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Los barrancos del cielo

Elsa López

En la isla de La Palma existen los barrancos más bellos que uno haya podido contemplar. En el norte de la isla quizá estén los más profundos, los más hermosos, los más sobrecogedores. El Barranco de Izcagua, el de Don Pedro, el de Los Hombres, el Barranco de Gallegos y otros muchos a cuál más imponente. Contemplarlos es una suerte para quienes hayan tenido ese privilegio. Desde lo alto de la isla, verlos descender, abrirse, descolgarse y precipitarse en el mar es un espectáculo difícil de olvidar. Cuando uno mira esos barrancos, tiene la impresión de que bajan de arriba y no hay cumbre donde se inicien. Que llegan de algo mucho más alto.

Los barrancos de La Palma son una obra de arte y de ingeniería natural. Son misteriosos y aterradores. Son mágicos y esconden secretos que desconocemos. En sus cuevas hay recuerdos de cabreros y de antiguos habitantes de esos lugares que guardaban en ellas animales y enseres que aún permanecen en su interior enterrados para siempre. Sorprenden, dan miedo, agitan el interior de nuestros cuerpos, asustan y emocionan en su grandiosidad. Y es difícil explicar lo que se siente al contemplarlos. En ellos hay sonidos que se repiten de día y de noche: el grito de las grajas y el revolotear de un bando de palomas, las voces casi humanas de las pardelas que llegan del mar, el silbido de los cernícalos cazadores al lanzarse sobre sus presas… Toda esa música te llega y te envuelve. Todo está perfectamente equilibrado y ordenado. Todo está resuelto gracias a ese orden natural que establece la armonía de las cosas y de los seres vivos.

El azar, los cataclismos, millones de años han ido dándoles esa fuerza, ese esplendor. La mano del hombre no ha podido diseñar tanta belleza. En su desorden natural, en su imposibilidad de destrucción, reside su poder. Podemos volar por encima de ellos; podemos descolgarnos por sus riscos con cuerdas y picas; podemos taladrar sus laderas con barrenos de dinamita y llevarnos las piedras que las conforman; podemos abrir zanjas, sorribar sus laderas y hacer muros para sembrar en los nuevos canteros; podemos hacer cambiar el rumbo de sus cauces; incluso podemos hacer reventar sus vientres para construir túneles, carreteras y monumentos. Pero nada ni nadie puede alterar su rotunda belleza. Y un día, sabedores de su poder y de su fuerza volverán por su cauce a recuperar lo que les fue expropiado.

Yo los he visto correr, lanzarse cuesta abajo arrastrando piedras y árboles, destruyendo lo que la mano del hombre interpuso entre ellos y el cielo. Y alguna vez, he oído a gente ya vieja y conocedora de verdades decir que los barrancos bajan del cielo y ni Dios puede volver a tocarlos. He conocido botánicos, biólogos y geólogos que se han quedado sin palabras a la hora de describir la belleza de algunos pasajes escondidos en su fondo o en los bordes de sus laderas. Escritores, músicos y artistas de distintas condiciones han sido testigos de lo que escribo. Se han sentado en lo más elevado de la isla para disfrutar de ese espectáculo. He visto llorar de emoción a un José Hierro, a un Antonio Gala y a un Francisco Brines. He visto palmotear de entusiasmo a un Fernando Delgado, a un Juan Manuel de Prada o a una Ana María Matute. Y he visto con mis propios ojos caer rendido de admiración a un Cabrera Infante, a un Vicente Molina Foix o a una Carmen Rico Godoy. Ni pestañearon cuando se asomaron al Barranco de Los Hombres y vieron ascender los pinos y las grandes moles de piedras y basaltos. Sin respiración al asomarse desde el Roque de Los Muchachos al Barranco de Las Angustias. Sin respiración al pararse en Las Mimbreras a ver los pueblos que salpican sus lomos más altos.

Y he visto esos barrancos florecer, llenarse de plantas nuevas, nuevos pájaros y nuevos senderos que han trazado la lluvia y el viento. Observarlos y amarlos en su plenitud, es mi único propósito.

Elsa López

Febrero 2018

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