Elvireta Escobio, retrato con Millares al fondo

Elvireta Escobio y Antonio Puente

Víctor Rodríguez Gago

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Abundan las revelaciones en las memorias de Elvireta Escobio escritas a dos voces con Antonio Puente, que se presentan este jueves 28 de septiembre a las seis de la tarde en el palacete Rodríguez Quegles, de Las Palmas de Gran Canaria. Revelaciones, no tanto biográficas, como de carácter. El libro se publica con el título de Elvireta Escobio, bajo la piel de la arpillera (Editorial Mercurio, 2023, con la colaboración del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria). Aunque el subtítulo sea “Conversaciones sobre Manolo Millares”, el pintor es una figura al fondo de este retrato de una mujer con su propio mundo y su voz propia. Elvireta Escobio deja a un lado el papel de albacea a tiempo completo de uno de los artistas más innovadores e influyentes del siglo XX, y se suelta como una memorialista lúcida, irónica y desmitificadora, que perdona pero no olvida ni se muerde la lengua. Reivindica el sentido del humor, el juego, la soledad y el silencio, y que ama la vida porque no cree que haya otra a la que amar, después de esta: “Uno de los mayores privilegios de que he disfrutado en mi vida es poder decir en cada momento exactamente lo que pienso”.

“En cierto modo” -explica Antonio Puente a Canarias Ahora - elDiario.es-, “concibo este libro como una continuidad de La memoria esculpida, mis conversaciones con Martín Chirino (Galaxia Gutenberg, 2019). Se trata, al cabo, de los dos artistas canarios más importantes de la segunda mitad del siglo XX, los únicos pertenecientes al grupo El Paso, adscritos al informalismo (si bien es verdad que Millares está en el momento fundacional, y el escultor se incorpora más tarde), y que adquieren trascendencia nacional e internacional”.

No son unas memorias autocomplacientes. Antonio Puente advierte la tendencia al “ditirambo fácil” en el género de la conversación. “Aquí es de agradecer la causticidad con la que Elvireta Escobio habla de Manolo Millares, buscando siempre la intersección entre el hombre y el artista. De ahí, el valor de sus reflexiones como un documento cultural de alcance colectivo. Cuando le pido una valoración definitiva de la figura de su marido, me responde: ’Si tuviera que definirlo de un solo trazo, diría que era un ser que creaba con una cabeza que pensaba”.

El libro de Puente se inscribe en un contexto de recuperación del legado de mujeres creadoras eclipsadas por la fama de hombres artistas con los que convivieron. “Lo relacionaría” - comenta el poeta y ensayista- “con el reciente libro de Ángeles Alemán sobre Maud Westerdahl [Maud Westerdahl, la creadora surrealista, Editorial Mercurio, 2021, del que acaba de publicarse la segunda edición], por cuanto se trata de otra mujer excepcional, adosada a otro gigante de la cultura, el crítico Eduardo Westerdahl, que fue, por cierto, uno de los máximos mentores e interlocutores de Manolo Millares”.

Maud Westerdahl y Elvireta Escobio -observa- son ejemplos de “mujeres de valía autónoma, en épocas difíciles, como fue el epicentro del franquismo”. Antonio Puente es autor de los libros de ensayo Isla Militante. El testamento insular de Shakespeare y Cervantes (Pre-Textos, 2019) y El sol en el suelo. Cuando el milenio era teenager (Amargord, 2021), además de varios libros de poesía por los que ha recibido, entre otros reconocimientos, el premio Pedro García Cabrera y el accésit del premio Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Escribe regularmente en los periódicos del grupo Prensa Ibérica, y mantiene una columna en el suplemento literario Abril, de El Periódico de Catalunya.

Una historia de la España vaciada

Un episodio de los primeros años en Madrid, donde Elvireta Escobio y Manolo Millares se establecieron en 1955, ilustra lo singular de estas memorias. Los encargos que recibía eran, por aquel entonces, proyectos de decoración de edificios, que Millares aceptó a título nutricio. El arquitecto José Luis Fernández del Amo fue de los primeros en detectar su talento. Era funcionario de un organismo de la dictadura para fomentar la repoblación de zonas rurales vaciadas, llamado Instituto Nacional de Colonización, y director del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid. Propició que le encargasen a Millares la decoración de una iglesia recién construida en Algallarín, un pueblo de Córdoba.

Millares y Elvireta se instalaron allí y trabajaron juntos durante dos meses en el mural. Escobio recuerda que habían convenido que cobrarían la mitad del precio antes de iniciar la intervención y el resto, al entregar el fresco. Cuando el obispo de Córdoba, el dominico Fray Albino González, se enteró de quién era el autor del mural, ordenó destruirlo. Estuvo destinado en Tenerife y tenía a los Millares por una peligrosa familia de librepensadores, izquierdistas y ateos. Encargó un nuevo mural al pintor Antonio Povedano, que aceptó pintar sobre el mural de su amigo.

Es un episodio de miseria moral, un caso de libro de la “técnica de la mezquindad”. Otro día más en la oficina de la peor España. Lo interesante y revelador no es el episodio en sí, sino la voz de Elvireta Escobio al rememorarlo: “Menos mal que el obispo que censuró a Manolo no había vivido en la época de Leonardo da Vinci, porque, con ese criterio, se habría cargado La última cena. Y además, le agradecí ese veto, gracias al cual, Manolo no tiene ninguna obra en una institución religiosa”.

El fragmento muestra el tono, a la vez mordaz e indulgente, de las memorias contadas a Antonio Puente durante un año de conversaciones en Madrid y Las Palmas de Gran Canaria.

Elvireta Escobio, por Elvireta Escobio

El pintor Fernando Zóbel definió a Elvireta Escobio como “el timón” de Millares. Siempre ha tenido su propia identidad como creadora, aunque durante los últimos cincuenta años, desde la muerte en 1972 del pintor y fundador del grupo El Paso, la haya relegado para atender la responsabilidad de cuidar y promover el legado artístico de su marido en todo el mundo.

“Más allá de la figura de su marido, fue una de las escasísimas mujeres integrantes del destacado grupo de arte de vanguardia LADAC (Los Arqueros del Arte Contemporáneo)”, señala Antonio Puente. En estas memorias, Elvireta Escobio evoca la naturalidad con la que dejó de pintar para empezar a escribir. Ha publicado dos libros de poemas, De un espacio sin tiempo (1995) y De una herencia en el tiempo (2017).

Su libro de conversaciones con Antonio Puente tiene un prólogo de Juan Manuel Bonet, e incluye una sección de pensamientos y aforismos de Elvireta Escobio. En esas páginas, rememora al crítico de arte Antonio Zaya, refiriéndose a un poema póstumo de este: “En este momento de mi historia en que recién comienzo a asumir mi no inmortalidad, siento algo parecido a un oscuro placer entregando tu manuscrito, mientras resuena el eco solitario de tu verso: El que intenta olvidar allí siempre regresa”. En otro homenaje, evoca al bailarín y coreógrafo Lorenzo Godoy, “amante y destructor de la más exquisita geometría”.

Una tumba compartida

El viaje a Madrid que hicieron Elvireta Escobio, Manolo Millares, Martín Chirino, Manuel Padorno y Alejandro Reino en 1955, a bordo del carguero Alcántara, es una de las epopeyas fundacionales de la diáspora cultural canaria en la segunda mitad del siglo XX. En la icónica foto tomada en la cubierta del barco, antes de salir del Puerto de La Luz, Elvireta Escobio está en el centro, pero en el relato de aquel viaje ha sido desplazada a los márgenes. Antonio Puente destaca que “al día de hoy, Elvireta Escobio es la única superviviente de la legendaria expedición. Fue la única mujer en ese viaje, y sería oportuno reivindicar que no marchó a la metrópoli como consorte, sino como artista, al igual que todos los demás”.

El lector se descubrirá a sí mismo pasando deprisa, y sin remordimientos, por las páginas dedicadas al mito de Millares, y demorándose, en cambio, en las que contienen las reflexiones que Elvireta Escobio confía a Antonio Puente sobre la soledad, la muerte, el sentido del humor, su agnosticismo, o las cruentas batallas del pasado, que hoy resultan insignificantes. Cuando habla de “Manolo”, su compañero, su marido, el padre de sus dos hijas, lo más interesante son algunas confidencias desmitificadoras. “No era fácil convivir con alguien que se tomaba la vida tan en serio”, dice la escritora en este libro. En otro momento, reflexiona: “Haber sido ambos heterodoxos y agnósticos y darle una importancia esencial a la creación artística, es lo que más nos unía”.

Cuenta que no ha vuelto a pisar el cementerio laico de Madrid, donde está enterrado, y donde comparte tumba desde 1980 con el crítico de arte José Moreno Galván, amigo personal de Millares, a cuya familia ofreció Elvireta la tumba del pintor, para que no tuvieran que costear el gasto de un enterramiento aparte.

Antonio Puente comenta el simbolismo de este detalle “poco divulgado, y más que elocuente, de la mitología intrahistórica del arte durante el franquismo: el artista, en origen mal entendido en su tiempo, y el crítico, igualmente vanguardista, que apuesta por aquél desde el primer momento, los dos compartiendo tumba en un cementerio laico, estigmatizado por la dictadura”.

Un libro de memorias es casi una rareza en Canarias, aunque Antonio Puente sostiene que la carencia no afecta solo a las Islas: “Se necesita un memorialismo de alcance cultural y colectivo, más allá de lo episódico y doméstico. También a nivel nacional se produce esa carencia. Tanto en el libro sobre Martín Chirino, como en el de Elvireta Escobio, he buscado el equilibrio entre la memoria local, de su infancia y juventud, y la memoria de alcance nacional. Tampoco hay mayor memorialismo entre quienes formaron el grupo El Paso”.

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