El pasado febrero, Sanidad Animal ordenó el sacrificio de 880 vacas estancadas en un buque libanés a las orillas de Cartagena. La sospecha de infección por 'lengua azul' habría hecho que los animales fueran rechazados en Turquía, y ahora resultaría en la muerte, masiva y despreocupada, de decenas de seres sintientes. Este hecho nos recuerda al famoso ‘minkgate’ danés, episodio en el que 17 millones de visones –literalmente todos los visones de Dinamarca– fueron sacrificados con una banalidad cuanto menos sorprendente. Si bien no debería sorprendernos (teniendo en cuenta que se matan 3.000 animales para el consumo humano cada segundo), lo cierto es que tal frivolidad puede suponer grandes obstáculos en la obtención de una sociedad más justa.
Habitualmente distinguimos las diferentes luchas como frentes separados, cada una dedicada a ayudar a un colectivo oprimido concreto. De ahí que, a las personas veganas o antiespecistas –aquellas que rechazan el consumo de cualquier producto animal y el uso de estos para fines comerciales de todo tipo– se las catalogue como individuos “egoístas”, más preocupados por los animales que por las propias personas. Pero, ¿qué pensarías si te dijera que el veganismo es un requisito para el fin de la opresión general? Probablemente, que tal afirmación no tiene sentido, aunque, si te quedas a leer, verás que es todo lo contrario.
Volvamos al principio. Como decíamos, los hechos apuntan a que millones de vidas animales son esfumadas cada minuto; vidas que desde el primer momento en que aparecieron fueron tratadas como si no valieran para nada más que para la complacencia de los intereses del mercado. En este caso, estamos hablando de una objetivización y mercantilización de la vida animal, un fenómeno que se remonta a siglos atrás, pero que ha tenido su máxima influencia durante las últimas décadas. Y es que el éxodo rural ha ayudado a acentuar nuestra desconexión con el mundo natural, facilitando la eliminación de cualquier contacto con los animales que ahora llamamos productos, y haciéndonos impasibles ante su muerte masiva.
Sería ingenuo pensar que tal indiferencia y banalización de la violencia en el contexto del trato a los animales no se extrapola a nuestras relaciones sociales. Tal día como hoy, mientras lees este artículo, miles de personas habrán muerto en el Mediterráneo a causa de un plan migratorio corrompido, o cientos lo habrán hecho por Covid-19 solo en las últimas veinticuatro horas. Si bien estas cifras son escandalosas, parecen no perturbarnos. Nuestra sociedad ha normalizado la opresión, nos ha hecho frívolos, vacíos e inmóviles ante actos que progresivamente contribuyen a la pérdida total del valor de la vida. La humana tampoco se libra.
Interseccionalidad como modelo de lucha contra toda opresión
La idea de la interrelación de las luchas y, especialmente, la de la relación de la lucha por los derechos de los animales con todas las otras, ha sido promulgada antes. Su máxima representante contemporánea es Melanie Joy, psicóloga y autora de best-sellers a nivel internacional. Según su análisis, la opresión que causamos los seres humanos –sea a otros seres humanos o a otros animales– forma parte de todo un engranaje estructural social y psicológico basado en la jerarquía.
Se trata de un valor ya intrínseco en nosotros el pensar que el poderoso puede dominar al más débil, el crear jerarquías no solo en nuestras relaciones laborales, sino en todos los contextos de nuestro día a día. Incluso dentro de nuestros vínculos amorosos o amistosos siempre hay alguien que tiene el poder. Tanto Joy como otras figuras importantes en la elaboración de una retórica contra la opresión abogan por el hecho de que es por tal estructura social que solo la luchas interseccionales pueden ser efectivas.
La interseccionalidad es la teoría que explica la relación entre todos los tipos de opresión y, por tanto, aquella que defiende que solo combatiendo todos ellos seremos capaces de acabar con el fenómeno de la opresión per se. Imaginémonos que este fuese un árbol. Cada una de sus ramas estaría representando un tipo de opresión: una podría ser el machismo; otra, el racismo; otra, el capacitismo... Hasta abarcar todos los tipos posibles, incluido el especismo –la opresión de los humanos sobre las otras especies animales. Todas estas ramas parten de una misma base: nuestro sistema de jerarquía de poder. Es por eso que, si queremos acabar con este tóxico concepto, es imprescindible cortarlo de raíz, sin dejar ninguna rama alzada; lo que conlleva deconstruir nuestros valores también hacia la inclusión del respeto a los animales.
Pero, por si esto fuera poco, cabe destacar otro punto importante conectando la lucha por los derechos de los animales y el bienestar social general: la justicia climática. Más allá de los riesgos que el consumo de productos animales pueda tener sobre el medioambiente de manera directa, la perpetuación de la opresión animal forma parte de una visión utilitarista, bajo la cual la productividad y los beneficios son lo más importante, o algo así como 'el fin justifica los medios'. Esta visión, que utiliza el resultado de la actividad –el sabor– para justificar la explotación de animales, es claramente replicada en muchos otros contextos. Tal indiferencia ante las externalidades de nuestras acciones ha desembocado en un escenario en el cual el valor de la naturaleza y sus seres vivos ha caído en picado. En este contexto, el veganismo se posa como otro factor indispensable en la lucha ecologista. Un factor que manifiesta que todos los elementos naturales han de ser respetados, también los otros animales.
Con todo esto, podemos concluir que la adopción del veganismo puede representar un avance tanto en materia de lucha contra la opresión de los seres humanos como de desmercantilización y desobjetivización de los cuerpos y recursos naturales. En resumen, un avance en materia de justicia social. No obstante, es fundamental aclarar qué tipo de veganismo debemos defender a fin de que esto sea posible.
¿Cualquier veganismo basta?
Nos encontramos en el mejor momento histórico para hacer una transición al veganismo. Un momento en el que fácilmente podemos encontrar productos que a priori se ajustan a nuestros valores éticos. De hecho, la industria de la leche vegetal presenta una tasa de crecimiento compuesto anual del 10’18% en Estados Unidos, y hay estudios que apuntan a que en 2017 solo en Reino Unido se experimentó un aumento del 987% en la demanda de alimentos veganos. Si bien estos datos podrían hacernos pensar que vamos en el buen camino, en realidad representan lo opuesto.
Mientras que el aumento de la demanda de productos vegetales y la dispersión del veganismo como dieta son hechos importantes en la obtención de una sociedad más consciente en sus hábitos de consumo, estos no implican expresamente un progreso en la lucha por la defensa de los derechos sociales, e incluso pueden ayudar a perpetuar su actual situación si no llevan consigo un enfoque filosófico y político.
El veganismo no puede ser reducido a una dieta, sino que comporta una serie de posicionamientos éticos que llegan también a la organización humana. Y es que, igual que hemos explorado cómo la lucha contra la opresión ha de estar enlazada al veganismo, este a su vez ha de estar comprometido con todas las otras luchas por el fin de las jerarquías y el poder. Dicho de otra forma, el veganismo no puede entenderse en un contexto neoliberal.
El régimen capitalista se basa en el constante aumento de la plusvalía generada por la mano de obra, es decir, en la maximización de los beneficios a costa de la apropiación del valor creado por el trabajador. Para ello es necesario reducir los costes de producción, hecho que lleva a la precariedad que tanto obstruye a nuestra sociedad en su camino a la equidad. La fuerza animal fue la precursora de los actuales afectados por la precariedad, mano de obra cuya plusvalía es requisada en su totalidad. En la explotación animal vemos, pues, los inicios del sistema capitalista y, por tanto, perpetuarlo sería perpetuar un modelo especista.
Asimismo, la simplificación del veganismo como lucha puramente enfocada a la liberación animal puede ayudar a acentuar otras desigualdades existentes, lo vemos a través del fenómeno del vegan washing. Definido también como el acto de blanquear productos, actividades o instituciones a través del veganismo, nos recuerda que el posicionamiento por los derechos de los animales no tiene por qué estar directamente relacionado con la defensa de los derechos humanos –aunque sea incongruente– y, por eso, que es necesario abogar por un veganismo que realmente lo haga. Ejemplo de esto pueden ser las botas de material sintético que usa el ejército israelí mientras practica un apartheid contra la población palestina, el consumo de frutas y verduras provenientes de la explotación de trabajadores temporeros o el excesivo uso de plásticos para comercializar alimentos procesados veganos.
De esta manera, vemos que para poder ser capaces de conseguir un mundo más justo para la especie humana no podemos dejar atrás a los otros animales. Sin embargo, también vemos que el veganismo necesario para esta transformación social no será aquel de las grandes corporaciones de super alimentos vegetales, sino un veganismo con conciencia de clases, comprometido con los derechos humanos y también con la justicia climática. Porque el veganismo no es una dieta, sino una postura política contra toda opresión. Con esto, es importante recalcar que la búsqueda del vegano perfecto se encuentra en el más puro de los privilegios, y se olvida de todos aquellos veganos de corazón que no entran dentro del concepto como tal por su contexto socioeconómico.
Así que, si pensabas que el veganismo era una posición privilegiada alejada de los problemas sociales que nos envuelven, espero que ahora veas que nada más lejos de la realidad.
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