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OPINIÓN | Ana 'Roja' Quintana, por Antonio Maestre

Dar nombre al cambio

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La cultura moldea nuestras creencias y valores, le da forma como haría una artista con sus manos al bloque de barro, trabajando en cada arista, en cada pliegue, en cada concepto y paradigma. La cultura moldea nuestra realidad, como ese molde de escayola que se elabora del boceto en barro. Un molde al que debemos ajustarnos y que nos permite percibir, únicamente, la imagen que el molde contiene, la versión que la cultura comunica. Pero el molde al que nos adaptamos no está creado por cualquier mano, la cultura no es neutra y las manos que la manejan, tampoco lo son. La cultura la hacen aquellos que están en el poder, aquellos que tienen la suficiente fuerza y privilegio como para que sus manos nunca cedan el control, para que sus labios sean incuestionables, sus conceptos sean indisociables, sus paradigmas sean dominantes, y sus verdades, sean siempre las únicas. Algunos hacen las reglas y otras las transmitimos.

Nuestra sociedad se encuentra inserta en una cultura de memoria compartida, una cultura en la que los principios éticos y morales siguen legitimados a una estructura patriarcal y sexista que, aún a día de hoy, sigue discriminando por razón de género. La realidad es que, aunque nos neguemos a reconocerlo, las mujeres seguimos sin ser reconocidas en algunos de nuestros entornos profesionales con motivo de una cultura androcéntrica que sigue celebrando (y colocando) al hombre como el centro de todo. Podemos entender por qué se siguen generando estos espacios o situaciones en las que una mujer no es nombrada, en mi caso como la artista de su obra, pero no podemos justificarlo y, mucho menos, negarlo. Porque si no, normalizaremos y asumiremos como paradójica una realidad común para muchas de nosotras.

Cuando expones tu obra, te expones a ti misma, compartes de manera meditada una parte de ti, un pedazo que seleccionas minuciosamente y cuidas durante todo el proceso creativo para que, ese cuidado, ese mimo, sea percibido por el público que lo recibe y así, pueda llegar a darle el valor (que no el significado) que tú intentabas otorgarle. Cuando en una situación de máxima intimidad y vulnerabilidad como esa, en la que has cedido una parte de ti, el receptor no consigue verte, el dolor se multiplica. Por un lado, porque sientes que como artista tu mensaje no ha sido transmitido y, por otro, porque entiendes que como mujer el valor ha disminuido al ser nombrado erróneamente.

Podría parecer algo bastante banal, pero ese sentimiento solo pueden entenderlo aquellas que no han sido nunca nombradas. Cuando eres mujer y, encima joven, tu nombre es muy importante, porque entra en juego una doble discriminación. Primero, asociarán de manera (in)consciente que tu trabajo ha sido hecho por un hombre, un prejuicio sexista que se respalda en las prácticas institucionales de nuestra propia cultura patriarcal. Segundo, asumirán de manera (in)voluntaria que tu obra es demasiado madura para alguien de tu edad, un estereotipo edadista que se apoya en un discurso social que infantiliza a las personas jóvenes y humilla a las mayores. La banalidad en este punto, se cae por su propio peso.

La cultura dirige nuestras vidas, pero no es inamovible, se puede cambiar, se puede redirigir. El problema es que los cambios (últimamente) suelen ser explicados en términos neoconservadores y liberales, y bajo esta epistemología la palabra cambio se traduce por caos. Cuando la explicación viene de la ultraderecha no debería sorprendernos que los cambios asusten, porque limitan el término a la posible inseguridad y pérdida de un supuesto orden que solo beneficia a unos pocos (hombres). Ante los cambios, lo más sencillo es mantenernos como estamos o, al menos, eso nos hacen creer ciertos partidos políticos, al idealizar un supuesto pasado que se basa en el orden y la tradición como medio de dar estabilidad y seguridad a la población. Pero no debemos olvidar qué tradición estamos nombrando. Porque si hablamos de tradiciones, debemos recordar que antes, en la época pre-cristiana (aunque tristemente sigue vigente en algunos países), era tradición lapidar a las mujeres adúlteras hasta la muerte (solo a ellas).

Así que justificar algo en la tradición como motivo principal para seguir, supuestamente seguros y tranquilos (en masculino), no tiene ningún sentido. Como dice bell hooks en su libro Enseñar a transgredir. La educación como práctica de la libertad: “parece que uno de los motivos principales por los que no hemos vivido una revolución de valores es que la cultura de dominación promueve necesariamente adicción a la mentira y a la negación”. Nuestra crisis cultural está creada por nuestro miedo significativo a los cambios, mientras seguimos negándonos a aceptar que seguimos siendo machistas. Nuestros cuerpos siguen temblando en celdas separadas de susurro anónimo, mientras la revolución sigue esperándonos, paciente y atenta, preparada para gritar nuestro nombre.

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