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Tato Gonçalves y la anatomía del agua

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Alguien me dijo que el agua no tiene huesos, que tiene memoria y que coge camino siempre que puede hasta morir. Allá a donde va hace su forma, una horma que deja huella indeleble. Estas huellas, su fábrica líquida, es lo que nos muestra Tato Gonçalves en una de las dos series dedicadas al agua dulce y a la salada en su última exposición en el CICCA.  Atento, como siempre, a la indagación de la naturaleza que le sale al paso, la resuelve en la revelación que nos da su mirada: compila una teoría del conocimiento en cada contraste, con una imagen directa, sencilla y hondamente humana.

La mar que nos traga o nos devuelve, la mar que nos enseña nuestros límites humanos y geográficos está presente en quietas mareas de plato y en crecidas mareas de fondo. La mar ha sido una constante en la obra del fotógrafo pegado siempre a la orilla pero con la vista muy al horizonte, desde donde la avenida se encumbra y horada la isla por todos sus ángulos, creando farallones y bajíos a los que una y otra vez vuelve con su inagotable empuje. La mar y la luz de esa mar, que no es color sino ánima volada, llega a la mirada con inquietud y sosiego, se oye el rezongar de las olas en la marea baja y se siente el bramido y la moltura de arena en marea alta.

A la mar nunca se le conoce, casi como a Dios, y de ella nacen muchos pueblos en sus cosmogonías y es cantada en epopeyas y es elemento esencial de la mítica humana en todo el mundo que tiene como colofón la sobreabundancia del agua.  

En otra serie de obras nos encontramos con el agua dulce: ningún adjetivo lo supera.  Estos alumbramientos que un día fueron luz, naciente, fuente, chorrillo, alberca, tanque, galería, pozo, presa, aljibe, maretas o galerías que llevaban y traían entre cantoneras, acequias o canales, el líquido que, en estas isas de agua sin ella, no dejan de estar presentes en cada lugar donde se requiera su función de madre de la bruma. Porque el hogar del agua tiene nombres.

Es extraordinaria la labor de Tato: tiene esa intuición genial que resuelve lo que tiene alrededor, su contexto, y nos entrega la lectura de una realidad que es más precisa en su ojo que en el objeto de estudio. Admirar serenamente estos esqueletos del agua sin huesos, pero extraordinariamente estructurados, donde el agua reposa en el lugar que siempre le corresponde aviva la memoria. Cuando su ausencia es notable, intuimos que está allí todavía, que no ha terminado de esculpir su nicho y que tan pronto como el reboso del suroeste reviente, volverá como soberana implacable de las islas a agrandar su casa, a dibujar sobre el risco su grafía indescifrable o sus vetas oscuras.

Nadie sabe tanto sobre el agua que los seres humanos que sucesivamente han poblado estas islas, donde mirar al cielo y barruntar es tan necesario como saber que se va a comer o sembrar y como se va a recoger la madre de los barrancos, amansarla y llevarla a su lugar de vida.

Y es admirable el continuo trabajo que se lleva a cabo para seguir descubriendo cómo encontrarla y cómo llenar de contenido su increíble piel que es su origen más lejano.

Agua que ha labrado su esqueleto sin huesos dejando a la vista su inventario líquido y su rostro de querencia.

Este trabajo que ahora nos muestra Tato Gonçalves es uno más de su inteligente mirada, de su exactitud técnica y de su pertenencia y compromiso con una tierra sin agua, cuajada de salobre, rodeada de sal y añorando la dulce; donde las montañas exprimen el jugo de una niebla perenne, gota a gota derramada sobre la historia y sus cuitas.

 

 

  

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