Esta es una expresión que va camino de hacerse inmortal con el paso de los años. Cada día, se emplea de manera más asidua y despreocupada. Lo cierto es que, con acepciones dispares y a pesar de las diferencias evidentes de uso, se entiende como el límite o frontera infranqueable que separa el caos y el orden. El último bastión en el que refugiamos nuestras esperanzas para combatir nuestro desasosiego, nuestro pavor y, en esencia, nuestro miedo.
Ciertamente, esta famosa y heroica acepción, nace de una situación desoladora. Durante el transcurso de la batalla de Balaclava, la caballería rusa, formada por 2.500 hombres, cargó al amanecer contra los británicos. Lo único que se interponía entre la caballería y el maltrecho campamento eran 500 soldados del 93º Regimiento de Highlanders. El general Campbell sólo pudo decirles a sus hombres lo siguiente:
«No hay retirada desde aquí, soldados. Deben morir donde se encuentran»
Así, se enfrentó a la carga de caballería con una línea de fuego de solo dos hombres de profundidad.
La famosa delgada línea roja.
Su resultado después de tres descargas de fusilería hacia la caballería rusa se tradujo en apenas unos pocos muertos y una tromba de 2.400 rusos que iban camino de certificar la hecatombe británica en Balaclava. Sin embargo, el general ruso, por motivos desconocidos, dudó viendo lo delgada que era la línea de infantería que se les enfrentaba y dedujo que era solo una trampa, razón por la cual ordenó la retirada.
Dicho esto, entrando en materia y dejando, por el momento, la historia a un lado, ¿se han preguntado cuál es la delgada línea roja que nos salvaguarda?
La respuesta es más compleja de lo que puede parecer a priori puesto que, en lo personal, no pienso que sea una línea conformada únicamente por un colectivo en exclusivo. El factor que cambia, con las circunstancias, es el colectivo que queda, aún más, a los pies de los caballos.
Si por ejemplo ardieran nuestros bosques en época estival, veríamos cómo serían los bomberos forestales los que ocuparán esa línea. Si, por el contrario, fuera nuestra soberanía y libertad la que se encontrara bajo amenaza, hallaremos a las fuerzas y cuerpo de seguridad del estado corriendo directamente hacia el peligro del que todos los demás huimos. Si la situación geopolítica deriva en un repentino polvorín, allí encontraremos a nuestras fuerzas armadas asegurando nuestra libertad.
En este caso y después de sufrir aproximadamente 47.000 fallecidos y 1.7 millones de contagiados, si seguimos luchando por cada compatriota hasta la extenuación es gracias a los sanitarios. Esa entidad protectora que, bajo las circunstancias actuales, ocupa la primera línea y separa este maltrecho campamento de la calamidad que ha supuesto esta situación. Para nosotros los sanitarios han sido un famoso ente abstracto que hemos exigido en momentos de necesidad, culpabilizado en momentos de dificultad, maltratado en momentos de desaprensión y cuestionado en momentos de aflicción. Lo cierto es que, aunque pueda parecer lo contrario, los entes abstractos no lo son tanto. Están formados por hombres y mujeres que, como usted y como yo, sangran, lloran, sufren y padecen de la misma manera que cualquier otra persona.
Esta pandemia solo nos ha dado una perspectiva diáfana sobre su día a día que, después de certificar el hecho de que miles se hayan contagiado y fallecido, nos ha permitido observar que el desbordamiento y el sobreesfuerzo han sido de dimensiones inconmensurables. Como dirían los meteorólogos, esta ha sido una ciclogénesis explosiva que ha derivado en una espectacular avalancha de plantillas infectadas, equipos mermados, sobresaturados y con recursos insuficientes, los cuales han debido afrontar una carga cada vez mayor.
Si hoy escribo esto es porque después de meses de confinamiento, de una cifra de muertos que, día tras días da un vértigo inaceptable, de familias totalmente desgarradas por el drama de la pérdida, de empresarios al borde del colapso económico y de situaciones que han tensado el clima de sostenibilidad de nuestra sociedad hasta límites insospechados, yo mismo, por motivos de salud ajenos al Covid-19, acabé tras el resguardo de la delgada línea roja. En un abrir y cerrar de ojos me desperté en el Hospital bajo la tutela y resguardo de los sanitarios que, aunque llevaban meses ocupándose de la pandemia, también debían sumar a su carga de trabajo el resto de problemas de salud fortuitos como, en este caso, el mío.
Allí, para mi sorpresa, solo observé un indescriptible mimo en la atención que fue acompañado de un sobrecogedor calor humano. A pesar de tener que trabajar con unos equipos de protección que, durante meses, debido a lo inherente de sus características, han derivado en un déficit drástico de comunicación al suprimir poco a poco la comunicación no verbal, táctil y gestual, no han conseguido doblegar la caricia invisible de su profesión. Desde que traspasé la puerta tuve claro que, por encima de las circunstancias, esos sanitarios se dejarían la piel por ponerme a salvo. Curioso, cuanto menos, que el primun non nocere lo encuentres en su mirada y sus primeras palabras:
“Hola, César, buenas tardes, soy el doctor, estoy aquí para intentar ayudarte, ¿puedes contarme qué te ha pasado?”
En ese momento, recordé las palabras de una doctora canaria afincada en Madrid, al servicio del Hospital Doce de Octubre que, por devenires de la vida, tuve la suerte de escuchar con detalle en la inmaculada playa de La Zamora durante un apacible día de verano. Sus palabras entrelazaban sentimientos de incredulidad y normalidad mientras narraba la historia de cómo los sanitarios, en el momento más crudo de la situación, no tenían ni un momento de tregua para respirar aire fresco pues, como todos sabemos, en esos espacios no cabía nada más que el olor a desinfectante y el silencio. El silencio atronador que desprendían los enfermos intubados, tras puertas cerradas, con un reloj que no paraba de correr en cada guardia, sin material y con unos pacientes que se iban apagando cada vez más pronto, como los días de otoño. Recuerdo con claridad su crónica de los momentos previos a terminar sus turnos, donde lo usual era encontrar siempre médicos o enfermeras llorando. Decía que el sufrimiento humano no tenía respuesta. Era algo que escuchaba y solo podía llevarse a casa por dosis, como tratando de liberar a sus compañeros de su pesada carga emocional, tratando de aplicar fórmulas que permitieran compartir su dolor, su tristeza y su soledad. Siempre percibí en sus palabras algo ajeno a una opinión, aquello siempre fue como un sentimiento que aglomeraba las palabras de miles de sus compañeros. Su rabia, el dolor, el malestar, el resentimiento, el sentimiento de culpabilidad y, finalmente, el burnout diabólico que los dejaba noqueados solo eran partes de la metralla que fulminó su resistencia. En esencia, se estuvieron enfrentado a un tsunami de dimensiones siderales con la inseguridad de desconocer si ellos también formaban parte de ese maremoto de infectados. Con ello empezaron los problemas para concentrarse y tomar decisiones, los bloqueos, las cefaleas, el dolor muscular, los trastornos digestivos, el insomnio y un largo etcétera de afectaciones. El trabajo se volvió una fuente de ansiedad que cristalizaba en sentimientos de malestar, preocupación, hipervigilancia, tensión, temor, inseguridad, sensación de pérdida de control y percepción de fuertes cambios fisiológicos incontrolables. Miedo, miedo y más miedo que convertía los sueños en terror nocturno. Trabajar hasta la extenuación en condiciones de máximo estrés, con una fatiga laboral aumentada, siendo conocedores de la anergia que sufrirían en sus cuerpos y la alexitimia en un cerebro que, además, debía lidiar con la necesidad de cumplir metas que trataban de paliar infatigablemente lo que es casi imposible resolver.
No obstante, mi sensación al terminar de escuchar a estos dos profesionales sanitarios fue la misma:
A pesar de que parecen estar construidos de algo especial, de un material extremadamente resistente, uno que parece a prueba de circunstancias inclementes y exasperantes, la sociedad está tensando ese material hasta un punto de ruptura nunca visto.
Lo digo debido a que, después de semejante catástrofe, lo que encontramos en el debate público son palabras, textos y sentimientos que realmente parecen sacados de una época en la que verdaderamente podíamos discutir cantidades ingentes de nimiedades.
En el fondo es irónico.
De esta pandemia se dijo que íbamos a salir transformados en mejores personas. Escuché más de una vez que el 2019 se nos había quedado anticuado en cuanto a los problemas mundanos. Ahora las preferencias y preocupaciones cambiarían radicalmente y se enfocarían en las necesidades reales de nuestra sociedad. Leí sin cesar lo bonito que era ver a nuestro pueblo unido. Se inundó la ciudad de halagos, agasajos y alabanzas hacia los sanitarios. Se les dijo que a partir de ahora esta fraternidad que inundaba el aire sería el viento de cambio que los pondría donde de verdad merecen. Que nunca más nos distraerían problemas absurdos y que las rencillas quedarían en anécdotas.
Pero lo cierto es que nada ha cambiado.
Si algo nos ha enseñado este año 2020 es cómo las consecuencias de nuestros actos pueden cambiar irremediablemente nuestro destino y, también, nos ha mostrado la manera de repararlos antes de que vuelvan a ocurrir. No obstante, en lo personal creo que no estamos contando con una visión suficiente amplia para entender que mientras una buena parte de la sociedad está tratando de sembrar sensatez en tamaña confusión, otra quiere discutir sobre auténticas trivialidades que nada aportan a esta situación.
La navidad, en su contexto, ha sacado a flote los sentimentalismos más puros y los razonamientos más pobres. Los sanitarios no necesitan luces, adornos y agasajos. Ni siquiera aplausos. El personal sanitario se merece algo más que eso. Y sí, es cierto que se merecen el recuerdo permanente de su inconmensurable labor por su dedicación en la batalla en la que, como hemos visto con anterioridad, han sufrido un verdadero drama que nadie querría vivir en carnes propias. Pero hoy hay que ir más allá de los aplausos y apoyar con firmeza, ahora y siempre, las reivindicaciones que llevan pidiendo hace muchos años: salarios dignos, suficiente personal y recursos sanitarios adecuados a su labor. Porque lo necesario para ellos es la posibilidad de contar con un mayor número de medios, derechos ampliados, conciliación y un sistema que los ampare en los momentos más difíciles.
Solo piden una sociedad que los acompañe.
No de marzo a junio. Más bien de principio a fin.
Porque esa delgada línea roja, estuvo, está y estará dispuesta a morir en su puesto.
Tiene que ser desalentador, como en Balaclava, interponerse entre la caballería y un maltrecho campamento para comprobar que, en realidad, tras aceptar con orgullo morir en el puesto por el bien de tus compatriotas, las personas tras tu resguardo, no están hablando de cómo evitar una situación como esa, sino, más bien, discutiendo sobre el decorado navideño en las calles de la ciudad, la problemática de los centros comerciales, las restricciones de movilidad, el aforo en las reuniones sociales y de un largo listado de temas de discusión con un valor de aportación que se aproxima exponencialmente a cero.
En mi humilde opinión no solicitada, no me puedo creer que aún exista espacio para discutir fruslerías con un acumulado de 1’7 millones de infectados y aproximadamente 47.000 compatriotas fallecidos. Con unos sanitarios agotados, maltrechos e insuficientemente dotados, me resulta más necesaria una reflexión que nos invite a hablar sobre la necesidad de exigir estrategias civiles que faciliten la participación continuada, el resguardo y el cuidado de los componentes de nuestras líneas rojas.
Es decir, si aún, por ejemplo, no poseemos helicópteros Kamov de refuerzo para los incendios forestales, ni hemos dotado a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado con pistolas Taser habilitadas para el ejercicio de sus funciones, ni tampoco hemos conseguido facilitarles a los sanitarios los medios y recursos para, entre otras cosas, contar con equipos humanos amplios que permitan una correcta distribución saludable de carga de trabajo, ¿en qué estamos enfocando nuestras preferencias?
Para mí, la respuesta la tiene Charles Dickens que, contra viento y marea, ha ido sobreviviendo año tras año para recordarnos con su A Christmas Carol que 177 años después sigue existiendo la necesidad de reflexionar sobre la bondad, la avaricia, la injusticia social y, por encima de todo, sobre la oportunidad de algo que la vida a menudo nos niega, la posibilidad de rectificación. En lo personal, siempre me he considerado el más creyente de los agnósticos, pero eso nunca me impidió entender que la navidad es un espacio tiempo en el que se debe respirar generosidad, humildad, gratitud, solidaridad, reconciliación, paz y amor.
Utilicemos esos valores para perpetuar un consenso que dure el tiempo necesario hasta que convirtamos nuestra delgada línea roja en un infranqueable baluarte que repela las amenazas sin dejar a nadie a los pies de los caballos.
De hecho, creo fielmente que, si nos esforzamos lo suficiente, podremos garantizar que volveremos a discutir sobre temas intrascendentes más pronto que tarde. Tendremos la libertad de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados. Les prometo que, en 2021, 2022 y años venideros seguiremos teniendo la oportunidad de encontrar polémica a cualquier día y a cualquier hora. Lo que no les puedo prometer es que todas las personas que quieren estén disponibles para entonces. En ocasiones, puede suceder, que las pandemias mundiales tienen la costumbre de llevarse por delante algunos cientos de miles de vidas sin pararse a observar lo adecuado de la decoración de las ciudades.
Supongo que lo importante es convencer a la conciencia de que la responsabilidad de cada uno de nosotros se ubica en el plano en el que enfoquemos nuestras preferencias.
Es decisión de cada individuo, como en Balaclava, decidir en qué lugar de la historia quiere colocarse. Junto a sus compatriotas en la delgada línea roja o, por el contrario, bajo el cómodo resguardo del campamento donde se puede emplear todo el tiempo del mundo en hablar, de cualquier cosa, menos de lo realmente importante.
Como dijo Franklin Delano Roosevelt, hay un misterioso ciclo en los acontecimientos humanos. A algunas generaciones se les da mucho, de otras generaciones se espera mucho y, a esta generación, se le ha dado una cita con el destino.
Felices fiestas.
Y, si algunas personas quieren volver a colaborar, próspero año nuevo.