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El coste de la incompetencia

Cuando usamos los números para contar elementos los denominamos cardinales (uno, dos, tres…). Ahora bien, en muchas ocasiones es necesario dar un orden a las cosas. En este caso, los que usamos se le denominan ordinales (primero, segundo, tercero…). Un sencillo ejemplo sería el de tomar una medida, como bien podría responder a la pregunta ¿qué pesa más, un kilo de plomo o uno de hierba? Pues un kilo es un kilo en un entorno con una atracción gravitatoria idéntica, por si alguien se pone tiquismiquis. No obstante, el tercer clasificado de la liga de fútbol profesional de Alemania solo es comparable con el cuarto de la misma liga, pero no con el segundo de la liga de baloncesto de Italia. Es decir, una cosa es el grado, y otra cosa es el orden.

En definitiva, lo cuantificamos todo, probablemente para unificar una medida de cuenta homogénea que permita hacer comparaciones. En términos de renta, y volviendo al principio, habría que ver si estamos en medio de comparaciones cardinales, diciendo que quiénes tiene mil euros poseen más que los que tienen quinientos euros. U ordinales, en donde mil euros para una persona no tienen la misma potencia de uso que quinientos para otra. Además, otra variable que hay que incluir es la inflación, al convertirse en la carcoma del dinero. ¿De qué te vale tener ganancias por valor de millones, si el incremento de los precios empobrece tu poder adquisitivo hasta dejarlo en unos céntimos?

¿Y cuál es la finalidad de esta reflexión? A que nos vamos convirtiendo en números. Nada más nacer, nos etiquetan. Más tarde se nos asigna una identificación fiscal, sanitaria, formativa, productiva… Lo que comemos lo contamos en calorías, miramos diariamente nuestros saldos financieros (normalmente para llorar), valoramos nuestras elecciones en función del coste y del beneficio… monetario. Y qué decir del trabajo y su unidad de cuenta: el salario.

Se supone que el salario retribuye a la productividad. A mayor destreza demandada, a mayor formación requerida, a mayor complejidad/responsabilidad en la resolución de los problemas, mayor sueldo. Y viceversa, claro está. Pero ojo, no todo es formación. No todo es aptitud por lo que, aparentemente, no todo es medible en términos cuantitativos. Existen variables cualitativas que ejercen un poder importante sobre el rendimiento de las personas como es el talento. Por ejemplo, ¿en cuánto se valoran las habilidades comunicativas? Es decir, alguien que logre la disminución de los costes de transacción a través de la simplificación de la forma en la que se transmiten los conocimientos. O, ¿cuánto pagaríamos por un liderazgo que propicie un equipo de 2+2 que genere un rendimiento muy superior a cuatro?

Friedrich Engels (1829-1895) promulgó en “El papel del trabajo en el proceso de transformación del mono en hombre”, que el trabajo es la fuente de toda riqueza, a la par que la naturaleza, proveedora de los materiales susceptibles de ser convertidos o consumidos. Pero también es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que el trabajo ha creado al propio ser humano. Por ello, aunque asistamos a sustituciones de empleos en donde la mecanización tecnológica se impone, hemos de trazar un objetivo, o bien hacia una transformación de los derroteros laborales, o bien hacia la generación de la propia innovación. O, en palabras sencillas. Si se procede a mi sustitución por una máquina. O le doy valor añadido a mi puesto (u otro en donde mi valía sea crucial) o soy la persona que fabrica dicha máquina.

Así que, al igual que la risa es contagiosa, el talento también. Por ello hay que establecer entornos en donde se favorezca el proceso de adaptación a los valores que cada organización defienda, sin esquilmar el recurso propio generado, dejando que lo plural sume. Términos como flexibilidad, incentivación, acceso a formación vocacional a la vez de ofrecer la confianza y el respaldo necesario, se han de dar como pasos imprescindibles para no tener más, sino mejor. Es decir, dicho de otra manera: Si se cree que lo profesional es caro, entonces es que se desconoce el coste de la incompetencia.

Cuando usamos los números para contar elementos los denominamos cardinales (uno, dos, tres…). Ahora bien, en muchas ocasiones es necesario dar un orden a las cosas. En este caso, los que usamos se le denominan ordinales (primero, segundo, tercero…). Un sencillo ejemplo sería el de tomar una medida, como bien podría responder a la pregunta ¿qué pesa más, un kilo de plomo o uno de hierba? Pues un kilo es un kilo en un entorno con una atracción gravitatoria idéntica, por si alguien se pone tiquismiquis. No obstante, el tercer clasificado de la liga de fútbol profesional de Alemania solo es comparable con el cuarto de la misma liga, pero no con el segundo de la liga de baloncesto de Italia. Es decir, una cosa es el grado, y otra cosa es el orden.

En definitiva, lo cuantificamos todo, probablemente para unificar una medida de cuenta homogénea que permita hacer comparaciones. En términos de renta, y volviendo al principio, habría que ver si estamos en medio de comparaciones cardinales, diciendo que quiénes tiene mil euros poseen más que los que tienen quinientos euros. U ordinales, en donde mil euros para una persona no tienen la misma potencia de uso que quinientos para otra. Además, otra variable que hay que incluir es la inflación, al convertirse en la carcoma del dinero. ¿De qué te vale tener ganancias por valor de millones, si el incremento de los precios empobrece tu poder adquisitivo hasta dejarlo en unos céntimos?