Crítica de cine

Un amor, según Isabel Coixet

Un amor, según Isabel Coixet

Bárbara Alicja Rostecka

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La última película de Isabel Coixet, Un amor, es de un desenlace incompleto, que queda pendiente de una respuesta colectiva a los interrogantes que la directora ha tirado como dardos a cada uno de nosotros y a cada una de nosotras, en especial. 

En general, la valoración de la película es buena y muy buena. Casi todas críticas comentan el grado de la fidelidad con la novela, aclaman la actuación de los actores y, sobre todo, a la actriz principal. También abundan las referencias a lo rural y las opiniones sobre el significado de las relaciones filmadas en clave de los conceptos feministas. Apenas una de las críticas advierte que la película puede contribuir a popularizar la expresión “es lo que hay” del alemán y de los disolutos de toda clase de los empatriarcados… Pero nadie, nadie habla del unicornio blanco. Un animal mítico, como el amor mismo, que descuelga de las sucias paredes del cuarto en el cual se desarrolla una de las escenas más conmovedoras de la película y que sintetiza y apresa el devenir de la historia de Nat y del alemán.

Esta omisión resulta muy tentativa para los que viven de analizar lo que la gente opina y los que se fijan en como la expansión de estas opiniones consolida un concepto de moda, o incluso unas narrativas completas. 

Por tanto, ojo con el unicornio. Es un animal que a lo largo de la historia ha cambiado de significados al tiempo de ajustarse con la ideología del momento. Conocido ya en la Antigüedad, el unicornio en la mitología Celta era símbolo de pureza e inocencia, virilidad y poder. Los Bestiarios medievales unieron el unicornio con la figura de la mujer, identificándola con el símbolo antes mencionado, más él de la Anunciación. A finales del medievo, los unicornios fueron usados por las princesas y mujeres de la nobleza como emblemas de castidad. Para Jung, el animal de referencia, era el principio alquímico conocido como coniunctio oppositorum, o sea, la unión sagrada. Luego, Dalí aprovechó este símbolo para crear una de sus estatuas más conocidas y en la cual resignificó la figura de la mujer representándola como un cuerpo ahuecado, absolutamente pasivo y que más adelante sodomizó de formas muy diversas en sus pinturas. Asimismo, incrustó en la conciencia colectiva el modelo de la depredación de la mujer durante el acto, antaño conocido como amoroso, como diría Andrea Dworkin. Hoy, en la jerga de las criaturas que se hacen llamar poliamorosos, el unicornio es la otra mujer que accede a fornicar con la pareja que así se autodenomina, y con la que se compromete a no implicarse emocionalmente. ¿Debemos preocuparnos por estos cambios de significados acerca del unicornio, de la mujer y del amor?  De acuerdo con los sociólogos, lo justo sería entender qué está en juego y qué fuerzas operan en estas reconfiguraciones de símbolos tan bellos como abstractos e hirientes. 

Al respecto, Eva Illouz acuña concepto de capitalismo emocional. Un tipo de negocio que desde los años 90 vio en las emociones una excelente materia prima para la publicidad y la cultura en general. La erotización de la realidad, y, sobre todo, su separación de otras dimensiones de la vida y del ser humano, ahondó en nuestra alienación, dicen investigadores sociales, psiquiatras y psicólogos. Nos hemos vuelto cínicos adquiriendo productos que poco tienen que ver con nosotros y nos habituamos a pagar por los ratos de placer con un desolador sufrimiento de fracaso existencial, desconexión con el otro y con nosotros mismos. Nos consumimos en relaciones que no tienen nada que ver con nuestra experiencia de la realidad. El alemán en esta vorágine de oferta de cuerpos que no quiere entender, pero en los que necesita adentrarse para mantenerse en el circuito de la cultura emocional y que funciona de forma paralela al mercado, es una representación perfecta de una masculinidad dañada. Expresa el síndrome de abuso narcisista, adicción al sexo, o, en general, el número creciente de los casos de alexitimia. Nat viene del otro lado de esta historia. Envuelta en el manto de la inquietud permanente, representa al unicornio blanco en el momento justo antes de que Dalí la penetrase y abandonase tendida en el suelo para seguir con sus hazañas. Para las mujeres no hay viagra, y por lo visto no nos atrae tanto la pornografía. En nuestro caso la medicalización de la sexualidad (lee: mercantilización del deseo), no sólo que no está dando los resultados esperados, sino que, además, da pie a numerosas críticas por tratar la sexualidad de forma instrumental. Se dice que Nat levanta odio. Puede que no sea que haya tantas personas que la odien, sino que todas éstas esperan que Nat salve los últimos estragos de la libertad para crear relaciones plenas. Ella misma. ¿Ella misma puede con tal obra en una situación de soledad que la hace vulnerable y que los gallos de turno aprovechan para asaltarla a cada paso que da? Esta ultra soledad de Nat también se debe al proceso ampliamente descrito de acallar toda expresión de la emocionalidad femenina y su borrado de la esfera pública, paso necesario para la dominación masculina. 

Ninguna crítica aborda a los vecinos como elementos de una comunidad donde el tema de la sexualidad se soterra como un asunto privado, aunque todos se acuestan con todos y a partir de ésta realidad, de las más íntimas, se crean las filias y redes que ponen en marcha a la comunidad entera. Nadie se acuerda de que el “individualismo afectivo”, a la par de liberarnos de ciertas opresiones, nos hizo más vulnerables frente al abandono, engaño, u otro tipo de maltrato desarrollado dentro de la pareja. ¿A quién no conviene desvelar los pormenores de las relaciones humanas y por qué? ¿Tendrá razón Silvia Federicci, que declara que son los mismos que fundaron los códigos normativos complejos y los contratos onerosos, pero sólo para asegurar la acumulación de su capital económico? ¿Por qué no podemos hablar de los desengaños amorosos públicamente si es la causa más frecuente de las depresiones y de las crisis existenciales? Quizás, para que esto comience a suceder, hacía falta que Coixet nos estruje los ojos con los muñones de los amantes como Nat y Stefan. El problema es que, una vez descuartizado el unicornio blanco, se nos fueron las palabras que podrían expresar algo más que ganas de copular inducidas por los sistemas especializados en la alienación humana. Nos faltan imaginarios que ponen en valor el encuentro amoroso ensamblado en la necesidad de ser reconocido y valorado por el otro, que crea vínculos de la unión y de la plenitud y que estos hace falta cuidar para que perduren.

Las, los investigadores sociales y especialistas de la salud tan sólo pueden apuntar todas éstas cuestiones después de sufrir con la película de Isabel Coixet a uno de los dramas más extendidos de la época. Esperemos que la colega artista, una vez proyectada la sombra, tenga en cuenta la necesidad de visualizar las alternativas del embrollo al que nos ha metido. 

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