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El nombre que ya no es

Erupción del volcán de Garachico.

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Hace muchos años en Icod, tantos que ni siquiera era Icod de los Vinos… 

En 1671 -solo hace 350 años- moverte desde Icod hasta La Orotava requería de una jornada completa y era tan fatigoso que muchos casi preferían hacerlo en barco. 

El camino serpenteante, bacheado y polvoriento se tornaba calvario. Te podías cruzar con jinetes, carretas y unos pocos y elegantes carruajes. Aunque, sin duda, lo que más se veía entonces eran carromatos tirados por bueyes que arrastraban pesadamente no más de tres o cuatro pipas de vino con destino al muelle de Garachico.

Las carretas iban tan sobrecargadas que dejaban el camino sembrado de surcos y socavones. Cada pocos años el alcalde pedía a los principales cosecheros que asumieran los arreglos.

Muchas de aquellas pipas de roble americano se encontraban medio rotas después de incontables remiendos. Los aros metálicos que las ataban mostraban su herrumbre, la cicatriz de decenas de vendimias. En fin, que no había un solo carro que no dejara un reguero de vino, y raro era que llegaran medio llenas al muelle.

Las pipas se parcheaban una y mil veces hasta lo imposible. Cuando morían, el cosechero se veía obligado a comprar una nueva a los comerciantes del puerto. Algo que trataba de evitar porque el pago casi nunca se hacía en efectivo, sino a cambio de más vino. El trueque era lo normal porque las monedas de plata, las reales bambas y otras monedas escaseaban. Si alguien las tenía era, sin duda, el comerciante.

¡Eso sí, daba gusto ver la costa de Icod abarrotada de viñedos de más de 150 años! Se contaban entre los más antiguos de la isla. Los habían plantado después de arrancar las ruinosas cañas allá por 1550 y sostenían la vida de la comarca.

Volviendo al carreterín, discurría paralelo a la costa, a unos escasos 200 metros, y solo ahí, casi besando el mar, se podía contemplar algún que otro cañaveral y muchas sabinas que sobrevivían por la beneficiosa protección de los viñedos. Espléndidos escoltas frente al aire marino.

Cuando el camino llegaba a la altura de Icod, se divisaba la Iglesia de San Marcos y ningún cosechero dejaba de santiguarse.

Icod era realmente pequeño pero se erguía orgulloso encerrado entre los enormes pinos que le daban sombra. Debajo, los viñedos que, como un gran manto verde, se asomaban hasta el casco, quedando a los pies de la iglesia. Esos viñedos, ni que decir tiene, pertenecían al cura y a los franciscanos.

Casi todos eran de uva malvasía, el monocultivo de la época, por ser este vino el preferido de los comerciantes británicos afincados en Garachico.

El tortuoso camino de Icod atravesaba los viñedos de Gilbert Smith, un viejo gruñón escocés que había arraigado en la isla huyendo de algo en Inglaterra. Hablaba un inglés endemoniado y solamente con la ayuda de su mujer, natural de Icod, se hacía entender. Lo cierto es que no era muy querido, pero todos lo consideraban un mal necesario. Cada cosechero con el que se cruzaba le miraba con desdén porque se enriquecía a costa del esfuerzo de muchos campesinos.

Smith poseía unos hermosos viñedos en la zona que ahora llamamos “de Las Cañas” y en su finca se levantaba una pequeña hacienda, con lagar y una bodega, que se asomaban prácticamente a la playa de San Marcos.

Conocía muy bien la isla baja. Experto en localizar aguas, en poco tiempo se hizo con las mejores. Pero su verdadera fortaleza se cimentaba en los contactos que mantenía en Europa, donde enviaba el vino, tanto el suyo como el que compraba a otros.

Desde 1676 los embarcaba hacia Londres, Plymouth, Dublín e, incluso, hasta el lejano Boston en navíos en escala. En aquellos años, en las Trece Colonias aún no habían logrado arraigar cepa alguna -la costa este americana carecía de buenas tierras para eso- y el vino había que llevarlo desde Europa. Un caldo de esa calidad, afrutado, meloso como el membrillo, era una delicatessen para los colonos.

Su vecino Alzola también tenía sus propios viñedos, pero no lograba darle salida a sus caldos a un buen precio, así que se los terminaba vendiendo a Smith. Muchos otros pequeños productores hicieron lo mismo y, con sus destartalados carromatos, los trasladaban a la bodega de Smith donde él los mezclaba sin mayor criterio que su paladar. Había días en que coincidían en su bodega no menos de treinta o cuarenta carromatos, pero Smith siempre tenía pipas suficientes para todos. Incluso otros cosecheros de zonas cercanas que no disponían de su propio lagar le llevaban los cestos de uva enramada y los operarios de Smith se ocupaban de despalillarlas y prensarlas.

Cuando terminaba la vendimia, Smith aguantaba el vino durante un tiempo hasta conocer qué navíos llegarían en las semanas siguientes -nadie logró saber nunca cómo lo averiguaba- y lo iba sacando poco a poco para mejorar su precio. 

Muchas veces mezclaba vinos del año con alguno más viejo, pero nunca tenía nada de más de 24 meses porque necesitaba el dinero. El pago a los pequeños productores siempre lo hacía de contado. Algo que si bien dinamizaba la producción local, provocaba quejas por el bajo precio que imponía.

Si el viñedo entrañaba complejidad, la distribución y exportación del vino era una aventura arriesgada. Smith a veces mantenía un pequeño navío en San Marcos que cubría la travesía hasta el puerto de La Orotava. Cuando el mar se embravecía, y muy a su pesar, lo enviaba a la ensenada de Garachico para mayor seguridad. Una decisión que detestaba. El desvío de tantas pipas encarecía el vino.

En Garachico, Smith había alquilado una bodeguita junto a la “Puerta de Tierra” que le resultaba carísima, pero necesaria para ser el primero en vender a cualquier barco. Así que en cuanto el mar se calmaba, enviaba su bergantín al Puerto de La Orotava.

Todo le iba bien y nada parecía perturbar su planificada vejez hasta el 5 de mayo de 1706. Ese día todo se fue a pique, cuando el volcán de Trevejos reventó. La noche anterior Smith sintió los primeros temblores y a mediodía, mientras hacía gestiones en Icod, le sorprendió una fuerte explosión.

De inmediato, cogió su caballo y al galope bajó a la finca desde donde divisó una humeante columna de tierra negra descendiendo. La antesala del derrumbe de la montaña.

Los temblores aumentaron y a la tarde asomaron varios ríos de lava que se descolgaban sobre el casco de Garachico. Aquella noche todo fue trágico y muchos de los vecinos huyeron hacia Icod en busca de refugio. 

Cuando consideró que aquello no daba más de sí, se acercó a Garachico. Medio pueblo había desaparecido, incluidos su bodega y una parte del muelle. Un navío inglés que estaba cargando vinos acabó en el fondo, completamente sepultado y en llamas, y de la colada aún asomaba un mástil. De su bodega solo quedaban en pie dos paredes. Sus 60 pipas se habían volatilizado. 

Smith no pudo volver a cargar vinos en Garachico y tuvo que repensar su forma de exportar.

El muelle quedó inservible en la zona más apreciada, la de tierra adentro, donde se echaba el ancla. Y lo peor es que no había terreno ni dinero para reconstruirlo. Poco a poco, se resignó y comenzó a olvidarse de ese puerto. Solamente contaba con el de San Marcos, pero únicamente cuando el mar dejaba de rugir, para trasladar sus pipas al Puerto de La Orotava.

Por entonces conoció en el Puerto de La Cruz a un joven irlandés recién llegado a la isla llamado Bernardo Valois, que se trasladó hasta Icod para ayudarle. Y juntos acabaron alquilando una bodega. 

Las goletas y bergantines, que despistados aún llegaban a Garachico, al apreciar la catástrofe, se desviaban al Puerto de La Orotava. Para desgracia de Gilbert Smith, que contempló frustrado cómo su negocio se quedaba a kilómetros del nuevo y pujante puerto.

En cada envío que remitía al Puerto perdía buena parte de su margen comercial, pero no le quedaba otro remedio. Sus terrenos eran excelentes y el agua, pese al volcán, aún era buena, pero los navíos británicos empezaban a alejarse y sus amigos de Londres cada vez le llamaban menos.

Mientras eso ocurría, su joven pupilo se convirtió en su socio y empezó a adquirir viñedos en La Orotava con los que obtenía grandes beneficios que él ya no percibía. Pero Bernardo nunca dejó a su viejo amigo Gilbert de lado. Siempre que pudo le compró sus vinos y pasó muchos veranos junto a él en su casa de Las Cañas.

Veinte años más tarde, el 12 de marzo de 1721, en una mañana fresca, Gilbert revisaba los recientes brotes de sus ya viejas viñas de malvasía. Ese día se despertó cansado, pero poco a poco fue recuperando el ánimo. El reloj marcaba las doce de la mañana, cuando oyó el graznido de una bandada de gaviotas y giró su cabeza hacia el Teide.

Bajo la mole volcánica, se cruzó en su visión el campanario de la Iglesia de San Francisco y algo más allá divisó el majestuoso drago. Luego, intuyó el enorme pino situado en medio de su finca, que los viejos del lugar decían que era centenario, y bajo el que frecuentemente se sentaba a dormitar.

En ese instante sonrió placenteramente y tras un luminoso fogonazo, su mente se ausentó y se agarró instintivamente a la parra, como si no quisiera despedirse del todo. Gilbert Smith falleció dejando viuda y deudas. En previsión, legó sus viñedos y sus fincas a su mayor deudor y mejor amigo, Bernardo Valois.

Los viñedos de Bernardo siguieron prosperando y enriqueciéndolo durante toda su vida y aquel famoso pino de los altos de Icod pasó a ser conocido como “el pino de Valois”. Aún hoy lo disfrutamos.

Bernardo, aunque arraigado en el Puerto de La Cruz, se mantuvo emocionalmente vinculado a sus viñas de Las Cañas.

Ahora ya no existen viñas allí sino plataneras, pero yo, de vez en cuando, imagino a Gilbert Smith paseando y sosteniendo un racimo de uvas. Gracias a él y a muchos otros que le precedieron, Icod le debe su nombre “de los Vinos”.

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