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Metáfora del confinamiento

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Figura retórica, literaria, es la metáfora. Figura don Miguel de Unamuno y Jugo, efigie literaria, al pie de la Montaña Quemada. Aquello de reubicar la percepción real a través de alguna equivalencia se cumple, sobreviene a pie juntillas.  

A día de hoy, en el año conmemorativo del centenario del confinamiento de Unamuno en Fuerteventura, la imagen rocosa, al pie de la redondez volcánica semicircular, permanece esculpiendo su pétrea sentencia: “Si viese que mi fin se acercaba y que no podía morir en mi tierra más propia, en mi Bilbao, donde nací y me crie o en mi Salamanca, donde han nacido y se han criado mis hijos, iría a acabar mis días ahí, a esa tierra santa y bendita, ahí, y mandaría que me enterrasen o en lo alto de la Montaña Quemada o al lado de ese mar, junto a aquel peñasco al que solía ir a soñar o en Playa Blanca.”

Desde lo alto a lo más bajo porque, en el año de 1964, cumplido el centenario de su nacimiento, luego de una idea nacida del escritor Sebastián Sosa Álamo -Chano Sosa-, el pintor Ismael E.  González Mora -Juan Ismael- realiza un boceto que llevará a representación física el escultor Juan Borges Linares. Luego de ser anunciado su emplazamiento, largo tiempo exhibido aquí y allá, en 1980, -entre quince y dieciséis años después de su creación- la enhiesta estampa de Unamuno queda distante, desconocido su camino de acceso, en desaborido lugar descuidado, solo, lo más abajo: al pie de un grotesco roto en la montaña.

Desde la carretera curva entre La Matilla y Tindaya, al fondo y a la izquierda según se conduce hacia el centro de la isla, apreciable sólo si se tiene interés, sobre el alto de cuatro metros de un monolito con almenada pared de piedra a los lados, se erige una pétrea imagen de tres metros. A la altura de los ojos se puede apenas percibir restos garabateados: “M. Unamuno, 1864-1936.” 

Ahí queda don Miguel, solitario, apartado, esquivo involuntario a visitas, esquinado, como aquel al que se le escurre el bulto.

Metáfora del destierro

La de personas que, conduciendo, luego de una mirada de soslayo, se habrán preguntado: ¿Y eso? Es, a medio kilómetro en línea recta, la amenorada imagen del grande don Miguel de Unamuno, para quien, cuanto de él se diga con respecto a la exaltación de Fuerteventura es poco.

Se accede por dos carreteras de tierra, a cual peor. Lo pésimo, no obstante, es el tramo final donde hay un cartel que indica la dirección al monumento. Unos 200 metros cuesta arriba. Intransitable a menos que se disponga de un coche alto con potente tracción. Una vez allí… Por si quisiera palpar desolación, olvido, acérquese. 

En las curvas de marras hay un amplio, pero lo que se dice amplio terraplén; permite contemplar la Montaña de La Muda al este, Tindaya al norte, mientras que al sur se puede otear todo el valle que descubre Santo Lirio, la Roza de Arriba, la Roza Ucala, Tefía, Llanos de La Concepción, así como Valle de Santa Inés flanqueado por Fortaleza y Tao seguidas del macizo de Betancuria al fondo. Sólo Montaña Bermeja -pincelada terracota- sobresale de la planicie: tremendo conjunto de tableros, el llano más extenso de la isla, visual aparente para rendir tributo, discernir versos descarnados.  

Para las personas de Fuerteventura será difícil emplazar a Unamuno donde le corresponde. Nos referimos a situarle literariamente. Tenemos tremendo compromiso con su figura, nunca mejor dicho: estampa literaria, pero también efigie pétrea. Todo verso, todo párrafo suyo dedicado a estas tierras representan armonía, bondad, afección, muy al contrario de lo que su físico emplazamiento actual representa. 

Con gratitud e igual respeto, con vistas al futuro, habría que ubicar la estatua donde apreciar su semblante mirando hacia Montaña Quemada, donde resalte uno de sus sonetos estampado en bronce, donde un código QR nos acerque la labor del quijote fuerteventuroso: en el centro de nuestra querencia, la suya.

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