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La chica holandesa y Giorgio el zahorí

Nunca supe dónde fueron a parar las gafas de mar blancas, marca Champion, que Alberto Giorgio había encontrado, el año pasado en una de las calas del paseo de Las Salinas, Los Cancajos, - después de que una ola salvaje, salvaje como Moby Dick, se las arrebatase hace cincuenta años sobre una roca -, en un mismo día de Indianos, como lo es hoy, y de las que más tarde emergió La Chica Holandesa. No habíamos vuelto a hablar de La Chica Holandesa, ni de cómo pudo ser posible que de aquellas gafas de mar, - como de una lámpara un genio -, pudiese haber salido a la superficie esta guapísima y alegre mujer.

Una vez, el año pasado, partieron por la noche ella y Alberto, de Las Cosas Buenas de Miguel, yo dejé de volver a ver las gafas blancas hasta que, a las cuatro campanadas de la tarde de estos Indianos en los que estamos hoy, cuando Giorgio alcanzó a colmarse de chatos de vino Mibal Roble, y como un buen zahorí, - buscador de metales y agua -, encontró las gafas en el fondo oscuro de una olorosa caja de tea en donde guardo olvidos.

Giorgio se movía como poseso de nostalgia, aunque predicaba sin parar; todas las personas que llegaban le presentaban sus respetos y le besaban en la mano; repartía bendiciones; versaba sobre la creación del universo; de que él no era un dios; de hacer buenas acciones; de besar el pan que no vas a comer; de dar de comer a los animales abandonados; de llevar una vida ejemplar como la de un santo; de no decir palabrotas porque salen bichos por la boca. También algunas veces con cara de Mefistófeles espantaba a alguien diciéndole: “¡Cállate la boca mascarón, abusador, mal educado!”. Pero cargaba en sí mismo una gran cruz, una cruz de nostalgia que dejaban traslucir sus ojos cada vez más respingones y del mismo color que el del Mibal Roble. Se preguntaba: “¿Si el año pasado, de las gafas de mar blancas surgió, como del fondo del océano La Chica Holandesa, - con la que subí otro peldaño más al cielo -, podrá ser posible una segunda vez? ¿Será cuestión de fe, y al creer en ello lo creas? ¿Será verdad como lo de que el Verbo se haga Carne?” ¡Como tanto sabes Alberto, que nos rendimos ante tu sabiduría, que se acrecienta cuantos más chatitos de Mibal Roble ingieres, y con tu cuenta patrás de los años que cumples, en vez de palante, como nos ocurre al resto de los mortales! ¡El mejor maestro, como lo eres tú, es aquel que no se da cuenta de lo sabio que es!

Con las gafas blancas de mar en la mano, acariciándolas y escupiendo sobre el cristal, - como aquel que hizo al hombre soplando sobre un poco de barro -, se dijo a sí mismo: “Lo que se piensa se crea”, y volvió a crear a La Chica Holandesa, tal como lo estaba deseando y se ve en la foto, con el mismísimo pelo rubio y sus ojos azulísimos.

Giorgio, mas sediento de hablar aún, - de vez en cuando le entra esa ansia irrefrenable -, le dijo a La Chica Holandesa que los chicos de él ya estaban criados; que él no se enamoraba, cuando ya sabemos todos nosotros que es justo todo lo contrario, que se enamora, y muchísimo; que de muy joven fue pastelero en la dulcería Nelly, que estaba en la calle Trasera; que en aquella época, durante una Bajada de La Virgen, vio una exhibición de salto en paracaídas y que salió corriendo a toda mecha para alistarse como voluntario; que fue parachochista durante tres años; que nunca lo arrestaron porque era un nota legal, legalísimo; que había sido el paracaidista de los huevos de bronce; que tuvo que recoger con palas y meter en bolsas a sus compañeros muertos accidentados en Alcantarilla, Murcia; que el capellán de la compañía, al que llamaban El Capi, había sacado petróleo en ese mismo accidente; que el capitán de su compañía, cuando él se iba a licenciar, le propuso reengancharse, ofreciéndole un buen sueldo y una buena carrera por delante, pero que él le contestó que no, que en su casa con un plátano y un pan comían; que tuvo una novia en Alcalá de Henares a la que llamaban La Chata; que lo empezaron a llamar Giorgio por el enorme parecido que tenía con un cantante que vino a competir al Festival del Atlántico del Puerto de la Cruz; que había trabajado en El Aiún , África; que tuvo una madriguera de cangrejos en Los Cancajos; que había ido tres veces a Madrid, al piso de Chuchú para hacerle de comer a los amigotes; que el piso de Chuchú y Juan Isidro estaba en Arguelles, y que desde allí él iba en el metro a Legazpi, - de ahí viene su famoso mantra que ha sanado a muchas personas de la tristeza: “Arguelles Legazpi”-, al piso de Capote y Mayfren (El Apóstol del Jazz); que había tenido tres motocicletas y que a cada una le puso un nombre, Cascarilla, Elbita y La Katana; que de tanto montar en moto se convirtió en un centauro hasta que llevó a la última de ellas a la chatarra por miedo de tener un accidente cualquier día; que cuando iba a Las Martelas en moto, al aparcarla, le tapaba la matrícula con unos plásticos para que los rendijas no se enterasen de que él estaba dentro de aquella casa de meretrices; que cuando lo abdujeron los marcianitos lo abrieron en el platillo volante, como abren a las caballas, y lo volvieron a convertir en un chaval de quince años; que siempre que bebe brinda por los amigos que están y por los que no; que la canción que mas canta es: “Tira de la verga, tira de la verga, de la verga voy tirando, al son de la mandolina, adiós que me voy Fermina, noche de cabaret”; que cuenta el chiste de un papa que sube al avión y cada mil metros le pide al azafato un whisky doble, hasta que el avión llega a los diez mil metros de altura y le pide al camarero un vaso de agua no sea que lo pudiese estar viendo El Jefe bebiendo whisky; que sabe un montón de chistes de loritos; que cuando se las coge muy grandes, con los vinos de Las Cosas Buenas de Miguel, se arresta, se atrinchera semanas enteras; y un sinfín de vivencias más.

La Chica Holandesa, cuando acabó de hablar Alberto, que parecía que no lo iba a hacer nunca, - alguna vez lo han llamado el transistor, por esa locuacidad suya -, le dijo que era más misterioso y apasionante que un fondo marino, y que ya empezaba a entender perfectamente su peculiar idioma, que al principio se le había resistido un poco.

- ¿Recuerdas el momento en el que vistes las gafas blancas en el fondo del mar de aquella pequeña cala en Los Cancajos?

- Sí. (Abanaba las manos. Giorgio habla al mismo tiempo que con la boca, con las manos).

- ¿Qué te hizo llevar la vista hacia ellas?

- Que esa parte del mar, piba, en donde se veían las gafas, estaba del color que más me gusta, el de tus ojos. (Abanaba mucho las manos).

- Yo, que también dormía un largo sueño, como ellas, te atraje hasta aquel sitio

- ¡Ya, ya, ya! ¡Ya, ya, ya! (Abanaba aun más las manos).

Sonaban las once campanadas de la noche en el reloj que está encima del piano de Las Cosas Buenas de Miguel.

- Me tengo que ir un momento antes de las doce. Cada vez que surjo de la placenta de las gafas de mar, ellas volverán a desaparecer en cualquier rincón de este lugar. Para encontrarlas solo tienes que hacer lo que hiciste hoy, buscarlas con fe, con tu alma de zahorí. Vuelves a acariciarlas y yo volveré a emerger. Si escupes sobre el cristal, como lo has hecho hoy, apareceré más pronto. Ese será nuestro juego.

- ¡Ya, ya, ya! ¡Ya, ya, ya! (No paraba de mover las manos)

- Te voy a decir de un sitio de Los Llanos de Aridane en donde te vas a llevar una buena sorpresa, se llama Casa de Buceo Duikhuis La Palma, está en la calle Conrado Hernández numero 4. Allí también hay un bar con terraza y vistas a la cumbre de La Caldera, dentro de unos días hará también las labores de restaurante. Pregunta por Nanneke.

- ¡Ya, ya, ya! ¡Ya, ya, ya! (Las dejó de mover).

Nunca supe dónde fueron a parar las gafas de mar blancas, marca Champion, que Alberto Giorgio había encontrado, el año pasado en una de las calas del paseo de Las Salinas, Los Cancajos, - después de que una ola salvaje, salvaje como Moby Dick, se las arrebatase hace cincuenta años sobre una roca -, en un mismo día de Indianos, como lo es hoy, y de las que más tarde emergió La Chica Holandesa. No habíamos vuelto a hablar de La Chica Holandesa, ni de cómo pudo ser posible que de aquellas gafas de mar, - como de una lámpara un genio -, pudiese haber salido a la superficie esta guapísima y alegre mujer.

Una vez, el año pasado, partieron por la noche ella y Alberto, de Las Cosas Buenas de Miguel, yo dejé de volver a ver las gafas blancas hasta que, a las cuatro campanadas de la tarde de estos Indianos en los que estamos hoy, cuando Giorgio alcanzó a colmarse de chatos de vino Mibal Roble, y como un buen zahorí, - buscador de metales y agua -, encontró las gafas en el fondo oscuro de una olorosa caja de tea en donde guardo olvidos.