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La Constitución se muere

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No recuerdo ya si era en el Manifiesto Comunista o en un Prefacio de Engels a una de sus ediciones donde se expresaba la idea de que el Estado, en la sociedad capitalista, actúa como consejo de administración de los intereses del conjunto de la clase dominante.

Era en pleno siglo XIX y los sistemas políticos que no eran monarquías autoritarias, sino inspirados en los principios del liberalismo político, disponían de constituciones sin valor normativo, se basaban en el principio de separación de poderes y giraban sobre un parlamento elegido por sufragio censitario, que lo convertía directamente en la agencia de la oligarquía de los mayores propietarios.

El Estado democrático ha sido el intento de convertir al Estado en representante del conjunto de la sociedad, sobre el sufragio universal, una constitución normativa garante de las libertades individuales y de los derechos de las minorías, frente a los excesos de gobiernos y mayorías parlamentarias.

El Estado democrático descansa en el reconocimiento del pluralismo social y del conflicto de intereses entre las clases y los grupos, y tiene como finalidad primordial la solución no violenta de esos conflictos, tratando de limitar la tendencia genética de las mayorías a la exclusión de las minorías y de resolver los antagonismos de clase por medio de la negociación.

Por eso el Estado democrático ha devenido en Estado social, financiado a través de impuestos progresivos, como reconocimiento de la dignidad esencial de todas las personas y como fórmula para evitar una agudización de las desigualdades sociales que imposibilitaría el tratamiento pacífico de las contradicciones de clase.

La democracia y el Estado social han sido, en realidad, la lucha por su reconocimiento y consolidación. Una lucha cuyos logros nunca son definitivos y sus fracasos humanamente cruentos, pero no irreversibles.

Tras la muerte del general Franco hubo un gran acuerdo político en España. Es verdad que, descartada por las fuerzas antifranquistas la opción de la ruptura, de difícil pronóstico y de costes humanos imprevisibles, la correlación de fuerzas favorecía a las clases dominantes, las mismas que se habían servido del franquismo como régimen de dominación. Pero es excepcional que, en cualquier negociación política o social, las partes estén en una situación de equilibrio de fuerzas. Y, a pesar de ello, las negociaciones y acuerdos son aceptados y respetados. Y lo normal es que, quien negoció desde la debilidad, trate de reformar los acuerdos cuando el escenario haya cambiado a su favor. Pero sin negar ni deslegitimar el acuerdo inicial, que en nuestro caso fue el acuerdo constituyente.

Es más, el resultado de la negociación fue más favorable a la democracia, a los derechos sociales y a una visión no monolítica de España que lo que cabía esperar de la correlación de fuerzas interna y en el plano internacional.

La Constitución de 1978 fue el fruto de un acuerdo, su plasmación en una norma fundamental con pretensión de convertirse en el eje del ordenamiento jurídico y, por tanto, en la regulación básica de un modelo de convivencia, de la organización y funcionamiento del poder político, y de las relaciones entre el Estado y la sociedad.

El acuerdo constitucional encauzó los grandes problemas que habían desgarrado la historia de España durante toda la Edad Contemporánea y aún desde más atrás: autoritarismo/libertad, confesionalidad/laicismo, unidad/pluralidad territorial y, sobre todo, el de las abismales desigualdades sociales.

Lo que ha venido a demostrar la experiencia de los períodos 1996-2004 y el transcurrido desde que la crisis presentó sus credenciales es que quienes esperaban no sólo renegociar sino desmantelar el acuerdo constitucional eran los sectores económica y socialmente dominantes y políticamente conservadores. En realidad aspiraban a restaurar su orden social, profundamente injusto, un sistema político con limitaciones democráticas crecientes y la España de siempre: monolítica y centralizada. Y lo están haciendo sin complejos.

El Gobierno, convertido en el centro del sistema político por mor de un sistema electoral y un tipo de partidos que se refuerzan recíprocamente, actúa de nuevo como consejo de administración del conjunto de las grandes empresas: desmantela el marco de relaciones laborales propio de una sociedad democrática, los mecanismos de protección social, la sanidad y la educación públicas, degrada la autonomía de los entes territoriales interviniéndolos financieramente (con la coartada inestimable de la Reforma constitucional de 2011 y su culminación en la Ley Orgánica de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera) y emite mensajes cada vez más inquietantes para las libertades democráticas y los derechos civiles.

El pacto constitucional agoniza y a la Constitución “nos la están matando”. Esa es la angustiosa realidad de una revolución conservadora que impone su programa con una contundencia que, en otros países y en este mismo, habrían requerido un golpe de Estado.

No es la destrucción de un texto legal lo que nos indigna y angustia a muchas personas que nos identificamos con la España que hemos construido desde el posfranquismo: es el desmantelamiento de un pacto de convivencia al que las clases dirigentes se prestaron, por lo que se ve, a regañadientes. Unos grandes empresarios a quienes Rajoy les pidió la venia para seguir al frente del Gobierno antes de negarse, no ya a asumir responsabilidades ante el Congreso, sino incluso a ofrecer un relato simplemente verosímil para personas con uso de razón. Y a quienes, con toda seguridad, garantizó nuevos pasos en la destrucción del Estado Social y en la regresión de las relaciones laborales a la ley de la selva del capitalismo más despiadado.

Actúan con un egoísmo y avaricia insaciables. Y con una falta de responsabilidad y de patriotismo insuperables.

No recuerdo ya si era en el Manifiesto Comunista o en un Prefacio de Engels a una de sus ediciones donde se expresaba la idea de que el Estado, en la sociedad capitalista, actúa como consejo de administración de los intereses del conjunto de la clase dominante.

Era en pleno siglo XIX y los sistemas políticos que no eran monarquías autoritarias, sino inspirados en los principios del liberalismo político, disponían de constituciones sin valor normativo, se basaban en el principio de separación de poderes y giraban sobre un parlamento elegido por sufragio censitario, que lo convertía directamente en la agencia de la oligarquía de los mayores propietarios.