Espacio de opinión de Canarias Ahora
Quienes se escudan en la crisis
Como lector de a pié sólo puedo constatar lo que muchos llevan diciendo desde hace años y que una persona cualquiera podía observar con sólo pasear por su ciudad; es decir, la locura alcista de los precios de la viviendo era algo que no podría durar eternamente.
De igual forma, la facilidad y alegría con la que los bancos prestaban dinero para adquirir pisos, chalets, adosados y/ o castillos medievales en lo alto de una montaña, no era algo que pudiera durar eternamente.
Demasiada gente se creyó frases como Si los pisos cuestan lo que cuestan, será porque los españoles pueden pagarlos, sin reparar en la barbaridad que dicha frase escondía.
Al final, la legión de especuladores que surgió en torno al ladrillo, en sus muchas y variadas especies, terminaron por dejar mal a los honorables bandoleros como José María “el Tempranillo”.
En este caso, la historia era bien distinta a la de un personaje como “el Tempranillo”, pues éste robaba a los ricos, caciques y latifundistas, entre otros, para repartir el botín entre los más necesitados. Los nuevos bandoleros del ladrillo desplegaron una especulación que infló los precios de las viviendas hasta límites absolutamente demenciales, rayando en la usura y en el abuso del derecho de cada persona a tener un techo bajo el que vivir.
Como ya dije antes, nada dura eternamente y un día aciago para quienes pronosticaban que esto duraría centurias ?imagino que los mismos que vieron revalorizar sus acciones un 972% en la bolsa española- la tan comentada “burbuja inmobiliaria” estalló y con ella el sueño de todos aquellos que han medrado a su sombra, sin sonrojarse lo más mínimo.
Ahora quedan todas aquellas familias que han hipotecado su vida, y la de sus hijos, para lograr tener una casa que les permita vivir decentemente mientras los bancos afilan sus colmillos, ante la recesión que ya es una realidad en todo el territorio español.
Se acabó el Shangri-La, ese lugar de paz y armonía donde todo es posible. Es la hora de los contables, el cuadrar cuentas y el evitar que el desplome de la economía afecte aún más a quienes centran su vida en hacer crecer sus activos.
Es cierto que el español medio ha vivido muy por encima de sus posibilidades, en especial en la última década, sin reparar en que todos esos excesos terminarían por pasarle factura, antes o después. Daba la sensación de que todo aquello que se pagaba con una tarjeta de crédito lo terminaba pagando el ángel de la guardia y no la nómina de principio de mes.
¿Y quedarse en un puente en casa? ¡Por favor, hasta ahí podríamos llegar! ¿Qué pensarán los vecinos si ven que no nos vamos de puente, en Semana Santa, de veraneo o durante un acueducto del mes de diciembre?
Hay cosas que, a pesar de los años, no cambian y todavía los convencionalismos sociales pesan mucho. Por ello, el dejarse arrastrar por la mayoría es mucho más sencillo que pensar en las consecuencias.
Lo peor es comprobar que las nuevas generaciones no han sabido escapar de dichos convencionalismos sociales, los cuales flaco favor le hacen a una sociedad moderna como la nuestra.
Además, ya me contarán qué atractivo tiene abandonar una ciudad saturada para irse de vacaciones, por ejemplo, a una playa de Levante. Dichas playas terminan por estar tan saturada o más que cualquier ciudad media española, pero sin muchas de las infraestructuras que sí que tienen las ciudades que han quedan desiertas en periodos vacacionales.
La consecuencia de todo, sumada a la tremebunda subida del barril del petróleo ?fruto de la especulación de quienes no se contentan con lo que tienen y quieren más- y al efecto dominó que la subida de los combustibles fósiles acarrea en el resto de las sociedades modernas desemboca en un futuro más bien oscuro.
Soluciones hay pocas y todas suponen un tremendo sacrificio para una sociedad del bienestar demasiado acostumbrada a que alguien ponga solución ante un determinado problema. Los gobiernos están para eso y no para tirarse los trastos a la cabeza con la oposición parlamentaria. No obstante, es necesario un examen de conciencia y darse cuenta de que salir de esta crisis es cosa de todos.
Tampoco es de recibo que ahora, escudados en la crisis, los empresarios retuerzan ?aún más- las condiciones laborales de quienes empiezan a trabajar. Yo he dicho en muchas ocasiones que en España se tiene un concepto muy equivocado ?bordeando en el abuso descarado y sin concesiones- de lo que significa ser un becario, una persona en prácticas, o un recién llegado a un puesto de trabajo. Hay casos y casos, pero los abusos que se cometen en nombre de la “experiencia que adquirirás” y otros eslóganes igual de funestos no pueden disimular la falta de ética de quienes se olvidaron de lo mal que lo pasaron ellos en las mismas circunstancias.
Sería bueno que ahora no se recurriera a la crisis para justificar la explotación con fines formativos. Si alguien desempeña un trabajo y lo hace bien, tiene todo el derecho a que se le reconozca económicamente. Lo contrario supone un comportamiento moralmente censurable y roza lo delictivo.
Considero que las crisis son buenas, porque terminan por marchitar muchas malas hierbas y eso ayuda a que el terreno pueda respirar mejor. Lo malo es que, parapetados en la crisis, son muchos los que retuercen las leyes a su conveniencia y se olvidan que la esclavitud se abolió hace ya varios siglos.
Les parecerá exagerado, pero mis propias experiencias ?y las de muchas de las personas con las que convivo- me han enseñado que esto es así, que sí pasa y, lo peor de todo, que muchos lo aceptan como algo normal, cuando no lo es.
Si una sociedad no es capaz de valorar el trabajo de sus ciudadanos ?sobre todo, aquellos que están empezando- estamos ante un problema, el cual no se soluciona con un concurso voluntario de acreedores, ni nada por el estilo.
No sé qué pensarán, pero para mí es un grave problema que raramente se nombra cuando se habla de crisis.
Eduardo Serradilla Sanchis
Como lector de a pié sólo puedo constatar lo que muchos llevan diciendo desde hace años y que una persona cualquiera podía observar con sólo pasear por su ciudad; es decir, la locura alcista de los precios de la viviendo era algo que no podría durar eternamente.
De igual forma, la facilidad y alegría con la que los bancos prestaban dinero para adquirir pisos, chalets, adosados y/ o castillos medievales en lo alto de una montaña, no era algo que pudiera durar eternamente.