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Omnia Romae venalia esse
La república romana tuvo que hacer frente a numerosas amenazas desde el momento mismo de su constitución a finales del siglo VI a.C. Aunque la mayoría de ellas vinieron de fuera, incluso algunas pudieron haber borrado del mapa a aquella ciudad del centro de Italia (lo que nos hubiera llevado a una historia totalmente diferente a la que conocemos), fueron también frecuentes los retos internos que la pusieron a prueba. Algunos fueron provocados por el propio sistema oligárquico del patriciado romano que trató de mantener excluida de la plenitud de derechos políticos a una parte importante de la ciudadanía, los plebeyos. Esto derivó en el denominado “conflicto patricio-plebeyo” que se alargó durante casi doscientos años y a punto estuvo con romper la convivencia cívica. Otros trances fueron provocados por la incapacidad de la clase dirigente romana para afrontar las necesidades económicas y sociales del resto de la población o de los aliados. Pero si hubo una amenaza que realmente aceleró el proceso de descomposición de la república que abrió las puertas al predominio del poder personalista y que terminó en la imposición del Imperio fue la pérdida de credibilidad del Senado como órgano de poder serio y respetable. El Senado era la cámara donde desde un primer momento estaba depositada la autoridad y legitimidad del ejercicio del poder político en la república romana. Aunque su acceso estuviera limitado a los patricios y los plebeyos más poderosos y sus decisiones en ocasiones fueran cuestionadas por el resto de la población, los senadores argumentaban que su motivación última siempre era el bien del Estado y el respecto a las tradiciones de los mayores. Sin embargo, a finales del siglo II a.C. se produjo un acontecimiento que puso en evidencia que esta reputación hacía tiempo que estaba corrompida y que, sin disimulo, los motivos que movían a muchos senadores estaban marcados por intereses dictados por agentes foráneos.
Lo que inicialmente era otro conflicto externo más, como los que Roma llevaba embarcada después se hiciera con el control de territorios extra-itálicos, provocó uno de los episodios más escandalosos de la política interna romana. De hecho, es en el territorio del norte de África donde Roma, tras la destrucción de Cartago, la ciudad que estuvo más cerca de amenazar su existencia, ha favorecido la creación del estado aliado de Numidia. En la disputa interna que se produce tras la muerte del rey Micipsa, sus hijos entran en conflicto con su primo Jugurta y deben acudir al Senado para que resuelva la partición del reino. Sin embargo, vueltos a Numidia, Jugurta elimina a los otros reyes y asesina a la población romana que se encontraba en su territorio. Esto supone una declaración de guerra abierta contra Roma y el pueblo romano exige al Senado una respuesta ejemplarizante contra un antiguo aliado. Se da la circunstancia de que este Jugurta había pasado buena parte de su infancia en Roma, donde había establecido buenas relaciones con sectores aristocráticos de la ciudad y había aprendido de primera mano cómo funcionaba el juego político de las instituciones de la república. Por tanto, cuando vio que su posición en Roma había quedado expuesta por sus excesos belicistas no dudó en personarse en el Senado para defender directamente su causa. Lo que no se conocía y que sería el desencadenante del escándalo fue que en el equipaje de su viaje había cargado enormes cantidades de oro y joyas que iban a ser utilizadas para sus verdaderas intenciones. En el tiempo en que Jugurta estuvo en Roma, se dedicó a hacer generosos donativos y desembolsos sin disimulo a todo aquel senador o personaje influyente que estuviera dispuesto a recibirle. El resultado de su estrategia fue evidente, pues el senado romano aprobó sucesivamente resoluciones que no estaban a la altura de la afrenta que se había cometido. Lejos de declarar la guerra e imponer un correctivo propio de una potencia a la que no le temblaba el pulso para arrasar naciones, se enviaron diversas embajadas para tratar de encontrar soluciones pacíficas. Solo cuando la ciudadanía romana salió indignada a las calles en protesta por la falta de contundencia y cuando se reveló que buena parte de los senadores habían recibido una generosa dádiva, no quedó más remedio que enviar legiones y generales competentes a enfrentarse al rey númida. Si conocemos los entresijos de la llamada Guerra de Jugurta es porque un escritor romano de la época de Julio César, Cayo Salustio, entendió que este episodio era ejemplar para describir el grado de descomposición a la que había llegado la república romana y que permitió que César y sus sucesores acabaran imponiendo un poder personalista. Salustio describe detalladamente cómo Jugurta había aprendido a manejar los entresijos de la política romana para favorecer sus intereses y en más de una ocasión repite que en su contacto con los romanos había descubierto que “en Roma, todo estaba en venta” (omnia Romae venalia ese).
En esta semana nos hemos enterado de que el parlamento europeo, esa institución tan lejana y abstracta de la que muchos desconocemos cómo funciona, pero cuyas decisiones nos afectan mucho más de lo que creemos, se ha visto sacudido por el escándalo de descubrir que algunos de sus parlamentarios recibían importantes sumas de dinero para influir con sus decisiones a favor de terceros países. Más allá de que la noticia parece una gota en medio de un proceso mucho más amplio de cansancio poblacional con respecto a sus instituciones y representantes políticos, el episodio es enormemente significativo. La injerencia de los intereses privados en la toma de decisiones por parte de los diferentes gobiernos constituye la base del gran problema de la corrupción desde tiempos pretéritos. Pero la intervención grosera, por medio de bolsas de dinero vienen a señalar un nivel de podredumbre de volumen significativo. Es la confirmación de que las autoridades de los países que han protagonizado este acto tienen plenamente interiorizado que “todo en Europa está en venta”. Y la consecuencia de esta evidencia, si no se le pone remedio, es que el camino para que la ciudadanía deje de sentirse representada por unas instituciones democráticas queda expedito para la aparición de individuos que propongan otras formas de hacer las cosas, sin tener que rendir cuentas en unas urnas.
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