La población humana de la Tierra supera actualmente los 7.300 millones de individuos, de los cuales 800 millones están desnutridos (FAO, 2015) y más de 1.900 millones son obesos o tienen sobrepeso (OMS, 2015). Al mismo tiempo, cada día del año los humanos somos capaces de alimentar aproximadamente a 30.000 millones de animales terrestres (estimación a partir de FAOStat), que usamos para satisfacer nuestro deseo de comernos su carne y fluidos: cerdos, gallinas, vacas, terneros, pollos, ovejas, cabras... Animales a los que en su inmensa mayoría condenamos a condiciones miserables de subsistencia pero a los que ciertamente logramos mantener no sólo con vida sino engordados (aunque malnutridos y medicalizados). Permitidme que insista para que lo apreciemos en toda su magnitud: en este preciso momento y cada día en este planeta hay 800 millones de humanos que pasan hambre crónica, más del doble con exceso de peso y una industria capaz de alimentar a una población de animales explotados que es cuatro veces la población humana total del planeta. Es evidente que los seres humanos tenemos una enorme y dramática confusión con respecto a la gestión de los recursos alimentarios.
Esta confusión no es meramente una cuestión de distribución técnica de los recursos, sino un error de una dimensión ética y consecuencias prácticas enormes. La ética de nuestro sistema de alimentación, o, mejor dicho, la falta de ética del mismo, se encuentra precisamente en la base de nuestro permanente fracaso político contra el calentamiento global. Tenemos un nuevo ejemplo de ello en lo sucedido en París en diciembre de 2015. Los resultados de esta última cumbre sobre el cambio climático fueron valorados por los grandes medios de comunicación de todo el mundo como un éxito sin precedentes. Por ejemplo, The Guardian afirmó de este encuentro que había sido “the world's greatest diplomatic success” (el mayor éxito diplomático mundial). Aseveración cierta pero inexacta. En realidad, la cumbre de París, como todas las anteriores, fue un éxito, sí, pero no un éxito de todos sino solo de algunos, más en concreto de la “diplomacia” corporativa de los grandes lobbies contaminantes.
El éxito de los lobbies –debido masivamente a la capacidad de presión de las patronales sectoriales y de las grandes corporaciones transnacionales, pero también a los representantes políticos que creen así proteger los intereses económicos nacionales– convierte el acuerdo de París en una enorme ficción política. Ficción porque, a pesar de la mucha gesticulación, el acuerdo ni es vinculante de verdad (no hay sanciones si los países no lo aplican), ni pone fecha a la descarbonización que necesitamos con urgencia (la deja a un “lo antes posible” y permite el eufemismo de la neutralidad climática para seguir contaminando), ni reconoce que las soluciones tecnológicas que propone la industria son falaces (no resuelven la causa del problema y generan nuevos problemas). Aún peor, el acuerdo no afronta las tres grandes cuestiones de fondo: el capitalismo y la codicia corporativa, la superpoblación humana del planeta y las causas últimas (en nuestros hábitos y consumos) del calentamiento global.
En París, una vez más, se abordó el problema sin ni siquiera mencionar a los culpables.
En primer lugar, los países industriales y más contaminantes son los que lideran las discusiones en Naciones Unidas, lo que constituye un evidente conflicto de intereses: quienes más fuerzas contrarias al cambio tienen en su seno son los que pilotan el cambio. No es de extrañar pues que el modelo de organización económica culpable de equivocar las prioridades no se cuestione en absoluto y que los claros ganadores de esta cumbre sean Estados Unidos, China, India y los grandes productores de petróleo. El cambio que se precisa, de modelo de explotación, ni siquiera es contemplado por las élites dominantes de estos países. El resultado es que el ánimo de lucro capitalista que nos ha extraviado éticamente no sólo no se pone en cuestión sino que acaba siendo salvaguardado.
En segundo lugar, el problema del incremento de población humana en el planeta es sistemáticamente silenciado en todos los debates, a pesar de que se prevé que los humanos sigan aumentando en número (y no sólo en los países pobres o emergentes sino también en las democracias occidentales) para alcanzar los 9.600 millones en 2050. Se pretende hacer creer que la ciencia y la tecnología del futuro lograrán extender la mejora de la calidad de vida en el planeta y reducir nuestra huella ecológica a pesar del aumento de la población, cuando tal cosa no se está logrando ni con la población actual. La realidad es que el aumento de la población ha tenido siempre un impacto directo (y desastroso) sobre los niveles de consumo y de emisiones que presuntamente pretendemos mitigar.
Finalmente, la cuestión más importante, que ya se mencionó en este blog antes de la cumbre y así ha quedado confirmado con sus resultados, radica en la incapacidad de abordar ni siquiera tangencialmente las consecuencias directas en el clima de la dieta basada en la proteína animal. Sabemos desde hace años (FAO, 2006; IPCC, 2007; UNEP, 2010; UNEP, 2012; etc.) que la agricultura animal (tanto el sector ganadero como al pecuario) es muy intensiva en el uso de combustibles fósiles y globalmente el principal emisor de gases de efecto invernadero que causan el cambio climático –además de ser la principal causa de la deforestación, contaminación del agua, erosión, zonas muertas en los océanos y extinción de especies. Actualmente, un tercio de la tierra agrícola del planeta está destinada a la ganadería extensiva o a producir pienso para la ganadería intensiva. Se trata del sistema de explotación de los recursos más ineficiente posible, solo sostenido por los intereses económicos de la industria y por la ideología especista, que justifica tratar así el resto de especies del planeta.
Capitalismo, superpoblación y dieta basada en nuestros hermanos animales son los tres grandes culpables del calentamiento global. Los tres están profundamente interconectados de múltiples formas. La historia del capitalismo está ligada inextricablemente a la explotación de grandes cantidades de individuos (humanos y no humanos); el capitalismo promueve el incremento de la población humana porque ello aumenta el número de consumidores y la mano de obra disponible. A mayor población, mayor presión ecológica sobre el planeta y mayor ferocidad capitalista en la lucha por los recursos. El hábito de comer animales está contaminando y calentando al planeta y enfermando a los humanos (OMS, 2015), situación que sólo empeora con el crecimiento de la población humana; a su vez, las enfermedades promovidas por el elevado consumo de grasas (principalmente de origen animal) se han convertido en un negocio enormemente lucrativo para el capitalismo. Y así un largo etcétera.
Capitalismo, superpoblación y dieta carnista responden esencialmente a un modelo de sociedad basada en la idea absurda del crecimiento ilimitado y en una explotación irracional de los recursos que comporta el sufrimiento extremo de los seres considerados de segunda –todos los individuos de las otras especies y millones de humanos devaluados. Tenemos que analizar honestamente nuestros hábitos personales e identificar las estructuras políticas y económicas que bloquean los cambios sociales necesarios (y desincentivan los cambios individuales) con el fin de perpetuar un modelo de explotación que es inmoral y está al servicio de las élites. Mientras no afrontemos estas tareas los acuerdos políticos no pasarán de ser una mera ficción.