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Libro a libro

Juan Jiménez González

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Hay batallas sordas, silentes, que se libran, la mayoría de las veces, en la penumbra silenciosa de cualquier intimidad, en un frente sin apenas resistencia, que abre solapas e incertidumbres y cierra inquietudes. Los lectores son combatientes tenaces cuya voracidad se hunde en un tiempo en el que aprendieron a amar los senderos que conducían a las remotas aldeas de las historias universales de las literaturas de su niñez.

En pocas ocasiones se torció determinación por tal causa, por amor tan férreo, a pesar de que en multitud de ocasiones se ha anunciado la defunción de un hábito milenario, un ejercicio que ha posibilitado que se arroje un poco de luz sobre el mundo y la vida misma. Al contrario. Muy posiblemente, y en contra de lo que se nos pretende hacer creer con frecuencia, no disminuye el número de quienes deciden sumergirse en las balsámicas páginas de cualquier historia que en algún momento necesitó ser alumbrada.

A pesar de que las amenazas que se le han venido anunciando y enumerando al libro son muchas y variadas, éste ha venido aguantando los embates estoicamente, abrazando a los suyos, susurrando humildemente que conoce los caminos y las veredas seguras. Y, ciertamente, el fondo de los versos de nuestra adolescencia era un refugio cálido, una atalaya defensiva para tan turbulenta etapa.

El 23 de abril coincidimos en cantar a una necesidad, a una manera de entender la evolución humana. Ese día se hace públicamente visible lo que construimos el resto del año. Para sustanciar esa conmemoración, el Día Internacional del Libro, hemos querido celebrarlo como se debe celebrar cada día.

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