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Item si qua alia mihi iusta causa esse videbitur

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La práctica del indulto a los condenados está presente en las fuentes antiguas como un elemento más, vinculado al ejercicio del poder por parte de los gobernantes de los primeros estados del Próximo Oriente. El perdón fue interpretado como una prerrogativa consustancial a quien tenía, al mismo tiempo, la autoridad máxima para aplicar la condena al acusado. Esta manifestación de la misericordia o la benevolencia del dirigente quedaba circunscrita a su arbitrariedad, y quien la recibía asumía que estaba siendo perdonado por un acto caprichoso o motivado por condiciones que no siempre eran las mismas, ni se aplicaban a todos por igual. Aunque este acto apareciese recogido también en algunos de los primeros códigos legislativos como el Código de Hammurabi (siglo XVII a.C.), y también lo veamos en el Antiguo Egipto, quedaba justificado por una intermediación divina en su aplicación. 

Será en los primeros momentos de la república romana cuando se apruebe el derecho de provocatio ad populum, por el que no se podía ejecutar ninguna pena de muerte, sin que el condenado hubiese podido recurrir previamente al perdón del pueblo (populus), llegando el caso de que la pena pudiese ser suspendida o revocada. A partir de Augusto, los emperadores asumieron la práctica de la indulgentia principis, que quedaba contemplada dentro de las prerrogativas de su mando para ejercer la doble función de máximo representante del Estado y, al mismo tiempo, el título que todos adoptaban de Pater Patriae (Padre de la Patria). De esta manera se regulaba la posibilidad de aplicar una indulgentia specialis (gracia), indulgentia communis (indulto), o bien mediante la abolitio generalis publica (amnistía). En cualquier caso, la diferencia entre el sentido de la palabra “indulgencia” para referirse a este acto tiene claramente unas connotaciones de tipo moral, que fue explicada más adelante por Séneca (Tratados Morales, II.145) de la siguiente forma: “Ni conviene tener una clemencia común o vulgar, ni tampoco estrecha, pues tanta crueldad es perdonar a todos como a ninguno. Debemos tener mesura, pero como el equilibrio es difícil, inclínese a la parte más humana”. 

Por lo que vemos, el origen histórico de la práctica del indulto ya estaba insertado en un contexto donde, una vez regulado dentro del derecho romano, su aplicación quedaba vinculada a tener presentes las circunstancias particulares que concurriesen en el momento en que fuera a ser aplicado por un magistrado de la república o un emperador del imperio. Por tanto, en ningún caso estaba en la mente de los juristas que lo legislaron considerar que estaban hablando de un acto en abstracto. Más bien lo contemplaban como un instrumento que, utilizado a criterio de quienes tenían la potestad para hacerlo, podía servir para resolver injusticias que pudieran haber concurrido en el transcurso de la causa judicial, o reparar daños que la propia sentencia podía empeorar. Por eso tiene todo el sentido la interpretación atribuida al jurista Ulpiano quien, a fines del siglo I a.C., interpretaba que a la hora de justificar la idoneidad o no de aplicar el indulto, había más cuestiones a tener en cuenta que la mera frialdad de la ley o el efecto ejemplarizante de la sentencia. Queda reflejado en el Digesto (4.6.1.1) que Item si qua alia mihi iusta causa esse videbitur (además, si hay otra buena razón para ello), se entendía plenamente justificado que el gobernante aplicara la categoría máxima de indulgencia, la que se denominaba in integrum restitutio, que extinguía la pena sin quitar la infamia del delito. 

Pareciera que, en lugar de avanzar en la práctica del derecho, estuviéramos protagonizando algún tipo de involución. Cuando un gobierno que ejerce su mandato refrendado en las urnas y en el parlamento, plantea la posibilidad de aplicar una medida de gracia que sirva como instrumento para reconducir una crisis enquistada dentro del propio sistema política y en la convivencia de la nación, se levantan las voces reaccionarias que agitan las banderas farisaicas de la ignominia. El poder contemplar la posibilidad de encontrar una salida para reconducir las vías de convivencia y, entre ellas puede considerarse la idea de una “restitutio”, obliga a ser realistas con lo que es el bien común, por encima de los intereses particulares y cortoplacistas. Por tanto, para buscar los mecanismos legales con los que abrir las puertas cerradas y reiniciar el diálogo entre las partes, se me antoja como “alia iusta causa” con la que se pueda argumentar la viabilidad de un indulto, por muy parcial que este pueda ser.

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