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Vuelva la Guerra Fría

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En la lluviosa tarde del 25 de diciembre de 1991, la majestuosa Plaza Roja de Moscú era testigo mudo de cómo, de manera casi clandestina, la bandera de la hoz y el martillo era sustituida por la tricolor rusa. Menos de una hora antes, Mijaíl Gorbachov anunciaba su renuncia y con él, se ponía fin a 74 años de historia soviética.

Ocho años después de aquella lluviosa tarde del 25 de diciembre de 1991, Putin alcanzó el poder en Rusia. El antiguo agente del KGB, que en 1989 vivió de manera traumática el derrumbe del muro de Berlín estando destinado en Alemania, llegó con la promesa de estabilidad y grandeza propios de los discursos ultra nacionalistas.

Por aquel entonces, Rusia era un país de turbulencias políticas y económicas, de capitalismo salvaje en el que unos pocos se hicieron fabulosamente ricos mientras la mayoría tuvo que subsistir con lo puesto y navegar por un sistema económico que desconocía. Una desigualdad feroz que no solo se mantiene, sino que se ha convertido en una de las piedras angulares que sostienen a Putin en el Kremlin, rodeado de su pléyade de fieles oligarcas.

Durante todos estos años, el choque emocional del colapso de la URSS ha marcado también gran parte de la política interna y externa del jefe del Kremlin. Su empeño en restaurar a Rusia como superpotencia, a pesar de su debilidad económica, marca muchos de sus movimientos en el tablero geopolítico global. Bajo esa premisa, el Kremlin ha extendido sus tentáculos por las antiguas repúblicas soviéticas para mantenerlas bajo su órbita.

Muchos y extensos son los ejemplos al respecto; En 2008, cuando Georgia anunció su intención de entrar en la OTAN, el ejército ruso respondió militarmente apoyando a las regiones de Osetia del Sur y Abjasia y en 2013, tras las protestas europeístas que derribaron al presidente aliado de Rusia en Ucrania, el Kremlin respondió apoyando a las regiones separatistas de Donetsk y Lugansk y adhiriendo la península de Crimea.

Con la intención de Ucrania de entrar, esta vez sí, en la OTAN, el cambio de equilibrios estratégicos en Europa supone un duro golpe para el Kremlin, que vería amenazada su esfera de influencia en la región. Ante esto, Moscú busca a marchas forzadas renegociar el tablero geopolítico en Europa. ¿Cómo? Poniendo sobre la mesa el compromiso entre George Bush y Mijail Gorbachov, allá por 1990, en el que se cerraba la puerta a una ampliación de la OTAN a los antiguos países soviéticos. Un acuerdo que nunca se puso negro sobre blanco y que la OTAN considera inasumible.

¿Hay opciones todavía para la vía diplomática? La política, como dice el refrán, es el arte de lo posible. Sobre la mesa, tres exigencias incondicionales de Moscú: el fin de la expansión de la OTAN, que no se desplieguen más infraestructuras de la Alianza en Europa en la zona y la retirada de las infraestructuras militares desplegadas en Europa del Este después de 1997.

Las posibilidades de que la OTAN aplique las exigencias de Rusia son inexistentes. Como máximo, se podría esperar el anuncio una moratoria sobre la entrada de nuevos miembros en la OTAN, dejando fuera, de momento, a Ucrania. A cambio, la OTAN podría exigir un calendario de reducción de armas nucleares, el control de misiles de corto y medio alcance o mayor transparencia sobre maniobras militares.

En este momento, esas propuestas de máximos parecen inasumibles por ambas partes. Mientras tanto, el reloj corre y la escalada de tensiones aumenta de manera exponencial. ¿Aún habrá tiempo para que alguien desempolve el viejo teléfono rojo? Lo único claro de todo esto ¡quién nos lo iba a decir!, es que, como reza el maestro Joaquín Sabina en una de sus míticas canciones, “…El lunes, al café del desayuno, vuelve la guerra fría…”

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