialistas, especialmente por parte de la UE, que bajo las teorías defendidas, especialmente por España y Portugal, pretende mantener un comercio que apenas deja unas pocas monedas en África pero grandes fortunas en Occidente. La izquierda europea parece tanto o más colonialista que la propia derecha (¡vivir para ver y ver para creer!).
CITES es una convención internacional sobre el comercio basado en la naturaleza, que intenta de forma permanente encontrar un equilibrio entre el desarrollo económico y la sosteniblidad. Podríamos debatir sobre la cuestión ética de este tratado, sobre la matanza de animales, sobre su maltrato y tortura derivada de algunas decisiones tomadas en estas reuniones y sobre el efecto que ejercen en esos espacios los lobbies de la caza, de los zoos o de los acuarios, pero no lo haré en este artículo, accederé a debatir en su terreno, el de la economía por encima de todo y la conservación por encima de todo menos por encima de la economía.
Me encantaría que CITES, que se dice organización con principios científicos, asumiera una posición favorable a los derechos de los animales y trabajara para el reemplazo de su explotación basándose justamente en la ciencia, pero soy muy escéptica, puesto que aún ni siquiera acepta la obligación humana del presunto bienestar animal a los seres que son injustamente explotados. Pero la gran pregunta es si las organizaciones de defensa de los animales, o que se venden como tales, deben aceptar esta tesitura o más bien denunciar las prácticas abusivas, como es el comercio de marfil, previa matanza de esos seres majestuosos.
En estos días se está celebrando la Cop18 de CITES, un encuentro donde todos los países del mundo se encuentran representados por sus ministerios de medio ambiente; los más retrógrados, por sus ministerios de economía, como es el caso de España.
Se trata de la primera Cop de CITES que se celebra tras el informe del IPBES, ese que habla del colapso ambiental, del cambio climático antrópico y del fracaso de nuestra especie en el cuidado de los ecosistemas. Ese que dice que no debemos seguir tomando las mismas decisiones si pretendemos nuevos resultados. Ese que confirma las teorías más catastróficas. El que pide valentía para la toma de decisiones técnicas y políticas. “No es una Cop como todas las demás”, proclamaban en su acto de inauguración, pero todo apunta a que las decisiones seguirán siendo las mismas. El caso de los elefantes podría ser un buen termómetro para evaluar este hecho.
El número de elefantes va en constante disminución. Entre 2006 y 2015, el AESR (African Elephants System Report) calculó una pérdida de aproximadamente 111.000 elefantes, y los expertos dicen que a este ritmo podrían desaparecer en menos de una década. Los argumentos de quienes están a favor de mantener su matanza son variopintos pero fácilmente rebatibles:
“La economía local y las desgraciadas familias que comercian el marfil en África tendrán que vivir de algo”. Se trata de un insulto a la inteligencia, y de una manera de justificar la falta de atención de los gobiernos africanos a esas familias. Se sabe que solo un porcentaje mínimo de la cadena de valor del marfil queda en África, dejando el mayor margen a los intermediarios de países europeos y, particularmente, de Japón, el mayor consumidor de marfil del mundo, que está recibiendo una fuerte presión internacional para que legisle su prohibición del mercado interno. La propia Coalición del Elefante Africano, formada por 32 países del área de distribución de la especie, sostiene que nada perjudica más a la economía africana que persistir en la explotación de su naturaleza.
“Se cumple el principio biológico, los países que más elefantes tienen deben poder explotar ese recurso”. Comenzando porque los elefantes no son recursos sino seres increíblemente inteligentes y sociales, es absurdo pensar que países que no se coordinan para contabilizar a una especie esencialmente migratoria puedan dar por buenos sus censos de elefantes en todo el continente. En síntesis, un mismo elefante podría estar siendo contado varías veces.
Estos argumentos son falaces, y puedo entender (aunque no compartir) que los países intenten engañar a la opinión pública esgrimiéndolos, pero en absoluto puedo entender que los usen y enarbolen las organizaciones de defensa de los animales, como es el caso de la WWF, donde en su propia página web, sin demasiados banners que lo promocionen ni publiciten, dicen que recomiendan a los países votar en contra de la petición de la Coalición del Elefante Africano, que pide un máximo nivel de protección para esta especie, el mismo del que gozan especies como el jaguar en Latinoamérica o el propio oso panda que espuriamente utilizan como isotipo.
En un programa de la televisión suiza, Doris Calegari, responsable de Conservación de Vida Silvestre de la WWF, afirmó: “Para nosotros es muy importante que se mantenga un comercio legal bien controlado. Esto es bueno para la población local, que tiene que lidiar con los riesgos y las desventajas de vivir con elefantes, y también debería tener una ventaja y obtener un ingreso de ello”.
La posición de la WWF tiene dos problemas asociados, uno práctico y uno filosófico. El práctico es que muchos países excusan su posición pro caza de elefantes en relación a la posición de “organizaciones ambientalistas”, y el filosófico tiene que ver con haber roto una vez más la pelota de la confianza y con corromper el discurso de protección animal y ambiental, incluso hasta el punto de generarnos vergüenza propia.
La WWF rompió la pelotita de cristal en 2012 y trató de repararla, aunque dejándola claramente dañada. Ahora vuelve a romperla, y ya no hay quien les crea nada. El oso panda se quita el disfraz y aparece el cazador desalmado. Es la corrupción de nuestro bando la que más daño nos hace, la que más nos duele y decepciona, quizás porque les creímos ayer y hoy hacen que nos sintamos idiotas.
Sobre este blog
El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.